Hay dos argumentos que se repiten en casi todos los comentarios que he leído sobre Donde Viven los Monstruos. Uno es que no parece o no es una película para niños. El otro es que no parece encajar muy bien con la filmografía anterior de Spike Jonze, compuesta por dos títulos de estructura argumental compleja como Adaptation y Cómo Ser John Malkovich. Ambos argumentos me parecen de una miopía alarmante y dicen mucho acerca de cómo lugares comunes no demasiado razonados pueden extenderse por la crítica de cine como un pernicioso virus. Para rebatir el primero quizás lo primero que deberíamos hacer es examinar con cierto detenimiento la cuestión de qué es o qué debería ser una película para niños. Durante demasiado tiempo la tendencia dominante en lo que al cine para niños – o quizás deberíamos decir familiar – se refiere ha estado marcada por un, perdónenme la redundancia, infantilismo insufrible que jamás se plantea tratar a los niños con la inteligencia y el respeto que merecen. Y es que suele olvidarse demasiado a menudo que los niños son eso, niños, no idiotas.
Afortunadamente en este 2009 que está a punto de terminar hemos tenido una serie de películas que desafían abiertamente esa tendencia: Los Mundos de Coraline, Up, Ponyo en el Acantilado y la misma Donde Viven los Monstruos constituyen obras que con una libertad y un sentido del riesgo encomiables plantean un discurso cuya idea principal parece afirmar que no hay nada que no puedas plantearle a un niño. Tendemos a subestimar su capacidad para interpretar la realidad y caemos en el error constante de sobreprotegerlos cuando lo que viven día a día a menudo suele ser bastante más terrorífico que los mundos paralelos, extraños y estimulantes que plantean dichas obras.
Centrándonos en Donde Viven los Monstruos, no cabe duda que Jonze ha sabido – y por eso ha podido llevarlo a la pantalla – captar a la perfección el espíritu inconformista y un punto salvaje de Maurice Sendak, autor del cuento original donde en apenas unas páginas planteaba en términos sencillos una sublevación en toda regla que ha sabido conectar a lo largo de los años con niños de todo tipo. Y es que hay que estar muy desconectado de lo que uno ha sido alguna vez para no verse reflejado en ese mundo en el que Max, castigado por su comportamiento por su madre, tiene libertad absoluta para dar rienda suelta a sus instintos más primarios junto a una serie de monstruos que, de una forma u otra, reflejan aspectos de sí mismo. Lo más importante en mi opinión de la obra de Sendak – y es el espíritu al que se aferra con fuerza Jonze – es su falta de un juicio moral: aunque todo viaje supone un aprendizaje y éste no lo es menos para Max, jamás se juzgan sus comportamientos, ni la forma que tiene de enfrentarse a los conflictos. Dicho de otra forma, la mirada de Max, con todo lo magnífico y a veces terrible que tiene la mirada de un niño, es donde se sitúa el punto de vista del espectador, que se ve obligado a hacer el esfuerzo de buscar dentro de sí mismo para sintonizar con esa forma de ver el mundo.
Y aquí es donde entra el poder visual de Spike Jonze, empeñado en conseguir por todos los medios a su alcance que no nos perdamos en tan difícil empresa. Donde Viven los Monstruos conecta claramente con sus dos obras anteriores en un aspecto esencial: en todas ellas recrea un mundo que es una alternativa a la realidad – la cabeza de Malkovich, el guión imposible al que trata de dar forma Charlie Kaufman – pero tan fuertemente anclado en ella que resulta una tarea inútil desligar uno de otra. Por muy extravagantes o inverosímiles que nos puedan resultar esos mundos imaginarios, todos reflejan de un modo u otro la realidad y nos obligan a bucear en los personajes que los crean para entender las raíces que los sustentan. Desde ahí, se entiende la obsesión de Jonze por construir Donde Viven los Monstruos con un sentido de lo físico apabullante: utiliza el CGI lo justo para, apoyado en animatronics, muñecos y hombres con disfraces gigantes como si de una versión desmadrada de Jim Henson se tratara, atrapar la calidez y el refugio que Max necesita sentir de forma desesperada en su huida de la realidad hacia un mundo que le resulte más acogedor. Ese empeño se transmite al espectador, que si se trata de un adulto recibe esa sensación con una mezcla de agrado y cierto lógico extrañamiento. Al fin y al cabo se le está pidiendo que abrace de nuevo sin reparos algo que hace mucho que dejó atrás.
Donde Viven los Monstruos es, eso sí, una película mucho más personal e intuitiva que los anteriores trabajos de Jonze, que bajo la omnipresente sombra del guionista Charlie Kaufman buscaban a través de alambicadas estructuras argumentales desarmar y apabullar al espectador. Pero ojo, no se dejen engañar: que su última película tenga un argumento mucho más sencillo y lineal no supone en ningún caso que ésta no sea un trabajo de lo más laborioso. Muy al contrario, el afán de Jonze por contar su historia de forma simple le obliga a dar lo mejor de sí mismo en su narrativa visual para que la película sea capaz de llevarnos a la mente de ese niño y transmitirnos con igual precisión su fascinación por todo lo que descubre como sus intentos de comprender ese mundo del que ha sido nombrado rey y que acabará por revelarse incontrolable.
Jonze y su guionista Dave Eggers hacen un excelente trabajo perfilando a cada uno de los monstruos en su relación con Max, que va descubriendo en cada uno de ellos reflejos de la realidad y de sí mismo, un trabajo con trazos terapéuticos cuyo análisis detenido excedería con mucho el espacio de esta reseña. Baste sin embargo señalar el despojamiento formal con el que Jonze asume la representación visual de los distintos estados de ánimo tanto de esa auténtica familia disfuncional como ese Max desbordado por un mundo cuyas reglas, al igual que las de su propia realidad, tampoco alcanza a comprender del todo. Destaca en particular, su relación con el inestable Carol, que reacciona ante la frustración con la misma ira destructiva e incontrolada de Max. Sus paseos por el desierto, la visita al refugio donde Carol ha construido su visión perfecta de su mundo como debería ser evitando lo que es, su conversación al borde del mar, todas ellas son escenas tratadas con una extraña melancolía y que desprenden una poesía muy particular que encandilará a algunos y espantará a otros. Personalmente, yo no pude evitar sentirme conmovido por ellas u otras como la conversación con Alexander, en la que Max consigue empatizar con el hecho de que hay un monstruo al que nadie escucha nunca o la fiereza maternal de KW, que llega al extremo de devorar aquello que se pretende proteger, una metáfora tan poderosa como inquietante.
Quizás la verdadera manera de medir el alcance real de Donde Viven los Monstruos consista en ir a verla acompañado de esos niños a los que la película va primordialmente dirigida y escuchar lo que tienen que decir al respecto. Por muchas vueltas que queramos darle a esta película un tanto inclasificable que provoca tanta fascinación como extrañamiento hace tanto tiempo que nuestra mirada es adulta que no quizás no baste la abstracción que podamos hacer para apreciarla en su justa medida. Al fin y al cabo, este retrato de la infancia como un territorio salvaje e inconformista, hecho con un encomiable sentido de la honestidad e inteligencia tenga su justo reflejo en ese plano final inexpresivo y acaso algo confuso de Max, lógico si se piensa que tras semejante vaciado interior queda poco más por decir y mucho más que construir ante el incierto futuro que, como a todos los niños de su edad, le aguarda tras esa pérdida de la inocencia que, de forma paradójica, reivindica Spike Jonze de forma más que notable.
Afortunadamente en este 2009 que está a punto de terminar hemos tenido una serie de películas que desafían abiertamente esa tendencia: Los Mundos de Coraline, Up, Ponyo en el Acantilado y la misma Donde Viven los Monstruos constituyen obras que con una libertad y un sentido del riesgo encomiables plantean un discurso cuya idea principal parece afirmar que no hay nada que no puedas plantearle a un niño. Tendemos a subestimar su capacidad para interpretar la realidad y caemos en el error constante de sobreprotegerlos cuando lo que viven día a día a menudo suele ser bastante más terrorífico que los mundos paralelos, extraños y estimulantes que plantean dichas obras.
Centrándonos en Donde Viven los Monstruos, no cabe duda que Jonze ha sabido – y por eso ha podido llevarlo a la pantalla – captar a la perfección el espíritu inconformista y un punto salvaje de Maurice Sendak, autor del cuento original donde en apenas unas páginas planteaba en términos sencillos una sublevación en toda regla que ha sabido conectar a lo largo de los años con niños de todo tipo. Y es que hay que estar muy desconectado de lo que uno ha sido alguna vez para no verse reflejado en ese mundo en el que Max, castigado por su comportamiento por su madre, tiene libertad absoluta para dar rienda suelta a sus instintos más primarios junto a una serie de monstruos que, de una forma u otra, reflejan aspectos de sí mismo. Lo más importante en mi opinión de la obra de Sendak – y es el espíritu al que se aferra con fuerza Jonze – es su falta de un juicio moral: aunque todo viaje supone un aprendizaje y éste no lo es menos para Max, jamás se juzgan sus comportamientos, ni la forma que tiene de enfrentarse a los conflictos. Dicho de otra forma, la mirada de Max, con todo lo magnífico y a veces terrible que tiene la mirada de un niño, es donde se sitúa el punto de vista del espectador, que se ve obligado a hacer el esfuerzo de buscar dentro de sí mismo para sintonizar con esa forma de ver el mundo.
Y aquí es donde entra el poder visual de Spike Jonze, empeñado en conseguir por todos los medios a su alcance que no nos perdamos en tan difícil empresa. Donde Viven los Monstruos conecta claramente con sus dos obras anteriores en un aspecto esencial: en todas ellas recrea un mundo que es una alternativa a la realidad – la cabeza de Malkovich, el guión imposible al que trata de dar forma Charlie Kaufman – pero tan fuertemente anclado en ella que resulta una tarea inútil desligar uno de otra. Por muy extravagantes o inverosímiles que nos puedan resultar esos mundos imaginarios, todos reflejan de un modo u otro la realidad y nos obligan a bucear en los personajes que los crean para entender las raíces que los sustentan. Desde ahí, se entiende la obsesión de Jonze por construir Donde Viven los Monstruos con un sentido de lo físico apabullante: utiliza el CGI lo justo para, apoyado en animatronics, muñecos y hombres con disfraces gigantes como si de una versión desmadrada de Jim Henson se tratara, atrapar la calidez y el refugio que Max necesita sentir de forma desesperada en su huida de la realidad hacia un mundo que le resulte más acogedor. Ese empeño se transmite al espectador, que si se trata de un adulto recibe esa sensación con una mezcla de agrado y cierto lógico extrañamiento. Al fin y al cabo se le está pidiendo que abrace de nuevo sin reparos algo que hace mucho que dejó atrás.
Donde Viven los Monstruos es, eso sí, una película mucho más personal e intuitiva que los anteriores trabajos de Jonze, que bajo la omnipresente sombra del guionista Charlie Kaufman buscaban a través de alambicadas estructuras argumentales desarmar y apabullar al espectador. Pero ojo, no se dejen engañar: que su última película tenga un argumento mucho más sencillo y lineal no supone en ningún caso que ésta no sea un trabajo de lo más laborioso. Muy al contrario, el afán de Jonze por contar su historia de forma simple le obliga a dar lo mejor de sí mismo en su narrativa visual para que la película sea capaz de llevarnos a la mente de ese niño y transmitirnos con igual precisión su fascinación por todo lo que descubre como sus intentos de comprender ese mundo del que ha sido nombrado rey y que acabará por revelarse incontrolable.
Jonze y su guionista Dave Eggers hacen un excelente trabajo perfilando a cada uno de los monstruos en su relación con Max, que va descubriendo en cada uno de ellos reflejos de la realidad y de sí mismo, un trabajo con trazos terapéuticos cuyo análisis detenido excedería con mucho el espacio de esta reseña. Baste sin embargo señalar el despojamiento formal con el que Jonze asume la representación visual de los distintos estados de ánimo tanto de esa auténtica familia disfuncional como ese Max desbordado por un mundo cuyas reglas, al igual que las de su propia realidad, tampoco alcanza a comprender del todo. Destaca en particular, su relación con el inestable Carol, que reacciona ante la frustración con la misma ira destructiva e incontrolada de Max. Sus paseos por el desierto, la visita al refugio donde Carol ha construido su visión perfecta de su mundo como debería ser evitando lo que es, su conversación al borde del mar, todas ellas son escenas tratadas con una extraña melancolía y que desprenden una poesía muy particular que encandilará a algunos y espantará a otros. Personalmente, yo no pude evitar sentirme conmovido por ellas u otras como la conversación con Alexander, en la que Max consigue empatizar con el hecho de que hay un monstruo al que nadie escucha nunca o la fiereza maternal de KW, que llega al extremo de devorar aquello que se pretende proteger, una metáfora tan poderosa como inquietante.
Quizás la verdadera manera de medir el alcance real de Donde Viven los Monstruos consista en ir a verla acompañado de esos niños a los que la película va primordialmente dirigida y escuchar lo que tienen que decir al respecto. Por muchas vueltas que queramos darle a esta película un tanto inclasificable que provoca tanta fascinación como extrañamiento hace tanto tiempo que nuestra mirada es adulta que no quizás no baste la abstracción que podamos hacer para apreciarla en su justa medida. Al fin y al cabo, este retrato de la infancia como un territorio salvaje e inconformista, hecho con un encomiable sentido de la honestidad e inteligencia tenga su justo reflejo en ese plano final inexpresivo y acaso algo confuso de Max, lógico si se piensa que tras semejante vaciado interior queda poco más por decir y mucho más que construir ante el incierto futuro que, como a todos los niños de su edad, le aguarda tras esa pérdida de la inocencia que, de forma paradójica, reivindica Spike Jonze de forma más que notable.
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