domingo, julio 17, 2011

HARRY POTTER Y LAS RELIQUIAS DE LA MUERTE Parte II: Fin de una Era


La decisión tomada en su momento de dividir el séptimo y último libro de las aventuras de Harry Potter en dos películas ha dado lugar a un fenómeno de lo más interesante. Por un lado la primera parte desconcertó a un buen puñado de los seguidores de la serie al configurarse como una obra de corte intimista cuyo ritmo, mucho más cadencioso, y tono, aun más melancólico y sombrío, parecían el fruto lógico de la evolución de una serie que ha ido arrinconando progresivamente el sentido del humor y la parte lúdica de la aventura que marcaron sus primeras entregas, convirtiendo cada nueva película en una experiencia cada vez más desasosegante. Exiliados, confusos y perseguidos, Potter, Ron y Hermione deambulaban por tierras inhóspitas más propias de un, digamos, Cormac Mc Carthy que del luminoso y mágico mundo presentado por J.K. Rowling. A eso hay que sumarle que, al arrancar esta última película a la mitad del nudo del libro, uno pueda sentir cierta sensación de vértigo: Yates y Kloves no se andan con tonterías ni recordatorios y desde la primera secuencia, con ese sombrío plano dreyeriano de Snape observando desfilar a sus pupilos en lo que no es sino un claro guiño al Metropolis de Fritz Lang, sienta las bases de ese tono trascendente del que se sabe cercano al duelo-clímax final y lo anticipa y sostiene como un trompetista de jazz una nota aguda de principio a fin, lo que por momentos puede resultar algo agotador.

Así pues, si uno no tiene más o menos actualizados sus conocimientos del universo Harry Potter, corre el riesgo de perderse de vez en cuando no solo por un argumento que da por sentado que has visto las siete películas anteriores sino que lo has hecho ayer mismo, tal es el recorrido por escenarios previos de la saga, referencias a hechos anteriores y a pasados de personajes que incluyen intrincadas genealogías, relaciones cruzadas, juegos de apariencias y, claro está, encajes de bolillos para atar los numerosos cabos sueltos dejados aquí y allá en estos años. Cine serial en estado puro, que no se detiene a pensar si resulta suficiente con lo que ofrece por sí mismo sin la ayuda de los libros porque asume que el espectador de las películas es asimismo lector, presunción cuanto menos peligrosa. Sin embargo, así está establecido el juego de esta franquicia desde el principio. La última entrega es solo la exacerbación del mismo hasta límites insospechados que la convierten en un fenómeno francamente curioso y hasta me atrevería a decir que único en la historia del cine.

Una vez dicho esto, hay que señalar que David Yates ha ido consolidando su pericia como realizador con cada una de las cuatro películas de la serie de las que se ha encargado, con lo que todos hemos salido ganando. Si la primera parte de Las Reliquias de la Muerte era una película íntima que precisaba de una atmósfera melancólica muy particular, en la segunda el choque del Bien y el Mal con Hogwarts como campo de batalla domina la mayor parte del filme, con lo que se precisaba un trabajo de corte épico del que Yates sale bastante bien parado. A ello ayuda no poco el excelente trabajo del equipo de dirección artística, los impecables efectos visuales y, por encima de todo, los soberbios trabajos del maestro Eduardo Serra en la fotografía y de un cada vez más inspirado Alexandre Desplat en una BSO sumamente compleja, épica y cálida a la vez.

Lo cierto es que Yates se las apaña bastante bien para, en el marasmo de luchas, choques de varitas y destrucción masiva, generar emoción en algunos momentos en los que uno puede sentir a la platea contener el aliento en silencio. Poco importa que el trío de actores principal no ofrezca mayores registros interpretativos de lo visto hasta ahora, que el desnarigado Voldemort sea un espantajo cada vez mayor en manos de un Ralph Fiennes desatado al que el doblaje le otorga la misma capacidad de atemorizar que aquel doberman de voz aflautada de Up, que las bajas se vayan acumulando sin apenas tiempo para asimilar su desaparición o que sutilidades de la trama transcurran con demasiada rapidez ante nuestras retinas en esa apresurada carrera por llegar al duelo final: Yates lo compensa con un buen sentido del ritmo, sacando partido de ese Alan Rickman que nos confirma una vez más que su Severus Snape es el más complejo y mejor personaje de la saga, haciendo que Maggie Smith cobre un inusitado protagonismo o dejando que la música de Desplat y la foto de Serra se apoderen de la función para cubrir cualquier carencia.

Curiosamente, el clímax final tiene algo menos de fuerza que algunas de las escenas precedentes, posiblemente porque sostener la película en un plano tan trascendente tanto tiempo acaba por cobrarse su precio. Pero pese a eso y a un sonrojante epilogo final que no funciona por pura falta de credibilidad – atención al careto de agobio que tiene la nueva generación ante la perspectiva de ir a Hogwarts y compárese con la primera película: parece como si todos supieran los terrores que allí les aguardan – la verdad es que esta Harry Potter y las Reliquias de la Muerte es un cierre más que digno a una saga repleta de claroscuros que, siendo justos, ha tenido tiempo de ofrecernos a lo largo de una década muchos momentos espléndidos – sigo pensando a día de hoy que la mejor película de la saga es la de Cuarón, Harry Potter y el Prisionero de Azkaban – mezclados con otros episodios mucho menos brillantes. Aun así, no conviene relativizar la importancia del fenómeno Harry Potter: el hueco que deja su desaparición será difícil de cubrir por otra saga capaz de aunar aventura, fantasía, magia, ternura y tenebrismo con tanta habilidad como la creada por J.K. Rowling, retroalimentada a su vez de su traslación en imágenes a la pantalla en sus últimas entregas. Lo dicho, un fenómeno digno de estudio.


lunes, julio 04, 2011

BLACKTHORN, Magnifico Western


Los habituales de este blog, que alguno habrá a estas alturas, sabrán ya que servidor está mucho más interesado en recomendar el que en su opinión es el cine que merece la pena descubrir antes que denostar la mediocridad que llega habitualmente a nuestras pantallas, incluso cuando ello implique hablarles de películas de festivales lejanos o de estrenos que, debido a los designios inescrutables de la exhibición, no tendremos la suerte de disfrutar en Mérida. Es el caso de Blackthorn, notable western crepuscular de Mateo Gil estrenada por suerte en Cáceres, una película que deberían animarse a descubrir todos aquellos que sienten el cine con genuina pasión, pasión que sospecho muchos, como yo mismo, forjarían en parte en su infancia con ese reconocible género al que dieron forma y dejaron sello autores tan diversos como John Ford, Clint Eastwood, Sergio Leone o Sam Peckinpah, por citar solo algunos.

La primera sorpresa es que este western es español, aunque con reparto internacional y lo dirige con notable inteligencia Mateo Gil, colaborador habitual de Alejandro Amenábar en los guiones de todas sus películas y responsable hace años de una interesante aunque fallida película, Nadie Conoce a Nadie, que desde luego no sirve como precedente a la hora de enjuiciar este nuevo y arriesgado trabajo en el que embarca al espectador en una hipótesis de lo más estimulante: qué habría sucedido si, contrariamente a lo que ocurrió en la vida real y lo que se nos contaba en el clásico Dos Hombres y Un Destino, el forajido Butch Cassidy no hubiera fallecido en la compañía de su cómplice Sundance Kid en un enfrentamiento con el ejercito boliviano tras un fallido atraco a un banco, sino que hubiera sobrevivido bajo otra identidad durante veinte años, dedicándose a criar caballos en su rancho, retirado del mundanal ruido.

Blackthorn se desarrolla así en la Bolivia de los años veinte, donde nos reencontramos con un Butch Cassidy cansado, decidido antes de que sea demasiado tarde a hacer el viaje de regreso y enterrar de paso algunos fantasmas. Basta echar un vistazo al rostro marcado por el tiempo, al andar pesado y la mirada cargada de nostalgia del soberbio Sam Shepard para darse cuenta que estamos ante un personaje de la misma estirpe de esos viejos supervivientes de vuelta de todo que tanto entusiasmaban a Ford o Peckinpah, hombres duros en apariencia y sensibles por dentro, atravesados por cientos de cicatrices externas e internas, que mantenían un inquebrantable código moral que les sirviera como brújula moral con la que conducirse en un mundo que ya no reconocen como el suyo y al que ya apenas pertenecen. Su viaje de vuelta se verá truncado por un encuentro desafortunado que le obligará a vivir unas circunstancias en las que, obligado a tomar partido, su sentido del bien y el mal, de la decencia y la lealtad a sus principios serán su única guía.

Mateo Gil maneja de forma extraordinaria todos los elementos reconocibles del género, demostrando un profundo conocimiento del mismo y la firme resolución de huir del mero homenaje o la falsa impostura. Da igual que el escenario sea Bolivia y la época sea algo posterior a la que todos asociamos con el western: todo lo que percibimos en la película tiene el inconfundible sabor de la mejor tradición del género tanto en su iconografía con esos espacios abiertos, esos desiertos que han de cruzarse, esas hogueras nocturnas en las que reaparecen los fantasmas del pasado o esas cabalgadas interminables como en los personajes que lo pueblan, mercenarios, atracadores, indígenas buscando cierta justicia ante los abusos y agentes de la ley que, como aquel Pat Garrett, pierden la razón de su existencia cuando finalmente se encuentran ante el objeto de su obsesión durante años.

Si Sam Shepard realiza una composición antológica, repleta de hondura y autenticidad, de ese hombre cansado y de vuelta de todo, sorprende encontrarse con un Eduardo Noriega capaz de aguantarle a ratos el tipo en su papel de forajido arribista. Y Stephen Rea y Magaly Solier consiguen con sus personajes otorgarle aun más credibilidad a la propuesta, probablemente una de las mejores películas que nos va a ofrecer el cine español este año, una apuesta arriesgada repleta de personalidad a la que hay que saludar desde ya como una más que agradable sorpresa.

LO MEJOR: Sam Shepard, inconmensurable. Su composición pertenece a esa ilustre estirpe de viejos supervivientes que pueblan los universos de Ford, Eastwood y sobre todo, Peckinpah. Su Butch Cassidy se te queda fijado en la memoria.


LO PEOR: Que siempre habrá algún idiota que, para glosar sus virtudes y pensando que le hace un cumplido cuando es justo lo contrario, dirá esa sobada gilipollez de “es tan buena que no parece española”


¿POR QUÉ… no hay en nuestra cinematografía muchos más productores osados capaces de confiar en el talento de nuestros creadores, capaces de llevar a buen puerto propuestas tan arriesgadas y sin embargo notables como las que nos ocupa?

Este artículo, levemente modificado, apareció en el periódico Voz Emérita el lunes o4 de Julio