Sin embargo En El Valle de Elah no es una película sobre Irak, por más que su sombra y, sobre todo, aquello en lo que convierte a los soldados que en ella participan sea una presencia omnipresente de la que uno no puede liberarse. Su contundencia radica en su mirada esquinada a las consecuencias del conflicto y en su persistente afán de hacer evolucionar de manera tan natural como continua a todos los personajes que participan en su trama, embarcarlos en un viaje emocional de profundo calado tras el cual no volverán, no pueden volver a ser, las personas que lo iniciaron a la luz de esos terribles descubrimientos.
Nada representa mejor esa voluntad de mostrar la progresión evolutiva de un personaje que su protagonista, un fabuloso Tommy Lee Jones al que solo con mirar su pétreo rostro introvertido, sus metódicos rituales producto de años de educación militar y su determinación para averiguar la verdad de lo que se esconde tras la inesperada desaparición de su hijo en un permiso tras regresar de Irak, uno sospecha y finalmente confirma que bajo toda esa máscara de hombre entrenado para ocultar el dolor ante lo demás, hierve el desgarro de alguien a quien todo su sistema de valores fuertemente arraigado se derrumba por momentos.
La película de Paul Haggis es como un preciso mecanismo de relojería que usa la excusa de poco más que una nada original trama policial sobre un caso de desaparición y posterior investigación de un asesinato para contar cosas mucho más importantes. Hay que buscar su grandeza en su sobria exposición de los hechos, en la infinita delicadeza a la hora de evitar cualquier tentación de adoctrinar al espectador dejándole el mismo espacio que a Hank para que forme sus propias conclusiones, en su clásica puesta en escena (de una contención no reñida con la emotividad que recuerda de forma admirable al mejor cine de Clint Eastwood como muchos se han apresurado no sin razón a señalar), en la soberbia interpretación de todo su elenco – atención a esa Susan Sarandon que en apenas un puñado de escenas es capaz de transmitir no solo todo su enorme dolor y desesperación, sino años de múltiples desencuentros con el padre de sus hijos – y en la voluntaria huida de cualquier énfasis o subrayado – cfr. la ausencia de música en muchos momentos clave - que estropee el enorme calado de su mensaje.
Quizás por esa suma de virtudes choca tanto que Haggis, pese a haber construido una película soberbia y modélica sobre los horrores de la guerra sin recurrir a ella salvo a través de lo que vomitan a diario los informativos y la reconstrucción del horror a partir de un material dañado filmado por su propio retoño, caiga en la tentación de usar ese recurso relativamente fácil de la bandera izada al revés como señal internacional de auxilio como síntesis de una obra sumamente compleja. Es el único (y discutible) momento en el que Haggis sí pretende imponer su punto de vista sobre el del espectador, innecesario por cuánto éste ya ha tenido suficientes pruebas del abismo al que cualquier ser humano puede verse abocado al enfrentarse al horror no ya de ésta guerra sino de cualquiera de ellas: basta recordar la terrible escena del hijo que llora desconsolado y suplica a su padre que lo saque de ese infierno porque sabe en lo que se está convirtiendo y ese padre cuya única reacción es preocuparse por si los compañeros de su hijo son testigos de esa señal debilidad para capturar su esencia.
Sin embargo y más allá de ese pero o de la acusación quizá algo desmedida de que Haggis podría estar traicionando la carga de profundidad de su mensaje al abogar por esa idea tan americana de un radical individualismo de nobles valores y patrióticas intenciones que vayan más allá de las instituciones, salvaguardando así la buena conciencia del espectador tal y como ya hiciera en Crash, En El Valle de Elah es una película memorable que permite espacio a la discusión, obliga a reflexionar sobre la naturaleza humana y, por encima de todo, provoca una gran emotividad contenida que deja un nudo en la garganta de los que impiden articular palabra.
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