Cobardes, su segunda película, reunía a su alrededor unas altas expectativas no ya por el buen recuerdo de Tapas sino también por la importancia del tema que aborda en ella, el acoso escolar. Sin embargo, ya sea por la seriedad del asunto, ya sea por una inequívoca intención de dejar clara las tesis de los autores al respecto, Cobardes ha perdido por el camino la sutileza que hacía que las pequeñas historias de Tapas crecieran en el interior del espectador, cambiando la mirada neutra por la imposición de un discurso mucho más concienciado que persigue tanto analizar de forma exhaustiva las causas del problema como denunciar determinadas conductas que exceden el ámbito escolar y alcanzan el conjunto de la sociedad.
El planteamiento de Corbacho y Cruz gira en torno a dos chavales, acosador y acosado, que provienen de dos clases sociales en el fondo no demasiado alejadas entre sí: uno es hijo de un concejal y una ama de casa y el otro de un instalador de alarmas y una presentadora de televisión. Más allá de los problemas habituales de comunicación que sufren todas las familias, ninguna de ellas presenta un cuadro sociológico que pueda explicar por sí misma la aparición del problema. Eso le permite a los directores huir de las respuestas fáciles pero también caer en el error de jugar con las posibilidades de la inversión de roles de cara al exterior hasta tal punto que los responsables del centro tienen problemas para identificar a acosador y acosado – algo a todas luces excesivo: la ausencia de importancia de la figura del educador es una de las debilidades más manifiestas del filme – mientras el conflicto entre ambos no deja de crecer.
Cobardes acierta tanto en el retrato cotidiano de la dinámica de los chavales dentro del centro educativo y en su dependencia de las nuevas tecnologías como en la que sin duda es la idea más interesante de toda la película: el miedo, como la mayor parte de las cosas, se transmite de padres a hijos y detrás de cada uno de nosotros bien puede haber un potencial acosador que nos jode la vida o un temor recurrente que nos obliga a convivir de forma habitual con el miedo y plegarse a él de vez en cuando, convirtiéndonos en cobardes. Los hijos se limitan a seguir los roles que aprenden de sus padres y, de forma inconsciente, transmitimos una serie de comportamientos y un sistema de valores que pueden ser algo discutibles.
Con todo, siendo ésta una idea brillante, Corbacho y Cruz desaprovechan su potencial dejándola en simple apunte y no explorando sus posibilidades, prefiriendo centrar su atención en la segunda mitad del filme en una resolución al conflicto que deja muchísimo que desear por muy variados motivos, el mayor de los cuales afecta a la credibilidad: por mucho que uno pueda inspirarse en hechos reales, los directores olvidan que no basta con que la ficción se parezca a la realidad, sino que ha de resultar creíble para que el espectador pueda creer en ella y por desgracia, Cobardes pone a prueba demasiadas veces la paciencia del espectador: la estrambótica (y clave) figura del pizzero, algunas elaboradas estrategias impropias de chavales de trece años, esas madres incapaces de reaccionar a fondo cuando comprenden a lo que se enfrentan, la muy discutible resolución...
Créanme si les digo que tengo nada contra las películas discursivas y que, en principio, ese enfoque no tenía por qué resultar erróneo a la hora de afrontar la problemática del acoso escolar. No estamos ante un documental sino una película de ficción que parte de una realidad contrastable y de un fenómeno preocupante para aportar su necesario granito de arena para solucionarlo y, desde ahí, resulta encomiable la voluntad de los autores de llevar su mensaje a cuanto más público mejor.
Sin embargo creo que el tono elegido y sobre todo su muy peliculera resolución juega en contra de estos objetivos: es el crucial instante en el que el espectador puede plantearse de una forma razonable la temida frase “Esto no me lo creo” cuando el frágil andamiaje que sostiene la película corre el riesgo de venirse abajo con estrépito y ni siquiera la cuidada recreación del ambiente escolar – todos los chavales desbordan naturalidad – o el impecable trabajo del cuarteto de padres formado por Antonio Molero, Elvira Mínguez, Lluis Homar y Paz Padilla pueden salvar los muebles de una película sin duda loable en sus intenciones pero tan fallida en algunos aspectos que lleva a preguntarse cómo es posible que los mismos autores que demostraron saber contar una historia desde la sutileza hayan pintado un tema tan delicado con este denunciable exceso de brocha gorda.
Eso sí, el tema compuesto por La Excepción para la película es esplendido:
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