En una brillante escena de Ratatouille, otra joya de la factoría Pixar, un exigente crítico gastronómico probaba un plato de pisto e inmediatamente sufría un viaje que lo transportaba de cabeza a su más tierna infancia, a los tiempos en que su madre le preparaba tan simple y sabroso plato, desarmándole de tal forma y provocándole tal emoción que no le quedaba otra que rendirse a las habilidades culinarias del más improbable chef de la historia del cine, una rata. Como aquel crítico, yo sufrí una conmoción parecida con la primera escena de esta maravillosa Toy Story 3, una secuencia de acción y aventura digna de cualquier prólogo de Indiana Jones en la que, por vez primera en la trilogía protagonizada por estos juguetes de plástico, el punto de vista de la historia no es el suyo, sino el del niño que da rienda suelta a un universo fantástico impulsado por la imaginación que los transforma en algo que va mucho más allá de su apariencia o su función inicial. Caí en la cuenta que yo era ese niño y cualquiera que alguna vez recreara un mundo de aventuras en su habitación gracias a su imaginación y sus juguetes sentirá lo mismo, por muy enterrado que tenga ese recuerdo en la memoria. Es algo prodigioso.
Ese arrollador comienzo entronca de forma directa con el emotivo final de la película, en la que el inevitable paso de la infancia a la edad adulta de ese Andy a punto de irse a la universidad se asume con la naturalidad de aquel que, pese al dolor y la nostalgia, comprende que solo desde la necesidad de dejar atrás y a la vez incorporar al presente aquel niño que una vez se ha sido, se puede seguir creciendo en el futuro.
La herencia que uno debe dejar a los que vienen detrás de él es abrirles la posibilidad de disfrutar de ese u otros mundos mágicos, porque el juego nunca terminará mientras haya niños dispuestos a empezar de nuevo. Parece un concepto sencillo, pero no lo es en absoluto y ahí reside quizás una de las claves del éxito película tras película de Pixar, su innegable capacidad de tocar temas muy profundos partiendo de planteamientos engañosamente simples y accesibles a todo tipo de público.
En medio del arco que forman esas dos escenas clave del prólogo y el final contadas desde el punto de vista de Andy, nos reencontramos de nuevo con esos juguetes con vida y sentimientos humanos, sufriendo desde su condición inmutable la impotencia de asistir al crecimiento de un dueño que ya no siente el deseo de jugar con ellos, que aceptan el destino de vivir en un trastero como mal menor frente a la posibilidad de convertirse en desechos o que se atreven a soñar con hacer felices a otros niños si son donados a una guardería. Uno comprende sus miedos, sus incertidumbres, su resistencia a aceptar el arrinconamiento. El concepto sigue siendo asombroso, aunque estemos ya en la tercera entrega de la serie: una confusión y un dolor muy humanos representados en unos juguetes de plástico capaces de generar profundas emociones en el espectador.
Es sencillamente increíble la forma en la que Toy Story 3 cambia de género de forma constante: la aventura, el drama, la comedia, el cine de mafiosos, el terror, el cine carcelario y el cine de acción se suceden con pasmosa naturalidad, como si fuera lo más fácil del mundo. Semejante acumulación de géneros provoca que uno jamás sea capaz de anticipar por donde va a transcurrir la película en el instante siguiente y el talento de sus creadores reside en servir todo con el habitual despliegue de ideas y gags brillantes: tanto el ambiguo Ken como ese oso con olor a fresa convertido con buenas razones en el Tony Soprano de la guardería - donde se reproduce en cierta forma una variante del memorable gag de los juguetes escondidos de Tin Toy, uno de los primeros cortos de la casa -, el inquietante bebé gigante - atención a la escena nocturna en el columpio -, el increíble personaje del mono vigilante o las vueltas de tuercas al Señor Patata - la imaginación al servicio de las múltiples posibilidades de un personaje que por momentos nos lleva por el camino del más puro surrealismo - y ese Buzz Lightyear reseteado son solo leves apuntes de esa creatividad desbordante marca de la casa que, por más que esperada, jamás deja de sorprendernos.
Por cierto, no se les ocurra llegar tarde al cine. Se perderían otra obra maestra en formato corto llamada Día y Noche en la que el 2D y el 3D, utilizado con una profundidad y riqueza de recursos impresionantes, se dan la mano en lo que resulta una contundente declaración de intenciones sobre el futuro de la animación. Que en Pixar es presente, claro.
Ese arrollador comienzo entronca de forma directa con el emotivo final de la película, en la que el inevitable paso de la infancia a la edad adulta de ese Andy a punto de irse a la universidad se asume con la naturalidad de aquel que, pese al dolor y la nostalgia, comprende que solo desde la necesidad de dejar atrás y a la vez incorporar al presente aquel niño que una vez se ha sido, se puede seguir creciendo en el futuro.
La herencia que uno debe dejar a los que vienen detrás de él es abrirles la posibilidad de disfrutar de ese u otros mundos mágicos, porque el juego nunca terminará mientras haya niños dispuestos a empezar de nuevo. Parece un concepto sencillo, pero no lo es en absoluto y ahí reside quizás una de las claves del éxito película tras película de Pixar, su innegable capacidad de tocar temas muy profundos partiendo de planteamientos engañosamente simples y accesibles a todo tipo de público.
En medio del arco que forman esas dos escenas clave del prólogo y el final contadas desde el punto de vista de Andy, nos reencontramos de nuevo con esos juguetes con vida y sentimientos humanos, sufriendo desde su condición inmutable la impotencia de asistir al crecimiento de un dueño que ya no siente el deseo de jugar con ellos, que aceptan el destino de vivir en un trastero como mal menor frente a la posibilidad de convertirse en desechos o que se atreven a soñar con hacer felices a otros niños si son donados a una guardería. Uno comprende sus miedos, sus incertidumbres, su resistencia a aceptar el arrinconamiento. El concepto sigue siendo asombroso, aunque estemos ya en la tercera entrega de la serie: una confusión y un dolor muy humanos representados en unos juguetes de plástico capaces de generar profundas emociones en el espectador.
Es sencillamente increíble la forma en la que Toy Story 3 cambia de género de forma constante: la aventura, el drama, la comedia, el cine de mafiosos, el terror, el cine carcelario y el cine de acción se suceden con pasmosa naturalidad, como si fuera lo más fácil del mundo. Semejante acumulación de géneros provoca que uno jamás sea capaz de anticipar por donde va a transcurrir la película en el instante siguiente y el talento de sus creadores reside en servir todo con el habitual despliegue de ideas y gags brillantes: tanto el ambiguo Ken como ese oso con olor a fresa convertido con buenas razones en el Tony Soprano de la guardería - donde se reproduce en cierta forma una variante del memorable gag de los juguetes escondidos de Tin Toy, uno de los primeros cortos de la casa -, el inquietante bebé gigante - atención a la escena nocturna en el columpio -, el increíble personaje del mono vigilante o las vueltas de tuercas al Señor Patata - la imaginación al servicio de las múltiples posibilidades de un personaje que por momentos nos lleva por el camino del más puro surrealismo - y ese Buzz Lightyear reseteado son solo leves apuntes de esa creatividad desbordante marca de la casa que, por más que esperada, jamás deja de sorprendernos.
Por cierto, no se les ocurra llegar tarde al cine. Se perderían otra obra maestra en formato corto llamada Día y Noche en la que el 2D y el 3D, utilizado con una profundidad y riqueza de recursos impresionantes, se dan la mano en lo que resulta una contundente declaración de intenciones sobre el futuro de la animación. Que en Pixar es presente, claro.
Este artículo se publicó en el periódico Voz Emérita el lunes 26 de Julio