viernes, enero 25, 2008

4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS Terror Cotidiano

Si fuera necesario definir con una sola palabra una película por otra parte tan rica y compleja como esta impresionante obra del rumano Cristian Mungiu, yo me quedaría sin dudarlo con “angustiosa”. Aun recuerdo muy bien como, en pleno Festival de Cine de Sevilla, mi primer visionado de este filme me produjo tal nudo en la garganta, tal ineludible sensación de que había asistido a una experiencia vital tan diferente y poderosa, que forzosamente hube de renunciar a las otras dos películas que tenía pensado ver esa tarde y dediqué las siguientes horas a reflexionar sobre lo que acababa de ver.

4 Meses... es lo que los críticos suelen denominar una película rigurosa. Se aplica este calificativo cuando un filme propone desde un primer momento un diálogo con el espectador que consiste en establecer una serie de reglas de puesta en escena que por supuesto mantiene con absoluta coherencia durante el resto de la propuesta, traicionándolas solo cuando busca sorprender al espectador o remarcar de alguna forma algo especialmente importante para el autor. En el caso de la película rumana, todo está pensado crear una atmósfera desasosegante, la misma atmósfera pesada, cruel y gris de la Rumanía de hace 20 años, donde la gente sobrevivía a los últimos años del régimen comunista de Ceaucescu trapicheando con todo tipo de mercancías, mirando por encima del hombro para protegerse de un sistema represivo hasta la asfixia y desconfiando de todo y de casi todos, única forma de sobrevivir en un país donde un simple recepcionista de hotel podía convertirse en una amenaza muy real.

Esa atmósfera se consigue a base de una fotografía plomiza que cala en el ánimo del espectador mientras frente a sus ojos se despliega una realidad sórdida y asumida por los que la habitan, una insobornable determinación por el plano fijo dilatado mucho más tiempo del habitual cuando la acción tiene lugar en cualquier espacio cerrado – lo que ayuda a aumentar la sensación de opresión del espectador – y una cámara al hombro que sigue a los personajes de cerca cuando se trasladan de un sitio a otro. Que la peripecia de Otilia y Gabita se comprima en unas pocas horas, la asfixiante sensación de verosimilitud que desprende el relato y la enorme fuerza dramática de algunas de sus secuencias, ciertamente de difícil digestión, hacen de 4 Meses... una valiosa experiencia muy, muy alejada de lo que estamos acostumbrados a ver en pantalla.

Con todo, quizás haya que buscar las mejores virtudes de 4 Meses... en su mirada esquinada a la realidad. No puede decirse que sea una película de denuncia al uso sobre la realidad social de la Rumanía de aquellos tristes años, por más que la descripción que hace de la misma deja al espectador con una idea sumamente clara sobre lo que aquella gente tuvo que pasar en su momento, ni tampoco es una película que se postule moralmente sobre el aborto, por más que la preparación de ese aborto clandestino en una sociedad que castiga duramente a aquellos que lo llevan a cabo sea el motor argumental de la película.

Si hubiera que extraer un tema de la película ese sería el de la supervivencia y la enorme fuerza de ciertos vínculos de amistad que obligan a hacer imprevistos y dolorosos sacrificios. El personaje de Otilia, una esplendida Anna Maria Marinca, protagonista de la cinta aun cuando no es a ella a quien van a practicarle el aborto – una idea absolutamente genial de Mungiu, que desplaza así de forma brillante el centro del relato sin perder un ápice de fuerza dramática, sino más bien todo lo contrario – verá puesta a prueba de forma insoportable todas las bases sobre las que asienta su estabilidad por un admirable sentido de la lealtad hacia la inconsciente Gabita.

Mungiu no hace concesiones. Su cámara desgrana lo que sucede con un abundante despliegue de recursos narrativos que demuestra dominar: es implacable su sentido del ritmo, el acertado uso de las elipsis como elemento narrativo que nos permite de vez en cuando respirar aun cuando saber lo que ocurre más allá de los límites de la pantalla genera la misma o incluso mayor inquietud en el ánimo del espectador, destaca la forma de pasar de unas situaciones a otras buscando anticlímax que tampoco desvían por completo la atención del espectador de lo importante (¡esa delirante cena en casa de los padres del novio de Otilia!) y finalmente, sorprende la deriva absoluta hacia el puro género de terror adoptando incluso alguno de los recursos estilísticos del mismo. Incluso su cortante plano final, que en cierto modo interroga al espectador sobre su papel como incómodo testigo de la terrible historia a la que acaba de asistir, pone de manifiesto una vez más la vocación de su autor de huir de fórmulas complacientes, ni siquiera cuando el espectador pide aire a gritos.

4 Meses... Palma de Oro en Cannes, Premio Fipresci a la Mejor Película del año y Mejor Película Europea del 2007 según la Academia del Cine Europeo es una de esas obras importantes pero incómodas para el gran público, de esas que no hacen grandes taquillas y, con un poco de mala suerte, pasan como un suspiro por la cartelera. Sería una lástima que pasara desapercibida por las pantallas españolas cuando posiblemente estemos hablando de una de las películas más trascendentes que ha dado el cine europeo en los últimos añós. Búsquenla. Puede que no me perdonen el mal rato, la angustia y el desasosiego, pero al mismo tiempo sentirán que descubren una enorme película.

4 Meses, 3 Semanas, 2 Días, que estuvo en el II Festival de Cine inédito de Mérida, no se ha estrenado al escribir estas líneas en ninguna sala de Extremadura.


viernes, enero 18, 2008

EN EL VALLE DE ELAH, Sobriedad y Contundencia

Un hombre sobrio que es la viva imagen de la profesionalidad, la dureza, la dignidad y el desgarro más absoluto tras sufrir por segunda vez el dolor de la pérdida de un hijo, se enfrenta a la nada cómoda tarea de contarle a un chaval de pocos años un cuento para dormir. Ante su incapacidad para leer un cuento tradicional, opta por explicarle a David el origen de su nombre, de cómo su homónimo bíblico, siendo apenas un crío de pocos años más que él y armado con solo una honda, se enfrentó en el Valle que da título al filme al guerrero más poderoso y temible de su tiempo y, contra todo pronóstico, le derrotó gracias a su fe, su determinación y su valor cuando lo lógico es que Goliat le hubiera despedazado. Unos días más tarde y tras haber suplicado por una honda, el niño confiesa a su madre que no entiende cómo aquel rey pudo mandar a David a lo que sin duda era una muerte segura, siendo éste apenas un niño, subvirtiendo así el sentido moral del relato. Es solo un ejemplo de los múltiples recursos que utiliza Paul Haggis en ésta su segunda y durísima película para combatir los mensajes simples con los que los estadounidenses han sido bombardeados en los últimos tiempos por parte de su gobierno y con la complicidad de unos medios dóciles para justificar la intervención militar en Afganistán e Irak.

Sin embargo En El Valle de Elah no es una película sobre Irak, por más que su sombra y, sobre todo, aquello en lo que convierte a los soldados que en ella participan sea una presencia omnipresente de la que uno no puede liberarse. Su contundencia radica en su mirada esquinada a las consecuencias del conflicto y en su persistente afán de hacer evolucionar de manera tan natural como continua a todos los personajes que participan en su trama, embarcarlos en un viaje emocional de profundo calado tras el cual no volverán, no pueden volver a ser, las personas que lo iniciaron a la luz de esos terribles descubrimientos.

Nada representa mejor esa voluntad de mostrar la progresión evolutiva de un personaje que su protagonista, un fabuloso Tommy Lee Jones al que solo con mirar su pétreo rostro introvertido, sus metódicos rituales producto de años de educación militar y su determinación para averiguar la verdad de lo que se esconde tras la inesperada desaparición de su hijo en un permiso tras regresar de Irak, uno sospecha y finalmente confirma que bajo toda esa máscara de hombre entrenado para ocultar el dolor ante lo demás, hierve el desgarro de alguien a quien todo su sistema de valores fuertemente arraigado se derrumba por momentos.

La película de Paul Haggis es como un preciso mecanismo de relojería que usa la excusa de poco más que una nada original trama policial sobre un caso de desaparición y posterior investigación de un asesinato para contar cosas mucho más importantes. Hay que buscar su grandeza en su sobria exposición de los hechos, en la infinita delicadeza a la hora de evitar cualquier tentación de adoctrinar al espectador dejándole el mismo espacio que a Hank para que forme sus propias conclusiones, en su clásica puesta en escena (de una contención no reñida con la emotividad que recuerda de forma admirable al mejor cine de Clint Eastwood como muchos se han apresurado no sin razón a señalar), en la soberbia interpretación de todo su elenco – atención a esa Susan Sarandon que en apenas un puñado de escenas es capaz de transmitir no solo todo su enorme dolor y desesperación, sino años de múltiples desencuentros con el padre de sus hijos – y en la voluntaria huida de cualquier énfasis o subrayado – cfr. la ausencia de música en muchos momentos clave - que estropee el enorme calado de su mensaje.

Quizás por esa suma de virtudes choca tanto que Haggis, pese a haber construido una película soberbia y modélica sobre los horrores de la guerra sin recurrir a ella salvo a través de lo que vomitan a diario los informativos y la reconstrucción del horror a partir de un material dañado filmado por su propio retoño, caiga en la tentación de usar ese recurso relativamente fácil de la bandera izada al revés como señal internacional de auxilio como síntesis de una obra sumamente compleja. Es el único (y discutible) momento en el que Haggis sí pretende imponer su punto de vista sobre el del espectador, innecesario por cuánto éste ya ha tenido suficientes pruebas del abismo al que cualquier ser humano puede verse abocado al enfrentarse al horror no ya de ésta guerra sino de cualquiera de ellas: basta recordar la terrible escena del hijo que llora desconsolado y suplica a su padre que lo saque de ese infierno porque sabe en lo que se está convirtiendo y ese padre cuya única reacción es preocuparse por si los compañeros de su hijo son testigos de esa señal debilidad para capturar su esencia.

Sin embargo y más allá de ese pero o de la acusación quizá algo desmedida de que Haggis podría estar traicionando la carga de profundidad de su mensaje al abogar por esa idea tan americana de un radical individualismo de nobles valores y patrióticas intenciones que vayan más allá de las instituciones, salvaguardando así la buena conciencia del espectador tal y como ya hiciera en Crash, En El Valle de Elah es una película memorable que permite espacio a la discusión, obliga a reflexionar sobre la naturaleza humana y, por encima de todo, provoca una gran emotividad contenida que deja un nudo en la garganta de los que impiden articular palabra.

Como el Capitán Willard de Apocalypse Now al que daba vida Martin Sheen, el veterano del Vietnam Robert de Niro en El Cazador o, más acertadamente, como ese padre en busca de su hijo asesinado por los golpistas chilenos maravillosamente interpretado por Jack Lemmon en Desaparecido que toma conciencia de lo que su país puede llegar a sacrificar con la excusa de no se sabe muy bien qué intereses, el viaje al conocimiento y el horror de Hank Deerfield es de esos que obligan a replantearse toda una escala de valores y, en el fondo, toda una vida. Un viaje que puede que toda una generación se vea obligada a hacer pronto de nuevo.
En el Valle de Elah está actualmente en una sola pantalla de Extremadura, el Cine Conquistadores de Badajoz.

viernes, enero 11, 2008

EXPIACIÓN, Sobre la ficción y la realidad

Reconozco de entrada que no he leído la novela de Ian McEwan del mismo título en el que se basa esta película dirigida por Joe Wright y adaptada por Christopher Hampton. En lo que se refiere a las adaptaciones literarias no deja de ser, creo, una ventaja poder juzgar un filme exclusivamente en base a sus bondades o defectos sin tener que entrar en las lógicas comparaciones entre el material filmado y la película que cada uno se hace en su cabeza leyendo una novela, pero creo que merece la pena – aunque solo sea para dejar constancia de un par de comentarios muy repetidos entre las reseñas que he podido ver del filme – decir que por un lado parece ser que la película resulta extremadamente fiel a la base literaria de la que parte y que, según consenso más o menos generalizado, esta fidelidad extrema no le ha servido para superar la temida conclusión de que, con todas sus virtudes – de las que puedo adelantar que no carece en absoluto -, la versión de Expiación de Wright y Hampton no consigue llegar al nivel de conmoción y belleza que provoca la novela de Mc Ewan.

Esto, que en realidad no es bueno ni malo en si mismo ya que apañados iríamos si tuviéramos que juzgar todos los filmes que se hacen adaptando material literario según dicho razonamiento, no es más que un punto de partida para establecer que, para aquellos que como yo no han leído la novela y al desconocer la resolución de la misma no pueden anticiparse al interesante apunte final que obliga a rebobinar la película en su cabeza y replantearse todo lo que acaba de ver – aunque de un modo muy distinto al que lo hace, por poner un ejemplo, el cine de M. Night Shyamalan -, Expiación contiene al menos una muy interesante reflexión sobre las relaciones entre la ficción y la realidad o, más concretamente, la manera en la que puede llegar a utilizarse la ficción para reinventar o reformular la realidad según los intereses del autor, un elemento de discusión que por otra parte lleva acompañando al arte cinematográfico desde los mismos inicios de su existencia.

Centrándonos en el interesante filme de Joe Wright, Expiación está estructurado en tres partes bien diferenciadas, tanto temática como estilísticamente. El primer y mejor bloque apuesta claramente por plantear al espectador una inusual presentación de personajes que introduce uno de los temas centrales de la película: la objetividad de los hechos y la subjetividad del observador. Wright no utiliza un sistema demasiado novedoso, pero su puesta en escena es brillante: saltos en el tiempo, repetición de la misma escena desde puntos de vista distintos, un montaje medido que permite fijar un ritmo cadencioso adecuado al aburrimiento estival de los personajes y un acertado uso de una esplendida partitura de Darío Marianelli en la que los acordes se entremezclan con el rítmico golpeteo de las teclas de la máquina de escribir, esencial para la trama.

Wright utiliza todos esos elementos para presentarnos a Briony, una chica de trece años con una imaginación algo calenturienta tan obsesionada por escribir teatro que a veces parece percibir la realidad como un escenario donde las personas desarrollan un papel predeterminado; su hermana Cecilia, una mujer que parece reprimir sus pensamientos y esconderse detrás del humo de un cigarrillo para huir de lo que siente en su interior y Robbie, el hijo jardinero de una ama de llaves de la casa que ha conseguido estudiar la carrera de medicina gracias al mecenazgo del adinerado padre de las chicas y que ama a Cecilia. El desarrollo de ese triángulo de relaciones y pasiones que se desatan en unas pocas horas al socaire de un caluroso día de verano queda fatalmente marcado por una serie de desafortunados malentendidos y la percepción de la realidad de Briony, que al no interpretar correctamente lo que ve acaba por formular una terrible acusación que sentenciará el destino de todos los integrantes del mismo durante el resto de sus días.

El trabajo de Wright tras la cámara en este primer bloque resulta impecable, todos los actores cumplen a la perfección con lo que se espera de ellos – mención especial para la revelación Saoirse Ronan como Briony y esa viva imagen de la bondad que representa James Mc Avoy – y la historia engancha con la fuerza de esa tormenta reprimida que está a punto de desatarse, consiguiendo despertar genuino interés por los personajes y su devenir posterior. Tan brillante arranque da paso a un segundo bloque de corte mucho más clásico en el que hay un salto de cuatro años y la película se transforma en un melodrama bélico ambientado en los inicios de la II Guerra Mundial en el que nos volvemos a reencontrar con los personajes viviendo las consecuencias de aquel terrible día: Robbie está retirándose a las playas de Dunkerque como el resto del ejército británico destacado en la Francia cada vez más ocupada por los alemanes y Briony y Cecilia trabajan por separado como enfermeras en Londres, una renunciando a su carrera universitaria – pero no a su pasión por escribir – para purgar la carga del pecado que acarrea siempre encima y otra esperando el regreso de Robbie del frente.

Este segundo bloque, de mucho menos interés y con algunos terribles lastres de ritmo interno, rompe por completo con el estilo narrativo del primer bloque: la narración deja de ser tan sobria y precisa y como prueba de que la forma – un, eso si, maravilloso trabajo de dirección artística de Sarah Greenwood - se va imponiendo al contenido, los avatares de Robbie en la guerra se ilustran con un espectacular a la par que ampuloso plano secuencia en Dunkerque en el que un elaborado e inacabable travellling pasea por una playa llena de miles de soldados a la espera de ser repatriados, una escena tan magnífica considerada de forma aislada como en el fondo bastante irrelevante para la película. Baste citar que de mucha mayor importancia es aquella en la que Robbie se derrumba detrás de una pantalla de cine donde se proyecta una vieja película francesa en la que dos amantes se besan, otra dolorosa representación de la realidad a través de la ficción que recuerda al soldado todo lo que ha perdido.

Por momentos, la película parece perder pulso. El proceso de expiación al que hace referencia el título mantiene a una Briony ya adulta atrapada en un dilema imposible de resolver: por mucho que quiera, no puede dar marcha atrás en el tiempo y ni siquiera su confrontación con sus mayores miedos – en la escena clave del apartamento, que cierra este segundo bloque – le sirve para encontrar la paz que tanto precisa. Pero es en el tercer bloque, sobrio y directo, donde una Briony ya anciana y escritora de enorme éxito – Vanesa Redgrave en una tan breve como emocionante intervención, dando toda una lección actoral – reflexiona en voz alta sobre su vida y, mirándonos directamente, nos ofrece las claves para entender gran parte de lo expresado en el filme, sacando a la luz una brillante tesis sobre las relaciones entre ficción y realidad. No hay que quitarle mérito, aunque posiblemente provenga de su material literario inicial, pues no cabe duda que Expiación raya en su tramo final a gran altura con esta intervención de Redgrave. Y aun habría sido mejor si nos hubieran ahorrado una cursi y absolutamente prescindible coda final que es algo así como querer curar una hemorragia masiva con una tirita: cuando una peli golpea tanto y tan duramente no son admisibles componendas de ese tipo por bienintencionadas que parezcan.

Quizás Expiación pueda pasar desapercibida entre otras adaptaciones literarias similares de la que pueblan periódicamente las pantallas. Quizás le pierda un poco su aire trascendente, esa indisimulada voluntad de buscar estatuillas y el ceder a cierta complacencia final innecesaria. Pero pese a lo dicho no deberíamos pasar por alto sus virtudes: ahí es nada en los tiempos que corren conseguir un esplendido drama bien interpretado, por momentos mejor narrado, capaz de emocionar y capaz a su vez de ofrecer una más que interesante reflexión sobre el proceso de creación artística y la (¿inútil? ¿infructuosa?) búsqueda de la redención propia usando la ficción como arma para paliar una realidad dañina.