Siempre me ha parecido fascinante la forma en la que un país joven en comparación con Europa como los EE.UU. ha sabido compensar esa inevitable falta de tradición y leyendas con la creación de toda una mitología propia usando para ello un arma tan poderosa como el cine. Billy el Niño, Jesse James o Wild Bill Hickock son algunos ejemplos de un panteón de antihéroes, desposeídos y rebeldes fuera de la ley cuya oposición al sistema y sus trágicos destinos les confirieron un carácter mítico que encaja a la perfección en ese profundo sentido del individualismo tan arraigado en el estadounidense medio, bien aprovechado por el cine.Michael Mann, posiblemente uno de los mejores autores del cine americano actual cuyo innegable talento no siempre se ve reconocido, era perfectamente consciente de este hecho esencial a la hora de plasmar de nuevo en la pantalla la vida de John Dillinger, ladrón de bancos en la época de la Gran Depresión cuya leyenda se forjó precisamente debido al hecho que gran parte de la población lo percibía como una figura enfrentada al poder económico y su brazo represor a los que consideraba responsables de aquel Crack, convirtiendo en poco menos que un héroe popular a ese hombre que, cual moderno Robin Hood, jamás tocaba un dólar de los clientes de los bancos que atracaba, esquivaba la violencia innecesaria y se mofaba abiertamente de sus perseguidores dejándose ver en público, protagonizando sonoras fugas y disfrutando a fondo de su fama como primigenia estrella mediática.
A veces hay que dejar pasar cierto tiempo para reconocer el mérito del sentido del riesgo de ciertas películas. Lo más lógico hubiera sido que Mann optara por rodar en celuloide, dotando a este biopic del aire de grandeza que una obra de estas características demandaba, apelando al cine negro clásico y al sentido de la nostalgia del espectador. Pero Mann, como ya hiciera en Collateral, abraza de nuevo el cine digital en una arriesgada apuesta estilística y cromática que confronta el retrato de esa leyenda con las modernas posibilidades de representarla que ofrecen las nuevas cámaras de HD con las que rueda, dando lugar a una película tan insólita como fascinante en la que el virtuosismo ya conocido de su realizador apabulla al espectador a la vez que recrea una época sobradamente conocida por el mismo como si éste la descubriera por vez primera. Si se reflexiona un poco sobre ello, se caerá en la cuenta de que no es ni mucho menos una cuestión menor, sino el principal acierto del filme: no hay forma más audaz de retratar a un mito desde el presente que la elegida por Mann.
Aun así, Enemigos Públicos es una obra desigual: hay fallos de ritmo y demasiados tiempos muertos evitables que conviven con notables escenas de acción y la emoción – como es habitual en Mann, cuyo sentido del fatalismo siempre persigue de cerca sus historias de amor – brilla por su ausencia hasta ese esplendido tramo final en el que se despliegan dos magníficas ideas capaces por sí solas de justificar el visionado del filme. Una es la forma en la que Dillinger disfruta de su fama: ya sea en la rueda de prensa de su detención convertida en un circo mediático, en la sala de cine donde se muestra su rostro avisando de su posible presencia o en las vacías dependencias policiales donde se adentra con suicida descaro, el hombre, quizás consciente de su destino, paladea su leyenda.
La otra es ese hermoso homenaje al cine como arma para forjar mitos a la que aludía al principio: en la escena en la que asiste al pase de El Enemigo Público Nº 1 Mann consigue que Dillinger, gangster real, dialogue con el gangster de ficción inspirado en él mismo al que da vida Clark Gable mientras ve en la mujer al que éste ama, Mirna Loy, el reflejo de su amante pérdida Billie Frechette, diluyendo así las fronteras entre realidad y leyenda al tiempo que conviven pasado y presente en lo que a representar ambas se refiere.
Lástima, eso sí, que Mann hurte de forma incomprensible al espectador de lo que sin duda hubiera sido mejor cierre del filme, ese rostro maravilloso y desbordante de emoción de Marion Cotillard que antecede al último y sin lugar a dudas sobrante plano final.
A veces hay que dejar pasar cierto tiempo para reconocer el mérito del sentido del riesgo de ciertas películas. Lo más lógico hubiera sido que Mann optara por rodar en celuloide, dotando a este biopic del aire de grandeza que una obra de estas características demandaba, apelando al cine negro clásico y al sentido de la nostalgia del espectador. Pero Mann, como ya hiciera en Collateral, abraza de nuevo el cine digital en una arriesgada apuesta estilística y cromática que confronta el retrato de esa leyenda con las modernas posibilidades de representarla que ofrecen las nuevas cámaras de HD con las que rueda, dando lugar a una película tan insólita como fascinante en la que el virtuosismo ya conocido de su realizador apabulla al espectador a la vez que recrea una época sobradamente conocida por el mismo como si éste la descubriera por vez primera. Si se reflexiona un poco sobre ello, se caerá en la cuenta de que no es ni mucho menos una cuestión menor, sino el principal acierto del filme: no hay forma más audaz de retratar a un mito desde el presente que la elegida por Mann.
Aun así, Enemigos Públicos es una obra desigual: hay fallos de ritmo y demasiados tiempos muertos evitables que conviven con notables escenas de acción y la emoción – como es habitual en Mann, cuyo sentido del fatalismo siempre persigue de cerca sus historias de amor – brilla por su ausencia hasta ese esplendido tramo final en el que se despliegan dos magníficas ideas capaces por sí solas de justificar el visionado del filme. Una es la forma en la que Dillinger disfruta de su fama: ya sea en la rueda de prensa de su detención convertida en un circo mediático, en la sala de cine donde se muestra su rostro avisando de su posible presencia o en las vacías dependencias policiales donde se adentra con suicida descaro, el hombre, quizás consciente de su destino, paladea su leyenda.
La otra es ese hermoso homenaje al cine como arma para forjar mitos a la que aludía al principio: en la escena en la que asiste al pase de El Enemigo Público Nº 1 Mann consigue que Dillinger, gangster real, dialogue con el gangster de ficción inspirado en él mismo al que da vida Clark Gable mientras ve en la mujer al que éste ama, Mirna Loy, el reflejo de su amante pérdida Billie Frechette, diluyendo así las fronteras entre realidad y leyenda al tiempo que conviven pasado y presente en lo que a representar ambas se refiere.
Lástima, eso sí, que Mann hurte de forma incomprensible al espectador de lo que sin duda hubiera sido mejor cierre del filme, ese rostro maravilloso y desbordante de emoción de Marion Cotillard que antecede al último y sin lugar a dudas sobrante plano final.
Este artículo se publicó en el periódico gratuito Voz Emérita el lunes 24 de Agosto del 2009
2 comentarios:
Totalmente de acuerdo. Explicas muy bien en palabras sensaciones que llevaba dentro, no identificadas.
Gracias, Alberto. Te aseguro que pocas cosas satisfacen más a un crítico que cuando alguien le apunta que ha sabido expresar en palabras lo que le ha hecho sentir la película.
Un saludo y gracias por leer el blog y dejar tu comentario ;-)
Publicar un comentario