David O. Russell es uno de esos directores que según ha ido desarrollando su irregular filmografía parece haber dado con la fórmula para equilibrar ciertos rasgos de autoría dentro de unas películas que abordan unas temáticas o géneros más o menos convencionales: sus acercamientos previos a la comedia (Flirteando con el Desastre, Extrañas Coincidencias) el bélico o cine de aventuras (Tres Reyes) y al género pugilístico (The Fighter) siempre han tenido un punto de extrañamiento, como si los diversos géneros no fueran sino una incómoda camisa de fuerza que restringía y al mismo tiempo vehiculaba aquello de lo que a Russell siempre le ha interesado hablar, que no es otra cosa que el desarrollo de sus personajes en función de su entorno y las circunstancias, a menudo problemáticas, que les relacionan.
Digamos que para Russell el juego ha consistido casi siempre (y con mayor o menos fortuna, según los casos) en utilizar su particular visión del mundo si no para dinamitar los géneros desde dentro – al estilo de lo que hace un Spike Jonze o un Wes Anderson, por citar dos ejemplos contemporáneos algo más extremos – para al menos darles una vuelta de tuerca sin que escapen del todo al esquema tradicional de Hollywood.
Esa extraña tensión que hace que sus películas no guarden demasiados parecidos estilísticos unas con otras aunque sí en lo que al tratamiento de personajes se refiere, se aprecia más de lo razonable en El Lado Bueno de las Cosas, en cuya estructura de comedia romántica convencional incrusta a dos protagonistas muy poco convencionales que, eso sí, comparten con anteriores criaturas de la filmografía de Russell esos notables problemas de acomodación al mundo que los rodea y carencias afectivas que tanto motivan al director.
Por un lado está Pat, un bipolar recién salido de un sanatorio mental tras un episodio violento que trata de readaptarse a la vida cotidiana con una actitud positivista a prueba de bomba y la convicción personal de que podrá recuperar a su perdida esposa. Por otro está Tiffany, una joven viuda a la que la pérdida de su esposo le hizo lanzarse a los brazos de todos sus compañeros de trabajo y para la que conocer a Pat supone una oportunidad de estabilizarse a base de ayudar a alguien tan necesitado como ella misma. Alrededor de semejantes especímenes, Russell se complace en describir esas familias disfuncionales que tanto le fascinan y que en realidad ayudan a situar en su justa medida la locura de ambos: si atendemos al trastorno obsesivo compulsivo del padre de Pat, obsesionado con las supersticiones y las apuestas, a la infinita comprensión rayana en el desentendimiento de su madre o la exasperante tendencia a la perfección de la hermana de Tiffany, uno puede redefinir a esa pareja como el punto extremo de la dosis de locura cotidiana que a todos nos rodea.
El encuentro entre dos seres tan atípicos en su comportamiento como heridos en sus carencias afectivas y su búsqueda de la superación de sus respectivos traumas – ambos son lo suficientemente conscientes de su condición inestable – funciona bien como motor de la película gracias a algunas secuencias inspiradas como la de la cena en el restaurante y sobre todo al buen trabajo de sus intérpretes, un entonado Bradley Cooper que busca trascender como sea su imagen habitual de simpático guaperas y una espléndida Jennifer Lawrence que consigue elevar su personaje por encima de las debilidades de un guión que no justifica del todo bien su evolución. Ella es sin duda lo mejor de la función y el corazón de una película que cuando supera el extrañamiento inicial de dos protagonistas tan atípicos, deja a un lado cualquier atisbo de originalidad en su planteamiento y se somete dócilmente a las reglas de la comedia romántica tradicional, hasta tal punto que el tercer acto del filme es una sucesión de giros argumentales difícilmente justificables si no es desde el punto de vista de la consecución a toda costa del consabido happy end.
La puntual mala leche de Russell, presente en el tramo inicial, se diluye de forma progresiva según avanza el metraje sin que el espectador pueda evitar la sensación de asistir a un accidente que ocurre ante sus ojos a cámara lenta: cuesta asumir que una película con elementos de partida a priori tan subversivos como los que maneja Russell acabe convirtiéndose en un película tan convencional. Quizás ahí resida el secreto de su éxito: en pretender muy hábilmente ser la comedia romántica subversiva que en realidad no es.