lunes, julio 26, 2010

TOY STORY 3 Apabullante Pixar

En una brillante escena de Ratatouille, otra joya de la factoría Pixar, un exigente crítico gastronómico probaba un plato de pisto e inmediatamente sufría un viaje que lo transportaba de cabeza a su más tierna infancia, a los tiempos en que su madre le preparaba tan simple y sabroso plato, desarmándole de tal forma y provocándole tal emoción que no le quedaba otra que rendirse a las habilidades culinarias del más improbable chef de la historia del cine, una rata. Como aquel crítico, yo sufrí una conmoción parecida con la primera escena de esta maravillosa Toy Story 3, una secuencia de acción y aventura digna de cualquier prólogo de Indiana Jones en la que, por vez primera en la trilogía protagonizada por estos juguetes de plástico, el punto de vista de la historia no es el suyo, sino el del niño que da rienda suelta a un universo fantástico impulsado por la imaginación que los transforma en algo que va mucho más allá de su apariencia o su función inicial. Caí en la cuenta que yo era ese niño y cualquiera que alguna vez recreara un mundo de aventuras en su habitación gracias a su imaginación y sus juguetes sentirá lo mismo, por muy enterrado que tenga ese recuerdo en la memoria. Es algo prodigioso.


Ese arrollador comienzo entronca de forma directa con el emotivo final de la película, en la que el inevitable paso de la infancia a la edad adulta de ese Andy a punto de irse a la universidad se asume con la naturalidad de aquel que, pese al dolor y la nostalgia, comprende que solo desde la necesidad de dejar atrás y a la vez incorporar al presente aquel niño que una vez se ha sido, se puede seguir creciendo en el futuro.

La herencia que uno debe dejar a los que vienen detrás de él es abrirles la posibilidad de disfrutar de ese u otros mundos mágicos, porque el juego nunca terminará mientras haya niños dispuestos a empezar de nuevo. Parece un concepto sencillo, pero no lo es en absoluto y ahí reside quizás una de las claves del éxito película tras película de Pixar, su innegable capacidad de tocar temas muy profundos partiendo de planteamientos engañosamente simples y accesibles a todo tipo de público.


En medio del arco que forman esas dos escenas clave del prólogo y el final contadas desde el punto de vista de Andy, nos reencontramos de nuevo con esos juguetes con vida y sentimientos humanos, sufriendo desde su condición inmutable la impotencia de asistir al crecimiento de un dueño que ya no siente el deseo de jugar con ellos, que aceptan el destino de vivir en un trastero como mal menor frente a la posibilidad de convertirse en desechos o que se atreven a soñar con hacer felices a otros niños si son donados a una guardería. Uno comprende sus miedos, sus incertidumbres, su resistencia a aceptar el arrinconamiento. El concepto sigue siendo asombroso, aunque estemos ya en la tercera entrega de la serie: una confusión y un dolor muy humanos representados en unos juguetes de plástico capaces de generar profundas emociones en el espectador.


Es sencillamente increíble la forma en la que Toy Story 3 cambia de género de forma constante: la aventura, el drama, la comedia, el cine de mafiosos, el terror, el cine carcelario y el cine de acción se suceden con pasmosa naturalidad, como si fuera lo más fácil del mundo. Semejante acumulación de géneros provoca que uno jamás sea capaz de anticipar por donde va a transcurrir la película en el instante siguiente y el talento de sus creadores reside en servir todo con el habitual despliegue de ideas y gags brillantes: tanto el ambiguo Ken como ese oso con olor a fresa convertido con buenas razones en el Tony Soprano de la guardería - donde se reproduce en cierta forma una variante del memorable gag de los juguetes escondidos de Tin Toy, uno de los primeros cortos de la casa -, el inquietante bebé gigante - atención a la escena nocturna en el columpio -, el increíble personaje del mono vigilante o las vueltas de tuercas al Señor Patata - la imaginación al servicio de las múltiples posibilidades de un personaje que por momentos nos lleva por el camino del más puro surrealismo - y ese Buzz Lightyear reseteado son solo leves apuntes de esa creatividad desbordante marca de la casa que, por más que esperada, jamás deja de sorprendernos.


Por cierto, no se les ocurra llegar tarde al cine. Se perderían otra obra maestra en formato corto llamada Día y Noche en la que el 2D y el 3D, utilizado con una profundidad y riqueza de recursos impresionantes, se dan la mano en lo que resulta una contundente declaración de intenciones sobre el futuro de la animación. Que en Pixar es presente, claro.


Este artículo se publicó en el periódico Voz Emérita el lunes 26 de Julio


lunes, julio 19, 2010

SHREK FELICES PARA SIEMPRE Formula corrompida y agotada

En un futuro no demasiado lejano alguien podría hacer con las cuatro películas de la franquicia Shrek la perfecta tesis sobre esa extraña capacidad que tiene Hollywood a veces de corromper propuestas que una vez fueron originales a base de repetir y explotar la misma fórmula hasta hacerle perder su gracia por completo o, lo que es aun más grave, domesticar su capacidad de trasgresión hasta hacerla irreconocible y conseguir un producto familiar que defiende valores muy distintos de los que perseguía inicialmente. Recapitulemos ¿Quién no celebró la irrupción en nuestras pantallas hace ahora nueve años de ese ogro políticamente incorrecto cuyo original universo subvertía la esencia de los cuentos tradicionales de forma tan grosera como brillante?

Semejante mezcla de desfachatez, inteligencia y mala leche fue recompensada con un éxito tan atronador que hizo inevitable una segunda parte que ya hizo enarcar algunas cejas, pues se limitaba a repetir conflictos sin aportar casi nada nuevo y rebajando considerablemente sus cargas de profundidad lo que no impidió un nuevo éxito y una flojísima y olvidable tercera entrega en la que, convertido ya en una simple máquina de hacer caja y desaprovechando el gran potencial que tenía la idea de reinterpretar los cuentos por una vez desde el punto de vista del villano, Shrek se resignaba y nos resignaba a aceptar sus responsabilidades como padre y marido mientras los chistes, desgastados y repetidos, cada vez tenían menos gracia.


En Shrek Felices Para Siempre el proceso se torna definitivo e irreversible: la engañosa rebelión del ogro verde contra su aburguesamiento de padre de familia le hace añorar aquellos tiempos mejores en los que se dedicaba simplemente a ser un ogro feliz en su ciénaga y asustar a todo el mundo hasta firmar un fáustico pacto con el villano de la función -un pegajoso, repulsivo y sin embargo divertido Rumpelstilkin que bien podría ser uno de esos banqueros que nos hacen firmar hipotecas sin explicarnos bien la letra pequeña, uno de los aspectos positivos de la función – que lo lleva a un universo paralelo en el que nunca liberó a Fiona del castillo ni conoció al resto de personajes secundarios.


Se conforma así una suerte de fábula digna del Frank Capra de ¡Que Bello es Vivir! que esconde una defensa a ultranza de los valores familiares más conservadores, un cuento tradicional que supone la excusa perfecta para volver por los caminos anteriormente recorridos con mínimas variaciones para solaz de los incondicionales de la saga y desesperación del que busque en vano los restos de la provocación trasgresora que nos conquistó hace una década. Y es que, francamente, no hay nada demasiado estimulante a estas alturas en ver como se descubren de nuevo Asno y Shrek, en el ahora orondo Gato con Botas poniendo ojitos por enésima vez o en cómo conquistar un beso de amor de una Fiona convertida en guerrera de armas tomar con el corazón cerrado. Todo tiene cierto aire de refrito, de fórmula agotada recocinada con bastante poca gracia


Una de las razones del éxito de Shrek es que en cierta forma proponía una fórmula capaz de seducir a los más pequeños mientras los adultos podían disfrutar de las referencias cafres que dinamitaban los cuentos tradicionales desde dentro. Lo extraño es que esa fórmula se ha ido desequilibrando con cada entrega hasta el punto de que muchos de los temas tratados iban teniendo un contenido cada vez más serio, un proceso paralelo al de la evolución de ese niño grande y gamberro que en el fondo es Shrek para convertirse en un adulto responsable.

Hasta tal punto es la cosa que en esta cuarta película los autores parecen haberse olvidado de los niños, capaces de aburrirse soberanamente durante largos tramos de una película en la que no abundan precisamente los golpes divertidos ni las escenas de acción desbordante - en el pase en el que yo estuve hasta hubo unos cuantos que obligaron a sus padres a sacarlos de la sala antes de que terminara - y que juega con elementos como universos paralelos, personajes reconocibles en apariencia que no se comportan como se espera de ellos y frustraciones vitales que aventuro que no les debe resultar nada fácil desentrañar.

Por supuesto Shrek Felices Para Siempre contiene momentos inspirados – la repetición de insufribles escenas familiares del comienzo está narrada con cierta gracia, el flautista de Hamelin y su forma de convertir una emboscada de ogros en una especie de baile masivo digno del Día del Orgullo Gay es sin duda uno de los mejores golpes del filme – y sigue teniendo un excelente gusto para los temas que jalonan su BSO – mención especial al Top of the World de los Carpenters que suena en el día de esparcimiento de Shrek o al atrevimiento de usar el ochentero Hello de Lionel Ritchie – pero es tal la deriva de la franquicia que esperemos que sea cierto que esta cuarta entrega sea la definitiva. De seguir así, no sería de extrañar que Shrek volviera convertido en un verde cristiano renacido fiel votante de Bush. Y tampoco es eso.


Este artículo se publicó en Voz Emérita el Lunes 19 de Julio

viernes, julio 09, 2010

Una Noche para Recordar con Roque Baños

En un arte que aglutina tantas y tan valiosas disciplinas como es el cine, confieso que hay pocas a las que le dé tanta importancia como su banda sonora. La música posee una fuerza arrolladora, una capacidad de crear atmósferas y de emocionar casi infinita. En ocasiones una melodía puede contarte mejor que una mirada como es, como siente un personaje, revelarnos cosas ocultas o al menos sugerirnos que las esconde, alargar y acortar los metrajes, añadir profundidad y sustancia al plano. Los compositores, que casi siempre suelen trabajar sobre las imágenes ya grabadas, a menudo comentan que una vez que los directores ven lo rodado junto a la música que le acompaña, es muy frecuente que descubran recursos inesperados, emociones distintas, incluso una película completamente nueva. Me parece admirable y a la vez dificilísimo conseguir ese delicado equilibrio que debe sugerir, completar y no imponer desde fuera al espectador lo que debe sentir.


Roque Baños, sin discusión uno de los más brillantes compositores que tiene este país, lleva años intentando que la música de cine se imponga a los prejuicios y el desdén con el que a menudo es tratada. Su argumento es irrefutable ¿Quién dice que un espectador cualquiera no puede disfrutar de una música que, aunque pensada para ilustrar una pantalla, puede por si misma abrirse paso al corazón del espectador incluso aun cuando éste no haya visto la película en cuestión? Su forma de probarlo consiste en dar conciertos por todas partes, llevar su maravillosa música a los escenarios más diversos y, por supuesto, emocionar a todo el que le escucha con el más simple y poderoso de los motivos: la belleza. Porque Roque Baños no solo crea música para películas, crea belleza. Y buscar la belleza sigue siendo una de las mejores razones para estar en este mundo.


Ha sido un privilegio que la 56 Edición del Festival de Mérida haya abierto sus puertas con Roque Baños dirigiendo a la Orquesta de Extremadura, ofreciéndonos su música. Y ha sido una lástima que apenas seiscientas personas acudieran a disfrutar de semejante regalo. Pero los que allí estuvimos sabemos que asistimos a algo especial, fuimos testigos de cómo un autor y una orquesta se iban sobreponiendo a haber dispuesto solo de tres días de ensayos previos, al hecho de tocar en un ambiente muy distinto al que están acostumbrados, a la acústica que proporciona el Teatro Romano. El comienzo, con una obra reciente dedicada al Casino de Murcia que nada tiene que ver con el cine, mezcla de marcha triunfal y danza árabe, pudo descolocar algo al personal pero sin tiempo para digerirlo ya estaban las emocionantes melodías de Las Trece Rosas tocando la fibra del espectador, poblando de dolor, tristeza y emoción las viejas piedras del auditorio. Un nuevo cambio de tercio nos llevó por los caminos de la inquietud con un punto de locura muy al estilo de Bernard Herrmann con la juguetona y ambiental partitura creada para La Comunidad, una de las siete colaboraciones de Roque Baños con Alex De La Iglesia en lo que para este cronista es una de las más felices y fecundas asociaciones del cine español. La Sinfonía Aragón, creada para la Expo 2008 de Zaragoza, una pieza de enorme capacidad de sugerencia, cerró de forma brillante el primer acto.


Tras el descanso, la épica fue la nota predominante con la fuerza del majestuoso score de El Corazón del Guerrero, aquella fantasía de espada y brujería con la que Baños inició su colaboración con otro director fundamental, Daniel Monzón, que años más tarde poblaría de poderosas percusiones la cárcel donde se desarrollaba la acción de la película más premiada del año pasado, la enérgica Celda 211. Fue quizás durante la interpretación de ésta última donde la Orquesta pudo lucir en todo su esplendor aunque para mi gusto la compleja y sutil música de Alatriste quizás fuera el momento culminante de la noche: imposible no sentir las fanfarrias y su dolorosa épica, no emocionarse con la hermosura de la triste derrota de Cuenta lo que Fuimos, aun sin el añorado coro que tantos, Roque el primero, echamos de menos.


Unas palabras de agradecimiento, un bis con la jota de la Sinfonía Aragón y antes de que pudiéramos asimilarlo, ese músico tan genial como sencillo había desaparecido del escenario. A veces no hace falta una pantalla para llenarnos el corazón de emoción y de sueños.

Este artículo apareció el lunes 12 de Julio en el periódico Voz Emérita

domingo, julio 04, 2010

TWO LOVERS Entre el Deseo y la Comodidad

Dice Woody Allen que el corazón es un músculo muy pero que muy elástico. Tiene razón. Los seres humanos dedicamos gran parte de nuestra vida a satisfacer nuestras necesidades emocionales moviéndonos casi siempre a tientas en una penumbra en la que no solo no estamos seguros de lo que quiere el otro sino que ni tan siquiera tenemos claro que queremos nosotros mismos. Por si eso fuera poco a menudo sucede que cuando estamos a punto de consolidar una relación, el corazón sigue sus propios caminos y nos tiende en el camino la promesa de otra muy distinta, a veces con alguien inalcanzable, que nos hace dudar y nos obliga a repensar nuestras decisiones.

Two Lovers se estructura como si fuera una comedia romántica. Su melancólico protagonista, Leonard Kraditor, un aprendiz de suicida sumamente inestable - la primera escena de la película, con su salto a un río helado y su posterior indiferencia e incluso enfado con aquellos que le salvan de su destino, es sumamente reveladora de su incapacidad para sobrellevar una vida "normal" tras un desengaño amoroso - atrapado en ese entorno familiar tan protector como asfixiante característico de todas las películas realizadas hasta la fecha por James Gray (Cuestión de Sangre, La Otra Cara del Crimen, La Noche es Nuestra), se debate entre dos mujeres muy distintas, casi podría decirse que opuestas.

Sandra (una encantadora Vinessa Shaw que Gray tiene la inteligencia de no mostrar como una mujer banal en su dulzura, sino abnegada y conmovida por la sensibilidad de Leonard) representa la seguridad, el cariño, la tranquilidad de espíritu, la presumible compañera ideal para un futuro estable y es su propia familia quien le abre las puertas para que esa relación se consolide. Michelle (una Gwyneth Paltrow que dinamita su dulzura habitual para dar vida a una especie de inconsciente femme fatale a la que acompañan no las malas intenciones sino una natural tendencia a la fatalidad) es una mujer etérea que bajo su hermosa apariencia esconde una inestabilidad y una inseguridad pareja a la del propio Leonard y quizás por eso éste se ve irremisiblemente atraído por ella hasta el punto de comportarse como un adolescente enamorado y dejarse llevar por la pasión que siente por la promesa de una relación inalcanzable, pues ella se haya atrapada en otra relación con un hombre casado.

Con Sandra se relaciona siempre en entornos protegidos, seguros - su propia casa, la habitación, una fiesta familiar - mientras que con Michelle se encuentra en sitios clandestinos que alimentan la sensación de trasgresión a la vez que nos hablan de la imposibilidad de esa relación, siempre en el aire: una fría azotea, una disco frenética, un restaurante caro. Cuanto más presiona el entorno para que Leonard se deje envolver por la cálida Sandra, más siente aquél la necesidad de huir con esa vecina a la que espía desde la ventana de su habitación, no por casualidad situada unos pisos por debajo de la de Michelle, una forma elegante de sugerir las diferencias insalvables entre ambos, pese a su progresivo acercamiento.


A James Gray no le interesa la comedia romántica. Solo utiliza ese esquema como punto de partida para elaborar un denso y melancólico drama sobre la vulnerabilidad de un hombre enamorado, atrapado entre su pasión y el confort, un hombre incapaz de tomar una decisión no porque no quiera hacerlo sino porque ésta le viene impuesta desde fuera, como si se tratara de una marioneta que trata de forma inútil de rebelarse contra las fuerzas de un destino caprichoso y cruel. Gray subraya todo esto con una puesta en escena extremadamente elegante en la que se contrapone la calidez de sus encuentros con Sandra con unos planos cerrados que transmiten la idea de una prisión mientras que por el contrario sus encuentros con Michelle en espacios abiertos como los de esa helada azotea no hacen sino reforzar la idea del distanciamiento entre ambos por más que Leonard se esfuerce en acercarse a ese ideal que ella representa.

Joaquin Phoenix, en una interpretación memorable, convierte a Leonard en una figura trágica, un amante de una fragilidad dolorosa incapaz de sublimar su pasión incluso cuando intuye que es irrealizable y a pesar de la promesa de placidez que le ofrece Sandra. Porque en el fondo, nos viene a decir su realizador, aunque todos valoremos en la balanza la seguridad y el confort que nos ofrece aquel que nos quiere por lo que somos, a menudo nos dejamos arrastrar por esa pasión arrebatadora que nos induce una emoción altamente adictiva.


Two Lovers es material peligroso porque nos pone enfrente un espejo que nos obliga a confrontar aquello que somos con lo que una vez soñamos con ser. Es ahí donde posee una cualidad muy perturbadora capaz de afectarnos profundamente, pues su carácter subversivo no reside en una maniquea apología de perseguir nuestros sueños sea cual sea el precio a pagar por ello sino precisamente plantear un improbable retorno al orden habitual de las cosas como alternativa, incluso como forma de supervivencia emocional. El último plano de la película, en el que la mirada de Leonard nos interroga directamente cuando Gray se ha estado esforzando en todo momento para que no juzguemos a sus personajes, produce un desasosiego considerable no solo porque nos obligue a repasar bajo esa luz nuestras propias decisiones del pasado, sino porque nos muestra un desamparo ante la falta de elección que acaso también sea el nuestro.


Este artículo, levemente modificado, se publicó el Lunes 5 de Julio en el periódico gratuito Voz Emérita

Días de cine: Two lovers