Hay tantas cosas interesantes que ver y hacer en Berlín – y no me refiero únicamente a las películas, por supuesto - que la verdad es que me está resultando imposible en los últimos días encontrar un hueco para ponerme delante del teclado a contaros mis impresiones sobre lo mucho visto y vivido por aquí. Así pues he resuelto que voy a tratar de ir centrandome en las películas de Sección Oficial para que os podáis hacer una cierta idea sobre la columna vertebral de esta Berlinale, dejando para recuperar más adelante si fuera posible lo que he visto en las secciones paralelas – Panorama, Forum, Sesiones Especiales e incluso las películas de Sección Oficial que están fuera de competición – Podria pasarme un buen rato narrando la locura diaria que supone un Festival de estas características, que no se parece a ninguno de los que he vivido antes (San Sebastián incluido) pero me llevaría demasiado tiempo. Así que vamos a lo que importa:
SECCIÓN OFICIAL A COMPETICIÓN
Ya tiene su mérito lo que lleva unos cuantos años haciendo el autor de Kirikú y la Bruja. El francés se pasa por el arco del triunfo las modas y no deja de resultar una paradoja de lo más curiosa que un hombre que se ha dado a conocer no solo como el abanderado de cierta animación tradicional y con regusto añejo mientras todo el mundo corría a abrazar las posibilidades del mundo digital, sino que además tiene como seña de identidad más reconocible que sus personajes se mueven por la pantalla como una suerte de sombras chinescas, siempre de perfil y laminados como si hubieran salido de un jeroglífico del antiguo Egipto, haya utilizado en 3D no ya para dotar a sus personajes de una dimensión más, sino para hartarse de añadir capas y más capas a los fondos sobre los que desarrolla sus historias. Vaya, que para Ocelot el 3D es algo así como poco más que dotar de cierta profundidad de campo – y hacer aun más bonitas – sus propuestas de trazo simple pero efectivo que tienen la virtud de los cuentos tradicionales de toda la vida, que ni tratan a los niños como idiotas ni juegan a guiñar el ojo a los adultos para que supuestamente les resulte menos amargo el trago de arrastrar a sus bestezuelas al cine.
Eso sí, como a Ocelot le llovió encima algún palo que otro por el barroquismo de Azur y Asnar, su anterior propuesta, esta vez ha decidido jugar sobre seguro: en lugar de apostar todo a una baza con una sola historia que desarrollar a lo largo de 90 minutos, Los Cuentos de la Noche es una colección de historias tradicionales ambientadas en los más diversos países y épocas, para que el personal no se aburra. De su querida África a la Europa Medieval, pasando por los Mayas o el Caribe, Ocelot salta constantemente de ambientes y tonos sin dejar por ello de resultar fiel a su insobornable sentido del relato clásico, llenando la pantalla de intrigas, héroes, villanos, monstruos y decisiones morales de las de toda la vida. La propuesta, desigual como no podía ser de otra forma en una película coral como ésta, tiene algún que otro momento inspirado, pero no cabe duda que tanto cuento acaba por cansar al más pintado por mucho encanto que tenga. Que lo tiene, eso no voy a discutirlo.
A veces uno no puede hacer otra cosa que enfadarse ante el discurrir de una película cuyo interés de partida es muy superior a los extraños vericuetos por los que los directores deciden hacer avanzar las tramas hasta perderse a menudo en un marasmo de confusión. Me explico: Un Sábado Inocente arranca una noche de abril de 1986 cuando un trabajador de la central nuclear de Chernobyl corre desesperado hacia la misma al darse cuenta del desastre que acaba de tener lugar.
Como quiera que el tipo conoce el percal y sabe que la radiación resultante de la explosión del reactor podía acabar en cuestión de horas con cualquiera – conviene recordar que la cantidad de material radiactivo liberado, unas 500 veces mayor que la liberada por la bomba atómica arrojada en Hiroshima en 1945, causó directamente la muerte de 31 personas y forzó al gobierno de la Unión Soviética a la evacuación de unas 135.000 personas, cosa que no sucedió precisamente de inmediato – hace lo normal ante los intentos por parte de los superiores de ocultar los hechos: correr a buscar a su chica, forzarla a salir con lo puesto en busca del tren más cercano que les aleje de allí a toda prisa y buscar la forma de salvar la vida, aun cuando uno intuya que pueda ser demasiado tarde. El instinto de supervivencia humano es lo que tiene.
Por ello mismo resulta del todo punto incomprensible que una vez que pierden el dichoso tren, esta extraña pareja decida, contra toda lógica, olvidarse de buscar otra forma de salir de la ciudad y vayan primero de compras y después a una boda múltiple donde, siguiendo el tópico de las excelentes relaciones entre el alcohol y los pueblos eslavos en general, el por otro lado bastante antipático protagonista hará todo lo posible para agarrarse una borrachera considerable, reuniéndose por el camino con los músicos de una banda, antiguos compañeros de farra, con los que tan pronto están declarándose amor eterno en el conocido estado de exaltación de la amistad masculina como están dándose de ostias. Por si eso fuera poco, al director Alexander Mindadze le da un ataque creativo y decide narrar todo lo que ocurre como si en mitad de una boda usted o yo le diéramos la cámara a un sobrino espástico de nueve años y le dijéramos muy seriamente “Tú no dejes de grabar, pégate bien al cogote u otras partes corporales de la peña y ánimo, chaval, que lo vas a hacer de maravilla” El resultado ya se lo pueden ustedes imaginar: un caos narrativo de primer orden que ríase usted de aquella cosita del Dogma que hacía el cachondo de Lars Von Trier. Ah, y tranquilos, que argumentalmente la cosa no es que progrese mucho según va avanzando la trama (?): simplemente los minutos van pasando mientras el prota hace cosas cada vez más incomprensibles. El precioso e inquietante plano final de la película no sirve para redimir el naufragio de una película que parecía pretender ilustrar un desastre nuclear y acaba por convertirse por sí mismo en un desastre narrativo de primer orden. Y resulta frustrante porque la idea inicial ciertamente daba para mucho juego ¿no les parece?
SECCIÓN OFICIAL A COMPETICIÓN
TALES OF THE NIGHT (Les Contes de la Nuit) Michel Ocelot sigue a lo suyo
Ya tiene su mérito lo que lleva unos cuantos años haciendo el autor de Kirikú y la Bruja. El francés se pasa por el arco del triunfo las modas y no deja de resultar una paradoja de lo más curiosa que un hombre que se ha dado a conocer no solo como el abanderado de cierta animación tradicional y con regusto añejo mientras todo el mundo corría a abrazar las posibilidades del mundo digital, sino que además tiene como seña de identidad más reconocible que sus personajes se mueven por la pantalla como una suerte de sombras chinescas, siempre de perfil y laminados como si hubieran salido de un jeroglífico del antiguo Egipto, haya utilizado en 3D no ya para dotar a sus personajes de una dimensión más, sino para hartarse de añadir capas y más capas a los fondos sobre los que desarrolla sus historias. Vaya, que para Ocelot el 3D es algo así como poco más que dotar de cierta profundidad de campo – y hacer aun más bonitas – sus propuestas de trazo simple pero efectivo que tienen la virtud de los cuentos tradicionales de toda la vida, que ni tratan a los niños como idiotas ni juegan a guiñar el ojo a los adultos para que supuestamente les resulte menos amargo el trago de arrastrar a sus bestezuelas al cine.
Eso sí, como a Ocelot le llovió encima algún palo que otro por el barroquismo de Azur y Asnar, su anterior propuesta, esta vez ha decidido jugar sobre seguro: en lugar de apostar todo a una baza con una sola historia que desarrollar a lo largo de 90 minutos, Los Cuentos de la Noche es una colección de historias tradicionales ambientadas en los más diversos países y épocas, para que el personal no se aburra. De su querida África a la Europa Medieval, pasando por los Mayas o el Caribe, Ocelot salta constantemente de ambientes y tonos sin dejar por ello de resultar fiel a su insobornable sentido del relato clásico, llenando la pantalla de intrigas, héroes, villanos, monstruos y decisiones morales de las de toda la vida. La propuesta, desigual como no podía ser de otra forma en una película coral como ésta, tiene algún que otro momento inspirado, pero no cabe duda que tanto cuento acaba por cansar al más pintado por mucho encanto que tenga. Que lo tiene, eso no voy a discutirlo.
INNOCENT SATURDAY de Alexander Mindadze. Emborracharse ante el fin.
A veces uno no puede hacer otra cosa que enfadarse ante el discurrir de una película cuyo interés de partida es muy superior a los extraños vericuetos por los que los directores deciden hacer avanzar las tramas hasta perderse a menudo en un marasmo de confusión. Me explico: Un Sábado Inocente arranca una noche de abril de 1986 cuando un trabajador de la central nuclear de Chernobyl corre desesperado hacia la misma al darse cuenta del desastre que acaba de tener lugar.
Como quiera que el tipo conoce el percal y sabe que la radiación resultante de la explosión del reactor podía acabar en cuestión de horas con cualquiera – conviene recordar que la cantidad de material radiactivo liberado, unas 500 veces mayor que la liberada por la bomba atómica arrojada en Hiroshima en 1945, causó directamente la muerte de 31 personas y forzó al gobierno de la Unión Soviética a la evacuación de unas 135.000 personas, cosa que no sucedió precisamente de inmediato – hace lo normal ante los intentos por parte de los superiores de ocultar los hechos: correr a buscar a su chica, forzarla a salir con lo puesto en busca del tren más cercano que les aleje de allí a toda prisa y buscar la forma de salvar la vida, aun cuando uno intuya que pueda ser demasiado tarde. El instinto de supervivencia humano es lo que tiene.
Por ello mismo resulta del todo punto incomprensible que una vez que pierden el dichoso tren, esta extraña pareja decida, contra toda lógica, olvidarse de buscar otra forma de salir de la ciudad y vayan primero de compras y después a una boda múltiple donde, siguiendo el tópico de las excelentes relaciones entre el alcohol y los pueblos eslavos en general, el por otro lado bastante antipático protagonista hará todo lo posible para agarrarse una borrachera considerable, reuniéndose por el camino con los músicos de una banda, antiguos compañeros de farra, con los que tan pronto están declarándose amor eterno en el conocido estado de exaltación de la amistad masculina como están dándose de ostias. Por si eso fuera poco, al director Alexander Mindadze le da un ataque creativo y decide narrar todo lo que ocurre como si en mitad de una boda usted o yo le diéramos la cámara a un sobrino espástico de nueve años y le dijéramos muy seriamente “Tú no dejes de grabar, pégate bien al cogote u otras partes corporales de la peña y ánimo, chaval, que lo vas a hacer de maravilla” El resultado ya se lo pueden ustedes imaginar: un caos narrativo de primer orden que ríase usted de aquella cosita del Dogma que hacía el cachondo de Lars Von Trier. Ah, y tranquilos, que argumentalmente la cosa no es que progrese mucho según va avanzando la trama (?): simplemente los minutos van pasando mientras el prota hace cosas cada vez más incomprensibles. El precioso e inquietante plano final de la película no sirve para redimir el naufragio de una película que parecía pretender ilustrar un desastre nuclear y acaba por convertirse por sí mismo en un desastre narrativo de primer orden. Y resulta frustrante porque la idea inicial ciertamente daba para mucho juego ¿no les parece?
1 comentario:
La verdad es que Ocelot desconcierta, y me atrae al tiempo que me repele. Kirikú era sin duda algo nuevo en su historia, el ambiente y la estructura narrativa. La primera vez que la ví no acabé de cogerle el punto y me dejó sobre todo sorprendido. Pero la segunda sí que me gustó, y aprecíé mucho la propuesta, e incluso la tercera (los hijos, ya se sabe) no me decepcionó.
Azur y Asmar me resultó más repelente. Excesivamente barroca en lo visual durante muchos tramos. Los protas no acabaron de engancharme, y le cogí una manía tremenda al viejo cascarrabias, que me ponía muy nervioso. Pero en fin, esa libertad de acción que tiene es envidiable, y habrá que esperar a ver los cuentos para comprobar si atrapan o no.
Sobre la otra propuesta, es bien sabido que los sábados nunca son inocentes. Afortunadamente no creo que semejante cosa se estrene en España, luego nos has ahorrado el disgusto y la pérdida de tiempo. Chas gracias.
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