SLEEPING SICKNESS, El sueño casi lo cogemos nosotros.
La enfermedad del sueño viene de África. Y hasta allí nos ha llevado casi a la fuerza el alemán Ulrich Kohler para que le sigamos los pasos a un médico a cargo de un programa para erradicarlo, desencantado y de vuelta de todo que ni tiene fuerzas para volver a Alemania con su familia ni tampoco sabe muy bien por qué sigue atrancado en Camerún. O puede que si lo sepa, pero desde luego a nosotros no nos queda demasiado claro, más allá de que el hombre no se siente a gusto en un solo plano de la película. Por allí acaba aterrizando también otro médico, éste francés descendiente de africanos, que viene a evaluar los inexistentes progresos del mencionado programa y que le permite al director jugar un poco con la forma paternalista con la que los occidentales solemos mirar al continente negro. Vamos, que tenemos a uno que ni se va ni se quiere quedar y a otro que a los cinco minutos de llegar ya está deseando no haber ido nunca.
Con semejantes mimbres, uno podría pensar que Kohler querría hacer una elaborada y sesuda reflexión sobre las relaciones Europa-África, la inutilidad de la cooperación internacional puestos en plan provocador o al menos juguetear un poco con los tópicos contraponiendo las visiones y experiencias de uno y otro médico. Pero no hace ni lo uno ni lo otro. Simplemente se dedica a acompañar con la cámara a dos personajes que la verdad es que en ningún momento se nos hacen minimamente interesantes, mucho menos simpáticos. Y uno acaba de las tribulaciones de esas dos almas perdidas en África hasta el gorro, temiendo convertirse en uno de los escasos pacientes del médico mientras siente una suave pero inexorable somnolencia para la que Köhler no encuentra remedio, ni siquiera cuando en el tramo final de la película le da por ponerse en plan Apichatpong Weerasethakul y emulando a aquel Tio Boonmee que recordaba sus vidas pasadas nos mete en medio de la frondosa jungla de noche y le rinde homenaje en el plano final en forma de un hermoso hipopótamo que no puede sino inducir a la sonrisa si uno pilla la referencia. Aunque a lo mejor no es algo intencionado, vaya usted a saber. Lo que sí me ha quedado ya claro es que San Sebastián no es ni mucho menos el único festival de cine europeo de categoría A cuyas películas de Sección Oficial te llevan a preguntarte que demonios pintan allí y si no habría nada mejor que elegir.
Gracias al cine de Fatih Akin y alguna que otra cosilla tremendista como Die Fremde, podemos decir que estamos algo familiarizados con la importancia de la comunidad turca en Alemania. Como quiera que ya hay una segunda y hasta una tercera generación de alemanes de origen turco pero nacidos en Alemania, parece algo inevitable que alguien quiera aprovechar el filón que supone cualquier temática relacionada con ellos. Y eso es exactamente lo que han hecho las hemanas Yasemin y Nesrin Sanderelli, directoras alemanas de origen turco en Alamanya, una visión tan edulcorada y amable de la evolución de la comunidad turca vista a través de una idílica familia, casi unos Yusuf Alcántara de los de toda la vida, para los cuales la palabra conflicto simplemente no existe.
La película se estructura alrededor del deseo del patriarca de dicha familia de reunir a la misma – con yernos, nueras y nietos variados – en un viaje a su Anatolia natal, donde ha adquirido una propiedad que quiere restaurar. Mientras asistimos a los preparativos de tan extravagante capricho, paralelamente se nos va dando buena cuenta de la historia de esa familia, desde que el joven patriarca raptó a la que hoy es su mujer y acabó por llevársela a Alemania en busca de uno de esos futuros venturosos para su nutrida prole. Alamanya arranca en un tono de comedia surreal, explotando a fondo cuanto tópico ustedes puedan tener en mente sobre las peculiaridades de una y otra cultura – uno de los mejores gags de la película es un sueño en el que el patriarca, al recoger el pasaporte que le reconoce su ciudadanía alemana, es recibido por un arquetípico funcionario que le informa que a partir de ahora se compromete a comer cerdo dos veces por semana y viajar al menos una vez al año a Mallorca para confirmar su estatus de ciudadano alemán de pro – tanto desde la perplejidad que para los jóvenes miembros de la familia, criados en Alemania, supone volver a Turquia, como el choque brutal que supuso para sus padres integrarse en la Alemania de los 60 desde el villorrio del que salieron.
A juzgar por las carcajadas que pude oír en el pase de prensa – procedentes en su mayoría, justo es decirlo, de los periodistas locales – es más que posible que esta película que participa fuera de concurso en esta Berlinale se convierta en un éxito de público cuando se estrene comercialmente. Es una de esas comedias amables, con algún punto bueno, hecha para gustar a cuanto más público mejor y no herir ningún tipo de sensibilidad. Pero su corrección política llega a tal punto que se hace indigesta por su exceso de azucar, su previsibilidad y su buen rollo. Tanto que resulta imposible creersela, porque pinta un panorama tan idilico de la comunidad turca en Alemania que no sería de extrañar que le cayera un premio por su contribución indispensable al entendimiento entre culturas o alguna memez por el estilo. Imagino que también cabreará a alguno más consciente de esas cositas que Angela Merkel declaró a propósito del fracaso de los programas de integración de los turcos en Alemania hace unos meses. En fin.
La triple ración de hoy en competición se cerró con una producción estadounidense, Yelling to the Sky, escrita y dirigida por la debutante Victoria Mahoney y con el reclamo de contar con la protagonista de Precious, Gabourey Sibide, en un rol muy secundario ya que la protagonista de la película es Zoe Kravitz, hermana del conocido músico Jenny Kravitz. La referencia a Precious sin embargo no resulta gratuita, ya que la historia que cuenta Yelling to the Sky tiene bastantes elementos en común con aquella. Sobre el papel, claro, los resultados son otra cosa. Con formato y maneras de cine indie, la película narra el tortuoso camino de Sweetness, una chica de 16 años criada en uno de esos ambientes idilicos: padre blanco borracho, violento y ciclotimico, madre con problemas mentales que pasa largas temporadas fuera de casa en diversas instituciones, una hermana no mucho mayor embarazada que busca a toda prisa escaparse de semejante paraíso lo antes posible y por si todo lo anterior fuera poco, sufriendo continuos acosos y abusos por parte de otras chicas del barrio, que ya se sabe que la vida es dura.
Cuando la hermana abandona el hogar y Sweetness se queda sin protección, resuelve que no va a tener más remedio que tomar una determinación y hace lo que usted o yo habríamos hecho en su lugar: contactar con el camello enrollado local, empezar a vender maría y otras sustancias poco recomendables y convertirse en una chica dura, capaz de robarle sus amigas a su rival, darla de hostias y ganarse tanto la expulsión del colegio como reputación de chica dura. En fin, lo habitual.
Yelling to the Sky no tiene elementos que la rediman de su previsibilidad. Y no aporta absolutamente nada a otros relatos por el estilo con los que estamos ya suficientemente familiarizados, ni en su desarrollo ni mucho menos en su rutinaria puesta en escena, que cumple con todos y cada uno de los lugares comunes del cine indie versión “Oh, mira que dura es mi vida, pero voy a salir de ésta” a ritmo, como no, de un atronador hip hop que por momentos lo convierte en un alargado y cansino videoclip. Es cierto que al menos su resolución es interesante y funciona porque toca un poco la hebra emocional. Siempre que a esas alturas, como era mi caso, no se hubiese desconectado de la película mucho antes, claro está.
Con semejantes mimbres, uno podría pensar que Kohler querría hacer una elaborada y sesuda reflexión sobre las relaciones Europa-África, la inutilidad de la cooperación internacional puestos en plan provocador o al menos juguetear un poco con los tópicos contraponiendo las visiones y experiencias de uno y otro médico. Pero no hace ni lo uno ni lo otro. Simplemente se dedica a acompañar con la cámara a dos personajes que la verdad es que en ningún momento se nos hacen minimamente interesantes, mucho menos simpáticos. Y uno acaba de las tribulaciones de esas dos almas perdidas en África hasta el gorro, temiendo convertirse en uno de los escasos pacientes del médico mientras siente una suave pero inexorable somnolencia para la que Köhler no encuentra remedio, ni siquiera cuando en el tramo final de la película le da por ponerse en plan Apichatpong Weerasethakul y emulando a aquel Tio Boonmee que recordaba sus vidas pasadas nos mete en medio de la frondosa jungla de noche y le rinde homenaje en el plano final en forma de un hermoso hipopótamo que no puede sino inducir a la sonrisa si uno pilla la referencia. Aunque a lo mejor no es algo intencionado, vaya usted a saber. Lo que sí me ha quedado ya claro es que San Sebastián no es ni mucho menos el único festival de cine europeo de categoría A cuyas películas de Sección Oficial te llevan a preguntarte que demonios pintan allí y si no habría nada mejor que elegir.
ALAMANYA, Cuéntame en versión turca
Gracias al cine de Fatih Akin y alguna que otra cosilla tremendista como Die Fremde, podemos decir que estamos algo familiarizados con la importancia de la comunidad turca en Alemania. Como quiera que ya hay una segunda y hasta una tercera generación de alemanes de origen turco pero nacidos en Alemania, parece algo inevitable que alguien quiera aprovechar el filón que supone cualquier temática relacionada con ellos. Y eso es exactamente lo que han hecho las hemanas Yasemin y Nesrin Sanderelli, directoras alemanas de origen turco en Alamanya, una visión tan edulcorada y amable de la evolución de la comunidad turca vista a través de una idílica familia, casi unos Yusuf Alcántara de los de toda la vida, para los cuales la palabra conflicto simplemente no existe.
La película se estructura alrededor del deseo del patriarca de dicha familia de reunir a la misma – con yernos, nueras y nietos variados – en un viaje a su Anatolia natal, donde ha adquirido una propiedad que quiere restaurar. Mientras asistimos a los preparativos de tan extravagante capricho, paralelamente se nos va dando buena cuenta de la historia de esa familia, desde que el joven patriarca raptó a la que hoy es su mujer y acabó por llevársela a Alemania en busca de uno de esos futuros venturosos para su nutrida prole. Alamanya arranca en un tono de comedia surreal, explotando a fondo cuanto tópico ustedes puedan tener en mente sobre las peculiaridades de una y otra cultura – uno de los mejores gags de la película es un sueño en el que el patriarca, al recoger el pasaporte que le reconoce su ciudadanía alemana, es recibido por un arquetípico funcionario que le informa que a partir de ahora se compromete a comer cerdo dos veces por semana y viajar al menos una vez al año a Mallorca para confirmar su estatus de ciudadano alemán de pro – tanto desde la perplejidad que para los jóvenes miembros de la familia, criados en Alemania, supone volver a Turquia, como el choque brutal que supuso para sus padres integrarse en la Alemania de los 60 desde el villorrio del que salieron.
A juzgar por las carcajadas que pude oír en el pase de prensa – procedentes en su mayoría, justo es decirlo, de los periodistas locales – es más que posible que esta película que participa fuera de concurso en esta Berlinale se convierta en un éxito de público cuando se estrene comercialmente. Es una de esas comedias amables, con algún punto bueno, hecha para gustar a cuanto más público mejor y no herir ningún tipo de sensibilidad. Pero su corrección política llega a tal punto que se hace indigesta por su exceso de azucar, su previsibilidad y su buen rollo. Tanto que resulta imposible creersela, porque pinta un panorama tan idilico de la comunidad turca en Alemania que no sería de extrañar que le cayera un premio por su contribución indispensable al entendimiento entre culturas o alguna memez por el estilo. Imagino que también cabreará a alguno más consciente de esas cositas que Angela Merkel declaró a propósito del fracaso de los programas de integración de los turcos en Alemania hace unos meses. En fin.
YELLING TO THE SKY, Perdida y Encontrada
La triple ración de hoy en competición se cerró con una producción estadounidense, Yelling to the Sky, escrita y dirigida por la debutante Victoria Mahoney y con el reclamo de contar con la protagonista de Precious, Gabourey Sibide, en un rol muy secundario ya que la protagonista de la película es Zoe Kravitz, hermana del conocido músico Jenny Kravitz. La referencia a Precious sin embargo no resulta gratuita, ya que la historia que cuenta Yelling to the Sky tiene bastantes elementos en común con aquella. Sobre el papel, claro, los resultados son otra cosa. Con formato y maneras de cine indie, la película narra el tortuoso camino de Sweetness, una chica de 16 años criada en uno de esos ambientes idilicos: padre blanco borracho, violento y ciclotimico, madre con problemas mentales que pasa largas temporadas fuera de casa en diversas instituciones, una hermana no mucho mayor embarazada que busca a toda prisa escaparse de semejante paraíso lo antes posible y por si todo lo anterior fuera poco, sufriendo continuos acosos y abusos por parte de otras chicas del barrio, que ya se sabe que la vida es dura.
Cuando la hermana abandona el hogar y Sweetness se queda sin protección, resuelve que no va a tener más remedio que tomar una determinación y hace lo que usted o yo habríamos hecho en su lugar: contactar con el camello enrollado local, empezar a vender maría y otras sustancias poco recomendables y convertirse en una chica dura, capaz de robarle sus amigas a su rival, darla de hostias y ganarse tanto la expulsión del colegio como reputación de chica dura. En fin, lo habitual.
Yelling to the Sky no tiene elementos que la rediman de su previsibilidad. Y no aporta absolutamente nada a otros relatos por el estilo con los que estamos ya suficientemente familiarizados, ni en su desarrollo ni mucho menos en su rutinaria puesta en escena, que cumple con todos y cada uno de los lugares comunes del cine indie versión “Oh, mira que dura es mi vida, pero voy a salir de ésta” a ritmo, como no, de un atronador hip hop que por momentos lo convierte en un alargado y cansino videoclip. Es cierto que al menos su resolución es interesante y funciona porque toca un poco la hebra emocional. Siempre que a esas alturas, como era mi caso, no se hubiese desconectado de la película mucho antes, claro está.
1 comentario:
He leído con retraso ésta tu crónica dominical, y me voy a la cama, que ya es hora.
No sé si esta noche soñaré con somnolientos hipopótamos de guiños apichapones o con orondas y preciousas negras en minipapeles, aunque quizás permanezca imsomne viviendo una pasión turca con banda sonora de Lenny Kravitz.
La noche dirá.
Abrazos desde la madre patria.
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