“Él
recuerda esa época pasada como si mirase
a través de un cristal cubierto de polvo.
El pasado
es algo que se puede ver pero no tocar.
Y todo
cuanto se ve está borroso y confuso.”
(Rótulo final de Deseando Amar - In
The Mood For Love)
Un agujero en una roca de un viejo
templo milenario. Un lugar donde, ahuecando las manos, confesar al fin el
doloroso secreto de un amor perdido. Un agujero tapado después en la vana
esperanza de aliviar la pesada carga de un recuerdo que jamás abandonará del
todo a nuestro apesadumbrado protagonista. Es el final más abrumadoramente
triste que alguien ha podido concebir para una de las películas más
desoladoramente hermosas de mi vida. Todos tenemos películas que se quedan
dentro de uno, que acarician tu alma y simplemente deciden quedarse allí,
formando parte de tu memoria emocional, unidas de forma tan indisoluble a ti
que hablar de ellas es en el fondo hablar de ti mismo. Y revelar sus secretos
es también revelar los tuyos.
Deseando Amar (In The Mood for Love, 2000) tiene algo de inaprensible, de irreal.
Posiblemente porque, como todo el cine de Wong Kar Wai, la historia que cuenta atropella,
comprime o ralentiza a voluntad el tiempo en el que se desarrolla como si la
materia entera de la narración de esa poderosa historia de amor no fueran sino
los fulgores intermitentes del recuerdo del pasado, esos destellos de memoria empeñados
en la tarea imposible de encapsular el tiempo, de volver al momento en el que
uno pudo hacer o decir algo que hubiera cambiado el destino, de utilizar las
reiteraciones musicales, cromáticas o de encuadres como una guía para
orientarse en el laberinto de la memoria. A menudo tengo la sensación, cuando
vuelvo a las hipnóticas imágenes de Deseando
Amar, que la belleza fascinante de las mismas tiene mucho que ver con esa
necesidad humana de idealizar nuestros recuerdos pese al poso de melancolía y
tristeza en la que se ven envueltas.
Los protagonistas de Deseando Amar viven una paradoja
dolorosa: abandonados por sus respectivos cónyuges, se ven enfrentados a la
necesidad imperiosa de compartir sus soledades impuestas, lo que les lleva a
una relación de tal intimidad y proximidad que desemboca de forma inevitable en
el enamoramiento, sentimiento que no pueden permitirse el lujo de asimilar pues
eso equivaldría a validar el comportamiento de sus respectivos ex convertidos
ahora en pareja y colocarse así al mismo nivel que ellos. Arrastrados el uno al
otro e imposibilitados al mismo tiempo para dejarse llevar, Chow y Su Lizhen desarrollan
una relación de sucesivos acercamientos y alejamientos, de elaborados juegos de
representación en los que intentan desentrañar lo que ha llevado a sus
cónyuges, en permanente fuera de campo, a mantener esa relación adúltera que
ellos no se permiten consumar a su vez mientras reflexionan sobre la naturaleza
de su propia relación, un desdoblamiento que se corresponde por otro lado con una
continua representación ante sus vecinos para mantener su imagen respetable.
Escenificando el adulterio ajeno, exploran sus propios impulsos, convirtiendo
así el amor que sienten en una imitación insuficiente del mismo que llega a
límites insoportables: el refugio de esa habitación 2046 del hotel en el que disfrutan
escasos momentos de felicidad escribiendo una novela y compartiendo su tiempo
se resquebraja ante la progresiva toma de conciencia de la inevitabilidad de
una ruptura que, llevados por la costumbre, acabarán escenificando incluso antes
de vivirla. Como si eso fuera a hacerla menos dolorosa.
Todo este andamiaje estructural, de
una complejidad apasionante, es levantado por Wong Kar Wai con un elaborado trabajo
de puesta en escena que se dedica por completo a cautivar al espectador
sobrecargando sus sentidos con un arma poderosa: la belleza. Hay belleza en
esos precisos encuadres que desplazan a los protagonistas dentro del plano, que
los arrinconan en pasillos estrechos, reflejándolos en múltiples espejos o
difuminando su imagen como sombras en las paredes, envolviéndolos en una
atmósfera irreal, onírica, como corresponde a los recuerdos. Hay belleza en el
elegante recurso del bolso y la corbata utilizado para poner al descubierto el affaire de sus cónyuges. Hay belleza en
la reiteración musical del Yumeji’s Theme
que hasta por ocho veces irrumpe en la narración ralentizando el tempo de la
escena, subrayando siempre un elemento de contacto, ya sea una habitación, unas
escaleras que llevan a un mercado, la lluvia, la escritura o un taxi en el que
compartir el leve roce de unas manos inseguras.
Hay belleza en la reiteración
cromática de ese rojo que comparten las cortinas del pasillo del hotel donde se
ven a escondidas, el del vestido de ella en su primer encuentro allí, el de la
gabardina que lleva cuando acude a su llamada, y el de la lámpara de la
habitación de él en Singapur. Hay belleza en los temas de Nat King Cole (Quizás, Quizás, Quizás…) que explicitan
aun más si cabe el carácter volátil y caprichoso de un destino esquivo en el
que la falta de correspondencia o de simple atrevimiento a expresar los
sentimientos los condenan a la pérdida y el remordimiento. Hay belleza en los 20 quipaos que viste Maggie Cheung y en esa
inconfundible forma de caminar que hace que deseemos que una mujer sea alguna
vez capaz de alejarse de nosotros con semejante elegancia. Hay belleza en el
gesto resignado y dolorido de Tony Leung al abandonar por última vez la
habitación 2046 y adentrarse en un pasillo en el que parece pretender
congelarse, como en un imposible eterno retorno.
Hay belleza en la ruptura
temporal de las escenas de Singapur, ese desencuentro postrero en el que Wong
Kar Wai altera el orden cronológico de las secuencias produciendo un efecto
desolador. Y por supuesto, hay belleza tanto en la búsqueda tan desesperada como en el fondo inútil del pasado
perdido por parte de ambos regresando por separado al edificio que compartieron
en Hong Kong – ojo a la sutileza de la sugerencia implícita - como en esa desolada
confesión final en los muros de Angkor Vat que no liberará a Chow de su carga,
como tendremos ocasión de comprobar en la siguiente película de Wong Kar Wai, 2046,
en la que nos reencontraremos con su personaje años después, aparentemente muy
cambiado, revestido con una ostentosa capa de cinismo bajo la cual en el fondo se
sigue escondiendo el mismo hombre romántico y profundamente herido.
Los personajes de Deseando Amar están infectados con ese virus del (des)encuentro que
les condena a bailar sonámbulos un inacabable vals nocturno y a vagar para
siempre en busca de un tiempo perdido, borroso por las brumas de una memoria
herida, en el que la evocación de lo que fue y sobre todo de lo que pudo haber
sido contiene una dimensión trágica que resulta profundamente conmovedora. In The Mood For Love es, simplemente, una película inacabable...
Mi película.
Mi película.
(Este artículo fue escrito originalmente por David Garrido Bazán para la Revista Versión
Original nº 200, especial ‘Mi Película’, Julio 2011. Revisado con motivo del pase en Filmoteca de Extremadura de Deseando Amar del 28 de Junio del 2019)