lunes, octubre 31, 2005

SEMINCI, Crónica final: el Palmarés

SEMINCI, Crónica 9. David Garrido Bazán. Cobertura de la 50 Seminci para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados.

Palmarés final: Me encantan las historias circulares.

Teatro Calderón. Sala de los espejos. 11:50 AM. Faltan diez minutos para que el Jurado dé lectura al Palmarés de la 50 Edición de la Seminci, y la sala se está llenando rápidamente. De pronto, una voz conocida se dirige al cronista:

- Hola, ¿Está ocupada esa silla?
- Si - respondo de forma instintiva, sin fijarme en quien me habla – Se la estoy guardando a un compañero de… - miro, dudo. No me lo puedo creer.
- Bueno, no importa. Creo que esa de delante tuya esta libre. ¿Qué? ¿Qué tal el Festival? ¿Has visto más cosas que te gustaran tanto como La Dignidad de los Nadies? – Servidor está todavía patidifuso

Hay que joderse. Una vez más, Mercedes Sampietro estaba delante de mí. Y como soy incapaz de mantener una promesa, ni siquiera las que me impongo en estas crónicas, me había dejado en casa el libro dedicado a ella que me prometí a mi mismo que llevaría durante el resto de la Seminci como penitencia por no haberla reconocido hacía una semana (Véase Crónica 2). Y sin una maldita cámara a mano. Con lo que a mi me gustan las historias circulares. “Esto, cuando lo cuente, no se lo va a creer nadie” pensaba para mis adentros. Menos mal que tengo testigos. En fin.

- ¿Sabes que no te reconocí la primera vez que te vi el otro día? Me di cuenta después de un rato que estaba hablando contigo…
- Uy, no te preocupes. A mi eso me pasa constantemente, y te aseguro que con mi cargo es mucho peor…

Menudo lujo. La presidenta de la Academia Española sentada delante de mí esperaba pacientemente, como todos nosotros, a que el Jurado diera lectura al palmarés. En realidad habría que decir los Jurados, pues hay tantas secciones y premios que cada categoría tiene su propio tribunal. Así los errores se reparten más y no les caen las broncas y los pateos siempre a los mismos, que estos chicos de la prensa ya se sabe como son…

Total, que comenzó la cosa con el Premio del Público. Les voy a contar una cosa de este premio: el año pasado (y los anteriores, según tengo entendido) los premios del público se votaban de una manera muy democrática. A la entrada a la sala te daban un folleto con el título de la película y con las cuatro esquinas del mismo numeradas del 1 al 4. Uno veía la peli, recortaba el número que le parecía y depositaba su voto en unas urnas ad-hoc colocadas a la salida de la sala. Supongo que el problema para la organización sería que tendría que tener a alguien que contabilizara esos votos, sacara la media y todo lo necesario. Fuera como fuera, el nuevo equipo ha tenido la brillante idea de modernizar el sistema: ahora el premio del público se entrega vía SMS. Uno coge su móvil, envía un mensaje con unas claves para cada peli y su voto y digo yo que habrá un sistema que hará todo el proceso. Estupendo. Solo que a) la gente pasa de gastarse las pelas en un SMS por una chorrada como ésta y B) No le pidas a una abuela de 60 años que envíe un SMS para votar por el premio del público, porque lo más seguro es que te mande a freír espárragos, con lo que la universalidad del sistema queda un poco en entredicho.

- El ganador del Premio del público este año es: Vida y Color de Santiago Tabernero

Unas nada disimuladas risas recorrieron la sala. Una de dos: o Santiago Tabernero tiene muchos amiguitos o el sistema estaba borracho. Porque sino a ver como se explica que la que para muchos (un servidor incluido) es una de las peores películas de la Sección Oficial haya sido la ganadora del premio del publico. A lo mejor es lo que dice un amigo mío, que la gente la ha votado agradecida porque les ha ahorrado ver varios capítulos de Cuéntame.

- ¿Qué tal está la película ésta de Vida y Color?

Horror. La Presidenta de la Academia en persona me preguntaba, escuchando el cachondeo de la sala sobre este Premio, por la dichosa película. Menudo brete. A ver como salgo de ésta.

- Hmmm… Segundo Asalto está muy bien. Ha gustado mucho por aquí.

Y si cuela, cuela. Menos mal que el Jurado seguía anunciando premios y había que callarse y seguir escuchando.

- Sección Punto de encuentro: Primer Premio para Ruido de Marcelo Bertalmío, Uruguay. Cortometrajes: Post-it de Michele Rho, Italia.

En fin. El jurado joven que otorga el premio a la sección Punto de Encuentro había optado por la película que tuvo mayor éxito de público, lo que no quiere decir que sea una buena película, ni mucho menos (véase crónica 2) No he visto las suficientes pelis de Punto de Encuentro para juzgar, pero al menos Sueños de Shangai me pareció mejor. Y algunos de mis compañeros hablan muy bien de La Cosecha de Hielo de Harold Ramis. Pero, como el año pasado, creo que el nivel medio de la sección paralela ha sido bastante flojito.

- Sección Documental Tiempo de Historia. Dos Segundos Premios: Trece entre Mil de Iñaki Arteta, España (aplausos) y El Mamut Siberiano de Vicente Ferraz, Brasil (silencio). Primer Premio Ex-Aequo para Cuadernos de Contabilidad de Manolo Millares, España – gran conmoción y aplausos: parte del equipo de la peli, director incluido, está en la sala, y se nota el jaleo – y La Dignidad de los Nadies de Pino Solanas, Argentina – gran jaleo y aplausos, casi todos provocados por mi persona: acabo de escuchar el premio que más ganas tenía de oír y me dejo llevar por el entusiasmo. Que se entere el Jurado que estoy con ellos.

Mercedes Sampietro se ha dado la vuelta y ha sonreído tres veces: dos por los documentales españoles premiados y una por escucharme celebrar el premio a La Dignidad de los Nadies.

- Te devuelvo la recomendación: la peli de Manolo Millares está muy bien, a ver si puedes verla.
- En cuanto pueda, Presi.

Dicho esto, Mercedes Sampietro se levanta de su asiento y se va a felicitar a los miembros del equipo de Cuadernos de Contabilidad de Manolo Millares, cuya alegría es más que considerable. Por un instante temo que les echen de la sala. Pero les salva el cambio de tercio. Entra un nuevo Jurado. Son tres de los cinco miembros de la prestigiosa FIPRESCI, el jurado de la crítica internacional. Semblante serio.

- La FIPRESCI quiere anunciar, antes de dar lectura al galardón, que para este Premio ha tenido en cuenta la totalidad de las películas presentadas en la Sección Oficial, estuvieran o no a concurso.

De nuevo la sala se llena de murmullos. Inaudito. Nunca antes un jurado de la Fipresci ha premiado películas que no estén a concurso por haber recibido galardones en otros festivales. Teóricamente, mientras no hayan recibido el Premio Fipresci en otro Festival, pueden premiar a cualquier película exhibida en la Seminci, pero es algo que no suele hacerse. Eso quería decir que le iban a dar el premio a Brokeback Mountain de Ang Lee o a Arcadia de Costa Gavras. Me extrañaba que, por la introducción, no fuera para Manderlay. Caché y Mi Nikifor no contaban, pues ya fueron premiadas en Cannes y Atenas respectivamente por otros Jurados Fipresci.

- El premio Fipresci de esta 50 Seminci es para Joyeux Nöel (Feliz Navidad) de Christian Carion, Francia.

Pitos generalizados. ¿Pero se puede saber que broma es ésta? El Jurado de la Federación Internacional de Críticos acababa de dar su premio, que habitualmente reconoce el riesgo o la innovación de una película que rara vez gusta a todos pero que no suele dejar indiferente (Tideland de Terry Gilliam en San Sebastián, Batalla en el Cielo en Rio de Janeiro, Caché en Cannes, La Pesadilla de Darwin en Sydney, El Sabor de la Sandía en Berlín, por poner algunos ejemplos) a la película más complaciente y ñoña de los últimos tiempos. Que esto lo haga un Jurado normal, pues vale, pero caramba, se supone que los de la Fipresci son gente seria que lleva muchos años en esto de la crítica de cine. El ambiente se estaba calentando por momentos. Y en estas estamos cuando los de las Fipresci salen corriendo (antes de que alguno les tire algo) y entran los miembros del jurado internacional, con los periodistas ya un poco de uñas. Manuel Hidalgo, conciliador, templa ánimos.

- Bueno, venga. Vamos a dar lectura al Palmarés y esperemos que no nos pateéis mucho. Empezamos por el Premio a la Mejor Fotografía: Jie Du, por Ping Pong Mongol

Silencio indiferente. Era una de las opciones fáciles, lo que no quiere decir que sea un premio inmerecido. Seguimos expectantes.

- Premio a la Mejor Interpretación Femenina: Krystyna Feldman por Mi Nikifor.

Pues ídem de ídem. Estaba entre las candidatas por su transformación a lo Linda Hunt. Tampoco era una sorpresa, ni mucho menos. Pero seguía faltando algo de riesgo: podían haber optado por un ex-aequo para Ingrid Rubio y Valeria Bertuccelli o por Blanca Lewin, la protagonista de En La Cama, incluso por el divertido papel de China Zorrilla en Elsa y Fred. Pero nada que objetar. Seguimos para bingo.

- Premio a la Mejor Interpretación Masculina: Melvin Poupaud por El Tiempo que Nos Queda.

Vaya. Nos lo temíamos. Sabíamos que la presencia de André Techiné el frente del jurado podría favorecer a la película francesa. Lástima: este podría haber sido un buen premio para Darío Grandinetti o, con mucho más sentido del riesgo, el histriónico Armin Rhode de Banquete de Boda. El silencio sigue siendo de lo más intranquilizador. La gente sigue esperando.

- Premio Pilar Miró a la Mejor Dirección Novel: Daniel Cebrián, por Segundo Asalto.

Hay tímidos aplausos. La verdad es que Segundo Asalto está bien, pero este premio bien podría haber reconocido a Hans Canosa por Conversaciones con Otra Mujer y sus experimentos con la pantalla partida. La anécdota es que Daniel Cebrián no está en la sala. Una hora más tarde nos lo cruzaríamos en la Plaza Mayor, le felicitaríamos por su Premio y le indicaríamos el camino al Teatro Calderón, donde le esperaban varias entrevistas. Imaginen las expectativas que el propio Cebrián tendría sobre este premio, que a la postre cubrió la cuota española del Palmarés.

- Espiga de Plata: El Tiempo que nos queda, de François Ozon, Francia.

Más tímidos aplausos y algún que otro pateo. La peli de Ozon es una versión a lo gay de Mi Vida sin Mi de Isabel Coixet, y la catalana lo hizo infinitamente mejor, las cosas como son. La peli no ha gustado a la prensa en general, y eso se nota en la frialdad con la que es recibido este galardón, el segundo del palmarés para la cinta francesa. Joder con Techiné, como barre para casa el tío.

- Espiga de Oro: En La Cama de Matías Bizé, Chile.

Muchos aplausos. Es la película que mayores debates y polémicas ha levantado. Para unos, es un atrevimiento notable que sale bien parada e incluso emociona. Para otros, es un truño insufrible con aires de modernez pedante. Para otros poquitos, no es nada. Se salieron de la proyección a los pocos minutos y no le dieron una oportunidad. Para este cronista es una peli interesante, desigual, irregular. La Espiga de Oro es a todas luces demasiado premio, aunque es evidente que el Jurado ha despejado la incógnita: la película que más les ha gustado es la del premio especial 50 Aniversario, que para eso la leen la última.

- Premio Especial 50 Aniversario ex–aequo para Caché de Michael Hanecke y Manderlay de Lars Von Trier. El Jurado reconoce en estas dos películas la madurez artística de dos cineastas europeos de trayectoria muy personal.

En otras palabras: que no nos mojamos, oiga usted. Que las dos mejores pelis de la Sección Oficial se repartan la pasta y a otra cosa, mariposa, que nosotros ya hemos cumplido. Sin duda alguna el Jurado ha estado de lo más complaciente y no se ha pringado en resolver la cuestión que mayores debates suscitaba ¿Von Trier o Hanecke? Pues ambos y listo, que para eso están los ex-aequos. Claro que… está por ver si a los distribuidores de estas dos películas (que recordémoslo, ya participaron en Cannes sin llevarse ningún premio gordo) les hará gracia la broma de tener que repartirse los 50.000 euros que ya de por sí debían repartirse entre el productor y el director del filme – o sea, que va a haber que hacer cuatro partes, al menos – mientras comparten la dudosa gloria de un premio especial del Jurado que, la verdad, no queda tan bonito como esa Espiga de Oro que la chilena En La Cama va a disfrutar en solitario. No se yo. Lo que si puedo decirles es que la decisión final del jurado no gustó demasiado a la Prensa. A un servidor lo que sí le pareció justo fue que el premio gordo de los cortos fuera para una maravilla de la animación llamada Las Misteriosas Exploraciones Geográficas de Jasper Morello, una película australiana de ciencia ficción retro, con iconografía propia del siglo XIX y naves impulsadas a vapor que surcan los aires como si estos fueran mares desconocidos a explorar, con enormes montañas de piedra flotantes que esconden monstruos extraños y otras sorpresas: anoten el título, que al igual que pasó con Ryan el pasado año, puede que veamos esta película en la categoría del Oscar al Mejor cortometraje de Animación.

Epílogo: Un par de horas después, en un céntrico restaurante vallisoletano, unos cuantos periodistas dábamos buena cuenta de unas chuletas de buey regadas con un buen tinto de la Ribera del Duero. De repente, sin que nadie se de cuenta de nada, entra el actor Daniel Brühl acompañado del algunos amigos.
- Eh, Daniel ¡Feliz Navidad! – saludamos algunos con no poca sorna.
El aludido, uno de los protagonistas de la película de clausura que había ganado el Premio Fipresci, se vuelve, sonríe, saluda y se va a su mesa. “Malditos cachondos”.
Un año más, que nos quiten lo bailao, que no es poco. Hasta el 2006.

sábado, octubre 29, 2005

SEMINCI, Crónica 8: Manderlay, Mi Nikifor y Feliz Navidad

SEMINCI, Crónica 8. David Garrido Bazán Cobertura de la 50 Seminci para La Butaca.Net Todos los Derechos Reservados.

La brillante mala leche de Lars Von Trier, el síndrome Linda Hunt y la guerra de Gila

Esta 50 Seminci, pase lo que pase en el palmarés que mañana dará a conocer el jurado, tendrá para siempre un agujero negro en su album de fotos: la ausencia del deseado Lars Von Trier, que al final no ha hecho su anunciada aparición por el Festival. Su deserción final parecía pesar un poco sobre el ánimo de los que nos disponíamos, a las 8:30 de la madrugada, a disfrutar de Manderlay, la segunda parte de la trilogía ‘americana’ que el provocador cineasta danés ha construido alrededor del idealista personaje de Grace, que en Dogville tenía los rasgos de Nicole Kidman, aquí los de la joven Bryce Dallas Howard – que por cierto está francamente bien en su difícil cometido – y en la futura Wasington (así, sin h) aun no sabemos. Manderlay es una película inteligente y brutal que trata temas tan dolorosos y polémicos en los EE.UU como la segregación racial, la esclavitud y el racismo, pero que también le da un buen repasito a algunos conceptos como la democracia, la libre elección y lo que el hombre es capaz de hacer con esa libertad que sin duda van a levantar numerosas ampollas no solo en la sociedad estadounidense, sino en cualquiera de las acomodadas occidentales, tan orgullosas ellas de lo que han conseguido a lo largo de las últimas décadas, olvidando que aun queda mucho camino por recorrer. La acción de la película, formalmente idéntica a Dogville – es decir, rodada en un único y enorme espacio interior, con un decorado compuesto de unos cuantos elementos sobrios y multitud de marcas en el suelo que delimitan las distintas estancias de la plantación donde se desarrolla la historia – arranca exactamente en el punto donde dejábamos a Grace y a su padre, tras haber arrasado por completo aquel pueblecito del interior de los USA salvajemente purificado de sus pecados.


Ahora se topan con una plantación en Alabama, la Manderlay del título, en la que, pese a que hace ya más de setenta años que la esclavitud fue abolida – estamos en 1933 –, todo sigue igual que entonces, con una población compuesta de varias decenas de negros y una vieja ama moribunda (Lauren Bacall, en un breve papel distinto del que hizo en Dogville, claro) que los gobierna. Grace, llevada por su inquebrantable espíritu idealista y bienintencionado, decide emprender una nueva misión tras la muerte del ama: enseñar a esos negros que no conocen otro mundo que el de Manderlay y ahora de repente manumitidos a disfrutar de las ventajas que les proporciona su nueva condición de hombres libres y dueños de su destino. Es aquí donde entran en juego conceptos como la democracia – la toma de decisiones de forma mayoritaria mediante votación en asamblea ¿quién asegura que la democracia es la mejor forma de gobernarse? – la asunción de responsabilidades por sus actos – la libre elección conlleva un inconveniente: nadie te dice lo que debes hacer, así que has de ser lo suficientemente inteligente como para hacerlo por ti mismo – la forma en la que se debe autogestionar la plantación para que sus nuevos dueños puedan vivir de ella, etc. La fábula moral de la película tiene además una lectura sumamente inquietante, pues Grace no se queda sola en Manderlay, sino que su padre le proporciona unos cuantos gangsters bien armados para que ella tenga los recursos para llevar a cabo sus objetivos y aunque Grace no recurre a ellos salvo cuando es absolutamente necesario, no cabe duda que esa situación hace pensar en la forma en la que Bush y sus muchachos andan ahora por cierto país de Oriente Medio imponiendo por la fuerza esos conceptos de libertad, democracia, etc. Este es un detalle que dista mucho de ser casual y que presumiblemente también será motivo de cierta polémica cuando la película llegue a las carteleras estadounidenses.

Pero volviendo a la trama de Manderlay, lo que si queda bien patente en esta nueva propuesta del juguetón realizador danés es que tiene una mala leche considerable. Su película explora a fondo, en un tono acaso aun más cínico de lo que lo hacía en Dogville, como las buenas intenciones, el idealismo ciego desprovisto de un cierto pragmatismo puede de nuevo acarrear desgracias sobre aquellos a los que se pretende ayudar. No es apropiado hacer aquí, por razones de espacio, un extenso análisis sobre los muchos temas que toca Manderlay en esta magnífica película que, aun lidiando con el inconveniente de que su propuesta formal ya nos es conocida de Dogville y, por lo tanto, mucho menos impactante – algo de lo que el propio realizador es consciente, pues da por sabido que el espectador ya está más que familiarizado con ella y no incide más de lo necesario sobre el particular, lo que no significa que no le saque un considerable partido – tiene la ventaja de ser una película mucho más compacta que la primera, con un guión algo menos disperso y que elabora un contundente discurso que, sobre todo en su espléndida media hora final, no dejará a nadie indiferente.

Algunos pueden argüir que Von Trier sigue elaborando densos tratados filosóficos en lugar de películas, pero a un servidor le apasiona la forma en la que el realizador danés, sin concesiones, deja al descubierto muchas de las vergüenzas ocultas o disimuladas en nuestra cómoda manera de dejarnos llevar por una autocomplacencia nada recomendable. Su cine provoca reflexiones tremendas y remueve las malas conciencias de los espectadores, y a mi un cine que provoca tales perturbaciones siempre me parece digno de admirarse. Junto con el terrible Hanecke, Lars Von Trier es el cineasta que ha presentado la obra más madura e interesante de esta Seminci, y ese atrevimiento, que no se vio recompensado en Cannes, debería tener reconocimiento en el palmarés de la Seminci.

Sin apenas tiempo para recuperarnos de la conmoción que el huracán Von Trier había dejado entre la prensa – tenían ustedes que haber sido testigos de algunas de las discusiones que se montaron en el café de enfrente del Teatro Calderón durante la hora larga que dejó libre la espantá de Von Trier ¡ahora si que lamentábamos su ausencia de verdad! – nos aprestamos a afrontar la última película de la Sección Oficial, la polaca Mi Nikifor, una obra que venía precedida de un enorme éxito en su país de origen y avalada con unos cuantos galardones de prestigio en varios festivales, pero a la que sin duda le perjudicó sobremanera ser visionada después de Manderlay. Y es que esta correcta historia de amistad entre un personaje de lo más peculiar, el Nikifor del título - un hombre ya muy mayor de aire chaplinesco que se encuentra en un estado mental y físico bastante deteriorado que sobrevive vendiendo sus cuadros naif a los turistas que visitan un balneario - y un artista sin talento que deviene su protector aun a costa de sacrificar para ello su propia estabilidad familiar, es una película tan gélida como los helados parajes que la excelente fotografía de Krzysztof Ptak retrata. El director Krzysztof Krauze y la guionista Joanna Kos – que por cierto se conocieron y acabaron casándose gracias a su admiración común por este personaje real que pintó más de 40.000 cuadros a lo largo de su fecunda vida - cuyo guión para este proyecto tardó cinco años en elaborarse, decidieron hacer una película que respetara formalmente la visión de la vida de tan peculiar personaje, de tal forma que la obra está rodada con una sucesión de planos fijos – tal y como Nikifor hacía sus cuadros - algunos sin duda de una inquietante belleza, pero que se traduce en una lentitud en el ritmo de la historia que puede llegar a crispar los nervios del más templado.

La historia, eso si, es de una integridad insobornable y de una austeridad pareja al modo de vida de los últimos años del pintor, que sin tener familia alguna ni nadie que cuide de él, acaba encontrando en el sacrificado pintor de poca monta Mariam Wlosinski el protector que le ayudará a seguir haciendo lo único que motiva su existencia: pintar. La obra se configura así como una austera búsqueda de la esencia del talento y la verdad es que no es una película que se esfuerce por atraer la atención del espectador con los habituales recursos melodramáticos. Todo lo contrario: es una película pesada, densa, incluso desagradable a ratos a pesar del algún momento aislado de humor, que se esfuerza – y finalmente consigue en la mayoría de los casos – expulsar al espectador de lo que está viendo, demandando de éste una voluntad férrea que, la verdad, a estas alturas del Festival es pedir demasiado. Sin ser una mala película – cosa que no es – sí se hace un plato muy indigesto.

Eso si, la película cuenta con una curiosidad de la que los muchos que no habíamos hecho los deberes previos no fuimos conscientes hasta que llegaron los títulos de crédito finales. El personaje del avejentado y frágil Nikifor... está interpretado por una actriz, Krystina Feldman, que a sus 80 años encarna a la perfección el que sin duda será el papel más importante de su vida, reeditando aquella inolvidable interpretación que le valió a Linda Hunt un Oscar por haber dado vida a un fotógrafo en El Año que Vivimos Peligrosamente. Les puedo asegurar – y aporto mi propia experiencia: servidor no se dio cuenta de nada durante el filme – que el trabajo de caracterización es tan perfecto que resulta imposible, si no es algo que se sepa previamente, adivinar que ese tenaz pintor enfermo de tuberculosis es en realidad una actriz que sin duda se perfila con este trabajo tan inusual como una de las candidatas al premio de interpretación... estooo....¿femenina?

La Seminci ha adoptado la un tanto molesta costumbre de regalarnos melosamente los oídos con sus blanditas y complacientes películas de clausura. Si el año pasado despedimos con Los Chicos de Coro, esta vez le ha tocado el turno a Joyeux Noel (Feliz Navidad) una historia increíble ambientada en la Nochebuena de 1914, en plena I Guerra Mundial, que parte, sí, de un hecho histórico conocido pero que lo retuerce y extiende hasta tales extremos que haría revolverse en su tumba al autor de Senderos de Gloria, Stanley Kubrick. Tras una presentación en la que somos testigos de la forma en la que se educaba a los escolares de tres países distintos (Alemania, Francia, Escocia) en el odio a las naciones tradicionalmente enemigas a través de patrióticas y siniestras cancioncillas, el director Christian Carion nos sumerge de lleno en los horrores de los primeros meses de contienda de la I Guerra Mundial – ya saben ustedes: trincheras, ametralladoras, niebla, barro, nieve, muertos por suicidas ataques a la bayoneta y todo el imaginario habitual – a los sones de una BSO de Philippe Rombi que debió haberse escuchado unos cuantos de miles de veces la música de Hans Zimmer para La Delgada Línea Roja antes de sentarse a componerla. El frente se estabiliza y llegamos a la Nochebuena de 1914. En el lado alemán hay un soldado que es un tenor de renombre cuya amante, la guapa soprano Diane Krüger, está removiendo cielo y tierra para conseguir que le permitan dan un recital a los oficiales para verle aunque sea por unas horas.

En el lado francés hay un buen puñado de soldados que no tienen noticia de sus familiares, atrapados tras las líneas alemanas, y hay un teniente, Gillaume Canet, que hace lo que puede para mantener intacta la moral pese a las suicidas misiones que les encargan los generales de su ejército. Por su parte, un destacamento de soldados escoceses aliados reciben confort espiritual por parte de un capellán castrense entregado a su tarea, Gary Lewis, lo que no sirve de mucho consuelo a un soldado que acaba de perder a su hermano en combate. Así las cosas, el recital se lleva a cabo en el Cuartel general alemán en medio de una lujosa fiesta pero entonces al tenor le entra mala conciencia y decide irle a cantar a sus compañeros de trinchera para aliviar sus penas en una noche tan señalada (¡y la soprano le acompaña al frente, no veas!). Al oírle cantar, los escoceses que por supuesto van armados con las inevitables gaitas, se dedican a acompañar sus canciones y poco a poco, se va creando un ambiente musical en el que los miembros de todos los países en conflicto deciden por su cuenta establecer un tregua y, saliendo de las trincheras, intercambiarse alimentos, bebidas, fotos, cartas y experiencias varias.

Claro, como pueden ustedes imaginarse, el problema es que cuando tienes, por esas cosas de la guerra, que disparar o clavarle la bayoneta en las costillas al tipo que tienes enfrente, no es muy aconsejable relacionarte demasiado con él, no vayas a caer en la cuenta que es igual que tú y te de un poco de mal rollo liquidarlo. Pero una vez que empieza la confraternización el proceso es imparable y los soldados, hartos de tanta guerra estúpida, prefieren jugar al fútbol que andar matándose unos a otros con lo que aquello acaba pareciéndose mucho a las historias de guerra que contaba el gran maestro Gila, esas de “¿Está el enemigo? Que se ponga... Oye que ¿cuando vais a atacar mañana?” y así sucesivamente. La cosa tiene su gracia, desde luego – la secuencia del teniente alemán, en plena fase de exaltación de la amistad, avisando a los aliados de que la artillería va a atacar sus trincheras en diez minutos y refugiándolos en la suya propia y viceversa, es irresistiblemente divertida - aunque no hay quien se trague tantísimo buen rollo, por mucho que la película esté basada en hechos reales documentados de confraternizaciones espontáneas que tuvieron lugar en esa Navidad de 1914, y el problema es que las situaciones se van haciendo cada vez más difíciles de creer, aunque ya se sabe que a menudo la realidad supera cualquier ficción.

Además, como ya pasaba en Los Chicos del Coro, el uso de la música es tan sensiblero que uno se pasa la película deseando que alguien le meta de una buena vez un tiro entre ceja y ceja a Benno Fürmann, el pesadito tenor que nos castiga los oídos con la ópera y lo cierto es que el conjunto de la película deviene en un mensaje tan complaciente que aunque serán del gusto de sensibilidades que se conmuevan con estas cosas en plan “¡Que bonita!”, repugnan a quienes ya tenemos desarrollado un más que considerable espíritu cínico. La música amansará a las fieras, provocará reuniones espontáneas entre soldados enemigos y todo lo que ustedes quieran pero no es lo mismo usar eso a la manera que lo hizo Kubrick en la magistral escena final de la terrible Senderos de Gloria que hacerlo sin pudor alguno a lo largo de la mayor parte de esta blandita y sensiblera película que, pese a que en algunos momentos tiene cierta gracia (surrealista y sin embargo rigurosamente cierto lo del envío de miles de árboles de navidad al frente en el bando alemán o el destino del gato que circula de una trinchera a otra, que en la película acaba en prisión... y que, aunque les cueste creerlo, en la realidad fue fusilado por espionaje) no ha gustado nada en términos generales a la prensa aquí acreditada. Y es a veces hay cosas que, por mucho que sean reales y por raro que suene, es mejor tergiversarlas si se quiere conseguir una buena película.

Bueno, pues hasta aquí ha llegado la Sección Oficial de la Seminci. Mañana al mediodía tendremos el palmarés de un Jurado compuesto por las actrices Maria Barranco, Maria de Medeiros y Mirtha Ibarra, los directores André Techiné y Titus Leber, el compositor Federico Jusid y el escritor, guionista y crítico Manuel Hidalgo, un palmarés que, si demuestra cierta coherencia, debería reconocer por encima de todo la abismal diferencia que ha habido este año entre las películas de dos directores ya consagrados, Caché de Michael Hanecke y Manderlay de Lars Von Trier y todas las demás de la Sección Oficial (Brokeback Mountain, de Ang Lee, quizás lo mejor visto esta semana, está fuera de concurso, así como El Niño de los Dardenne) pero sobre la que pesa la incógnita, aun no resuelta por nadie, de saber que Premio considerará el Jurado más valioso y que, por tanto, en buena lógica debería corresponder a la Mejor película, si la habitual Espiga de Oro o ese Premio Especial del 50 Aniversario que la organización se ha sacado de la manga que sustituye al Premio especial del jurado y que, curiosamente, está mucho mejor dotado económicamente. Y digo yo ¿No hubiera sido más lógico hacer una Espiga de Oro especial 50 Aniversario? Porque esto es un maldito embrollo, y no les digo las complicaciones que trae a la hora de hacer apuestas. Cuando ni siquiera los propios miembros del Jurado pueden aclarártelo... En fin, mañana lo averiguaremos.

David Garrido, que empieza a notar los síntomas de tal atracón de películas: durante la proyección de Mi Nikifor he empezado a pegar unas cuantas cabezadas considerables, que afortunadamente aun no han llegado al extremo (creo) de provocar los sonoros ronquidos que a veces podían escucharse en la sala por parte del algún periodista...

SEMINCI, Crónica 7: Segundo Asalto, Banquete de Boda, Sueños de Shangai

SEMINCI, Crónica 7. David Garrido Bazán. Cobertura de la 50ª Seminci para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados.

Segundo Asalto: Boxeo, robos y decisiones (in)morales


La segunda y última aportación española a la Sección Oficial de la Seminci es una obra que, afortunadamente, nos ha hecho resarcirnos un poco del mal trago que supuso en su momento la fallida Vida y Color y dignificar un poco el papel de nuestra cinematografía. Daniel Cebrián, que en el 2000 debutó con la interesante Cascabel, se ha tomado su tiempo para hacer su segundo largometraje, una película en la que pesa bastante el ánimo de subvertir un poco los géneros. Quien se acerque a ver Segundo Asalto pensando encontrarse con una película sobre el boxeo – Ángel, su protagonista, es un chaval de unos veintipocos años que quiere dedicarse profesionalmente a ello – verá defraudadas sus expectativas, y lo mismo le sucederá a aquel que piense en una película de atracos al estilo clásico – Vidal, Darío Grandinetti, es un antiguo boxeador dedicado ahora a robar bancos que aparece por el gimnasio con la aparente intención de reclutar a Ángel para un trabajito – ya que pese a que también los hay en esta interesante película, la columna vertebral de la misma no es una cosa ni la otra, sino la fuerte relación de corte paterno-filial que se establece entre ambos personajes y, a la postre, la búsqueda por parte de Ángel de ese lugar en el mundo que Vidal parece tener tan claro y que a él, criado con ese fuerte sentido de lo que está bien y lo que está mal, aun se le escapa.

Con mimbres bastante clásicos – el tipo que vuelve del pasado, el joven que no sabe lo que quiere, la novia ambiciosa que empuja a éste a seguir el camino de Vidal para prosperar, el boxeo como metáfora de la tensa lucha entre contrarios, etc. – Daniel Cebrián y su co-guionista Imanol Uribe (se nota, y mucho, su mano en este guión cuidadosamente medido) construyen una obra que amaga con ir por unos derroteros y, por seguir con el símil boxístico, luego esquiva, finta y golpea al espectador con la fuerza de esa magnética relación que se establece entre Vidal y su joven pupilo. Vidal es la fuente de un conocimiento de la vida que Ángel, criado en un barrio del que se adivina que nunca ha salido, carece. Sus armas son sencillas: le muestra a Ángel lo que él considera que es la verdad que subyace en el mundo, le obliga a replantearse sus jacobinos conceptos del bien y del mal y aprovecha su desesperación para, mostrándole la vida que podría llegar a tener si acepta ser su socio, convencerle de que otro camino es posible. Vidal, portentosamente interpretado por un Darío Grandinetti que borda su papel, es un hombre medio argentino, medio español que no dispone de un lugar al que considerar su hogar pero que no carece de sobradas razones para hacer lo que hace, y cuyos actos, por muy poco morales que nos parezcan, pretenden justificarse dentro de esa peculiar deontología del oficio de ladrón que cuestiona lo que es inmoral desde una perspectiva mucho más global que se regocija en cierta perversa “justicia poética”, si bien el compromiso ético de Vidal, muy firme en determinados aspectos, no lo es tanto en otros, lo que se traduce en un personaje complejo, poliédrico, inquietante… Por su lado, Alex González aguanta razonablemente bien al envite si bien su personaje, construido de forma un poco más simple desde el guión, presenta algunas flaquezas (su dependencia del tópico papel que interpreta Alberto Ferreiro, jocosamente llamado Dienteputo) que lo hacen caminar por senderos algo más trillados, pero coherentes con esa relación profesor-alumno al estilo gremial que domina toda la película.

El trabajo de Daniel Cebrián detrás de la cámara resulta además bastante digno de elogio. Con una puesta en escena de corte más bien clásica y sin permitirse aspavientos técnicos que distraigan la atención del espectador de la historia que pacientemente se desarrolla ante sus ojos más allá de una siempre comedida cámara al hombro, la película tiene una factura bastante correcta en la que destaca un buen trabajo de fotografía de Gonzalo Berridi que ofrece una amplia variedad cromática pero casi siempre apagada, como si la película pretendiera tener ese aire de obra en blanco y negro (referentes absolutos de lo que está bien y lo que está mal) que luego se ven difuminados precisamente por la presencia de esos colores un tanto apagados, rebajados digitalmente, algo que va muy bien con el espíritu de una película que precisamente plantea ese tipo de debates morales sin tomar claramente partido y dejando espacio al espectador para que saque sus propias conclusiones. De igual buena forma funcionan los temas de BajoFondo Tango Club, el grupo de Gustavo Santaolalla que el director, con buen criterio, ha elegido para la película (“Con esa base rítmica en la que de repente irrumpen un bandoneón y ritmos inequívocamente argentinos representan a la perfección la forma en la que Vidal irrumpe en la vida de Ángel” diría el director en rueda de prensa) y a la película solo cabe reprocharle cierta previsibilidad y la marginación casi absoluta que sufren los al principio importantes personajes femeninos (correctas Eva Marciel y Pilar Aparicio), algo entendible en cuanto este Segundo Asalto es por encima de todo la historia de Vidal y Ángel, como deja bien a las claras esa lograda y abierta secuencia final de una película si no notable, sí algo más que correcta.

Banquete de Boda: Lograda mezcla de géneros. Alguno de ustedes, leyendo estas líneas, estará pensando “¡Oh, dios mío, otra peli más de bodas no, por favor!” y la verdad sea dicha, no les faltan motivos. Pero les aseguro que, pese a que son cientos las películas que de una u otra forma utilizan ese rito social como base para sus historias (ayer mismo teníamos Conversations On Other Women, cuyo punto de partida inicial era precisamente ese), Banquete de Boda es muy, muy diferente. Tanto que la verdad es que no se había hecho una aprovechamiento tan interesante de las bodas como detonantes de violentos conflictos desde los tiempos de Celebración, si bien el tipo de violencia de la película de Thomas Vinterberg y ésta difieren considerablemente. Ya sabemos de sobra a estas alturas que toda película que adapta para la gran pantalla un cómic no tiene ni mucho que menos que ser una obra de superhéroes. En ocasiones, nada más alejado de la realidad y ahí están Camino a Perdición o la reciente Una Historia de Violencia para demostrarlo. El autor belga Jean Van Hamme publicó una obra, Lune de Guerre, que obtuvo un enorme éxito en su país y en la vecina Francia (en España también ha sido editado) y que narraba la forma en la que un simple banquete de bodas acababa por convertirse en una espiral de violencia que amenazaba con llevarse por delante a un buen puñado de los participantes en la misma. Y esa historia es la que Dominique Deruddere, un director que ya fue nominado al Oscar por Everybody Famous y que aquí ha convertido dicho cómic en una divertida a la vez que inquietante película que, por desgracia para todos, no se atreve a llevar hasta las últimas y terribles consecuencias.

La película tiene un inicio de lo más prometedor y divertido. Hermann, un arrogante hombre de negocios, acostumbrado a salirse siempre con la suya ya sea por las buenas o las malas, ha organizado la boda de su hijo menor, al que en realidad desprecia por no considerarlo un hombre de carácter. Es un tipo curioso, capaz de detener la comitiva nupcial para liarse a tiros con unos faisanes en un predio cercano, ante el asombro de los invitados y de los espectadores, claro está. Mark, que así se llama el novio, por su parte no piensa en otra cosa que en dar por terminada la ceremonia y el banquete para iniciar una nueva vida con su esposa y alejarse lo más posible de ese hombre al que odia con bastantes motivos. Los pocos invitados al enlace se juntan en un pequeño hotel en obras perdido en mitad del campo donde no hay cobertura para los móviles, un negocio sito en un terreno que Hermann pretende que Franz, el dueño del hotel, le venda, algo a lo que éste se niega por sistema. Por un incidente mínimo durante el aperitivo del banquete, Hermann monta en cólera y obliga a todos los invitados a abandonar el hotel, dejando además la cuenta sin pagar… y olvidando a su esposa y a su nuera, que están en el lavabo, donde son encerradas bajo llave por Franz, que se niega a liberarlas si previamente Hermann no abona la cuenta pendiente. A partir de ahí se desata la tormenta: el dueño del hotel y los miembros del personal (más algún cliente ocasional, como un hombre de negocios acompañado de una guapa mujer y una pareja de excursionistas) se atrincheran con sus rehenes mientras Hermann y sus hombres sacan las escopetas y aíslan el hotel, impidiendo toda comunicación con el exterior. Comienza la guerra.

Banquete de Bodas es una película cuyo género resulta complicado de definir. Empieza como una comedia amable, para irse ennegreciendo de forma progresiva hasta convertirse en una terrorífica lectura sobre la facilidad con la que el hombre es capaz de dejarse arrastrar por la violencia con resultados imprevisibles. Con un guión extraordinario que hilvana a la perfección los numerosos personajes y va encadenando las situaciones de forma tal que todo tiene una justificación o, al menos, una razón de ser de acuerdo con los caracteres de los personajes, Dominique Derudddere construye una obra sumamente entretenida en la que la obcecación de dos hombres que no piensan ni por un instante dar su brazo a torcer y a los que, la verdad, les importa bastante poco arrastrar a un buen puñado de inocentes en su pelea particular. La película va creciendo en intensidad según se hace más evidente que aquello puede acabar como el rosario de la aurora – la presencia de armas que van desde rifles con mira telescópica a viejas escopetas de caza de dos cañones, pasando por ¡viejas granadas de la II Guerra Mundial!, hacen infinitamente más fácil esa posibilidad – y toda la peripecia se tiñe de un inquietante humor negro según van creciendo las hostilidades y los equívocos que pueden conducir en cualquier momento al desastre. La verdad es que cada vez que parece que va a hacer su aparición el sentido común, el milimétrico guión se las apaña para proporcionar algún hecho o circunstancia – también algún que otro secreto familiar aprovecha para aflorar, como suele suceder en las crisis, - que vuelve a encabronar a los personajes unos contra otros y aquello amenaza con convertirse en una espiral sin fin. Sin embargo, a la hora de la verdad y pese a algún amago en ese sentido, la película no termina de llevar a sus últimas consecuencias su interesante propuesta y permite que los personajes tengan un mínimo espacio para detenerse y pensar por un momento el sinsentido de la situación que ellos mismos se han ido construyendo, con lo que una obra que en realidad pide a gritos terminar como el famoso Deliverance de Boorman, opta por ofrecer una resolución bastante poco acorde con lo mostrado hasta ese momento, lo que sin duda perjudica no poco al balance final de una película que pese a ello se configura como una propuesta francamente sólida que provocó unánimes aplausos en la sala del Teatro Calderón. Dos curiosidades: el actor Armin Rohde, que interpreta a Hermann, guarda un sospechoso parecido con Tim Curry… y su padre parece el mismísimo Gila reencarnado.

Sueños de Shangai: El sueño del retorno imposible.
A la sección Punto de Encuentro pertenece esta película que ya recibió el Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes y que está dirigida por Wang Xiaoshuai (el mismo de La Bicicleta de Pekín) que parte de un material autobiográfico para construir una película sobre los conflictos generacionales de una chica de 19 años con su padre, fuertemente condicionados por unas muy especiales circunstancias políticas que afectan a la vida de esas personas de manera determinante. A mediados de los años 70, la China Comunista vivía inmersa en el miedo a un conflicto con la Unión Soviética, dado que sus relaciones en aquellos años no atravesaban precisamente una buena época. Por el miedo a una futurible invasión, el Gobierno chino dispuso que una serie de fábricas consideradas de cierta importancia para el país fueran trasladadas al interior, una zona mucho más pobre de la China Continental, para formar lo que entonces se denominó “La Tercera Línea de Defensa”. Por supuesto, un gran número de trabajadores abandonaron su vida en las grandes ciudades y se trasladaron con sus familias a los nuevos emplazamientos de dichas fábricas, lugares mucho más atrasados donde debían iniciar una vida que se suponía iba a tener un carácter temporal. El problema es que una vez allí, a los trabajadores se les impidió, salvo contadas excepciones, regresar a sus lugares de origen y esa nueva vida que, en principio, tenía carácter temporal se convirtió en definitiva. Tanto es así que muchos de los descendientes de aquellos trabajadores aun siguen en esas zonas del interior, aunque ya no sueñan con volver a sitios como Shangai algún día y se han resignado a su suerte.

La película se ambienta precisamente a principios de los años 80, cuando la familia protagonista, como muchas otras, aun sueña con volver y con que sus hijos tengan una educación mejor que la que pueden recibir en sus nuevos lugares de acogida. Eso implica que no deben relacionarse con los “locales” (es decir, los habitantes de toda la vida) porque eso puede significar renunciar a esa posibilidad remota y quedarse atrapados allí para siempre. Nuestra protagonista es una chica normal de 19 años a la que presiona un padre extremadamente estricto que la vigila de forma constante. Pero Quinghong, que así se llama la chica, preferiría tener algo más de libertad en el sitio donde vive, que está naciendo a las nuevas cosas que, con cuentagotas, van llegando del mundo occidental, como la moda o la música: ella no sueña con Shangai, sueña con ser feliz donde está y librarse de la asfixiante presión de su padre. El conflicto es imparable, pues a la normal lucha generacional entre padre e hija se suma el peso constante de la culpa y el fracaso que ese padre, impedido de volver a Shangai y por tanto atrapado en ese lugar perdido en el interior del país, siente sobre sus hombros: necesita creer que sus hijos van a poder disponer de una vida mejor, aun a costa de ahogar por completo la libertad de movimientos de su hija, imposibilitada de hacer, en la ya de por si extremadamente estricta sociedad en la que vive, lo que hacen los adolescentes de su edad.

Wang Xiaoshuai vivió una situación muy similar a la que se describe en la película, y de ahí que sepa muy bien de lo que está hablando. En la descripción detallada de la pesada atmósfera de ese lugar marcado por la absoluta falta de libertad de movimientos de los habitantes de esas comunidades encontramos motivos más que suficientes para entender tanto a ese padre estricto obsesionado con sacar a sus hijos de ese lugar al que nunca debieron ir como a las naturales ansias de vivir de una joven que, como cualquier chica a su edad, empieza a descubrir el mundo que le rodea. El miedo a que ésta se enamore y se quede embarazada de un joven “local” –algo que en la práctica equivale a una condena perpetua en ese sitio- es muy palpable y ese miedo pesa en cada uno de los tiránicos actos de ese padre controlador. Sus hijos, en cambio, aunque puede que nacidos en Shangai, no conocen otra vida que la que han llevado en su pueblo y no entienden por qué se les impide disfrutar de ella, sacrificando el presente por un futuro del que, aparte de que puede que nunca llegue, ni siquiera pueden alcanzar a entender su importancia: nunca han sentido una ciudad como Shangai como propia y, por lo tanto, jamás podrán compartir los deseos de sus padres. Xiaoshuai se aplica a la descripción de una historia bastante cargada de momentos dramáticos con una puesta en escena contemplativa y de ritmo pausado – acaso quizás demasiado – pero su propio ajuste de cuentas con el pasado no carece de valor ni de momentos inspirados, más allá de alguna que otra exageración en el relato. Son sumamente divertidos, sobre todo al ojo occidental, la forma en la que los jóvenes de ese pueblo van descubriendo e incorporando la moda occidental – para evidente disgusto de sus mayores – o se reúnen en la clandestinidad para escuchar lo último llegado de occidente (¡cielo santo, Abba!) en unos inenarrables guateques clandestinos en los que la actitud lo es todo y la curiosidad, la norma. Hay un logrado trabajo de los actores (Yao Anlian, en el papel del sufrido padre, está esplendido) y quizás lo único que cabe reprocharle a esta interesante película que descubre unos hechos desconocidos para el espectador occidental es un cierto exceso de tremendismo en un relato que ya de por sí resultaba bastante dramático.

Mañana es el último día de la sección oficial, con Manderlay de Lars Von Trier y la incógnita polaca Moj Nikifor que cerrará el certamen. Luego quedará la película francesa Feliz Navidad, elegida para la ceremonia de clausura, en lo que empieza a ser toda una tradición en la Seminci, ya que, como sucediera el pasado año con Los Chicos del Coro, ésta ha sido la elección de la Academia Francesa para representar a dicho país en los Oscar. Y Lars Von Trier sin haber dado todavía señales de vida... Para mi que no se va a dignar aparecer, y mira que es una lástima...

SEMINCI, Crónica 6: Hermanas, Caché y Conversations On Other Women

SEMINCI Crónica 6. David Garrido Bazán. Cobertura de la 50 Seminci para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados.

- Bueno, contestando a tu pregunta, te diré que el trabajo con Valeria fue estupendo. Me fui a Buenos Aires unos meses antes para trabajar bien el acento y… - Ingrid Rubio siguió hablando un rato, mirandome directamente a los ojos mientras respondía a la pregunta que acababa de hacerle en la rueda de prensa de Hermanas, la primera película de la mañana y un servidor asentía con la cabeza y tomaba buena nota de su respuestas… pero la verdad es que por dentro me parecía al personaje que hizo Michael Caine en otra peli de relaciones fraternales, Hannah y sus Hermanas, cuando miraba embobado a Barbara Hershey mientras se decía mentalmente “Dios Mío, que guapa es…” La verdad es que me estaba costando lo mío concentrarme y eso a pesar de que, perdidas de oremus aparte, me interesaba mucho lo que Julia Solomonoff y una de sus dos actrices protagonistas tenían que contar acerca de la película que acababa de ver.

Porque lo cierto es que Hermanas era una película que me había interesado bastante, pese a que antes de la proyección flotaba en el aire una sensación de “Vaya, otra película argentina sobre el tema de los desaparecidos…”, sensación que el inteligente enfoque que Julia Solomonoff se encargó de disipar. Hermanas cuenta una historia de reunión familiar que lleva a desenterrar, como suele ser habitual en estos casos, unos cuantos secretos inconfesables del pasado. Ocho años han pasado desde la última vez que Natalia y Elena se encontraron. Son dos hermanas de caracteres sumamente opuestos: Natalia sufrió la represión de la dictadura y vive desde entonces exiliada en España, arrastrando una dolorosa herida que no consigue cerrar del todo ya que aun tiene pendiente de resolver algunas incógnitas. Elena, en cambio, vive con su marido y su hijo en Texas, y su actitud es la del olvido. Quiere poner en pie una nueva vida lejos de su país y piensa que la mejor forma de hacerlo es enterrar el pasado y mirar hacia delante. En su pasado también hay heridas, pero ella las lleva ocultas bajo la superficie. La llegada de Natalia, una mujer que ni quiere ni puede olvidar el pasado, despierta todos esos fantasmas y obliga a ambas a hacer frente al tipo de relación que tienen. Julia Solomonoff plantea en paralelo, saltando de los hechos del pasado al presente, las peripecias vitales de esas dos hermanas tan distintas y sin embargo, tan compenetradas y, lo que resulta mucho más interesante, se olvida de posturas maniqueas y tiene muy en cuenta el punto de vista de sus dos protagonistas, equilibrando ambas posturas y ofreciendo las suficientes razones como para que podamos entender sus motivaciones tanto entonces como ahora.

La película se beneficia además de una esplendida interpretación tanto de Ingrid Rubio como, sobre todo, de una Valeria Bertuccelli (la vimos en Luna de Avellaneda) que hace una composición magnífica, contenida, de esa mujer desbordada que es incapaz de hacer frente a todo lo que se despierta en su interior con la llegada de Natalia. Julia Solomonoff ajusta cuentas con un pasado que en realidad, no vivió por razón de su edad de una forma directa, pero que la gente de su generación y más jóvenes viven como una pesada losa. La película jamás se plantea en términos revanchistas – más bien al contrario, su visión resulta hasta esperanzada en cierto modo, abriendo la puerta a una suerte de reconciliación dentro del drama familiar que viven esas dos mujeres – pero si enarbola bien alto una bandera contra el silencio que algunos pretenden imponer sobre ciertos hechos aun demasiado recientes.

A esta más que correcta película le perjudica, eso si, una realización quizás demasiado funcional y plana, el engorroso recuerdo de otras obras de mucha mayor enjundia que ya han tratado el tema y que su intento bienintencionado de enganchar la atención del espectador con recursos propios del suspense sobre quien es el responsable del hecho clave que cambió para siempre la vida de ambas no funciona por la sencilla razón que cualquiera es capaz de anticipar con mucha antelación la resolución de ese enigma… bueno y también que en contraposición al espléndido trabajo con el acento que lleva a cabo Ingrid Rubio, indistinguible de cualquier otro miembro del reparto en este campo, Eusebio Poncela está francamente desacertado, quizás porque tampoco el rol que le toca en suerte en este filme se acerca a sus registros más habituales. Pero más allá de estas consideraciones, hay que reconocer que Hermanas es un filme que se ve con cierto agrado tanto por la temática que trata como por la forma en la que un ajustado reparto defiende a sus personajes desde un guión que sugiere preguntas mucho más que emite juicios morales, lo que sin duda es una decisión acertada.

El plato fuerte el día – y hasta ahora, de lejos, de lo que llevamos de Sección Oficial a Concurso – vino de la mano del terrible Michael Hanecke, un director empeñado en sacudir a modo nuestras conciencias que ha presentado en la Seminci una película angustiosa en la que se da un buen repaso a los temas de la culpabilidad y la mala conciencia que se haya mucho más presente de lo que pensamos en nuestras vidas cotidianas. Caché (Escondido) empieza como un thriller inquietante: un crítico literario famoso que tiene un programa de televisión, casado con una editora y con un hijo adolescente, empieza a recibir en su casa una serie de vídeos que muestran, en plano fijo, la entrada de su casa. Las grabaciones vienen envueltas en unos dibujos simples pero un tanto siniestros a los que ni el personaje de Daniel Auteil ni su mujer, Juliette Binoche, saben darle explicación. Poco a poco, el contenido de los vídeos se hace más personal y muestra detalles que indican que quienquiera que sea el que está detrás de las grabaciones, está relacionado con el pasado de ese periodista. Recurrir a la policía no sirve de nada – no hay ninguna amenaza explícita – y la inquietud va creciendo de forma imparable, resquebrajando la seguridad, tan solo aparente, que esa familia de burgueses acomodados disfruta.

Hanecke explora a través de esta peripecia el sentimiento de culpa, un sentimiento fuertemente enraizado en un pasado que el personaje magníficamente interpretado por Daniel Auteil ha tratado de olvidar. Pero no se detiene ahí, ni mucho menos: la película también analiza la forma en la que nos enfrentamos a una amenaza, las desigualdades sociales, la enorme fragilidad de una institución familiar basada en una seguridad tan solo aparente y, por supuesto, uno de los temas más queridos por Hanecke, como es la manera en la que el cine o cualquier otro medio audiovisual manipula la realidad y la deforma hasta límites insospechados. El trabajo de dirección de Hanecke es impresionante: juega con nuestras percepciones de forma constante (hay veces en las que uno no sabe si está asistiendo a la visión subjetiva del hombre que graba los vídeos o estamos contemplando uno de esos vídeos en compañía de Auteil y Binoche) y, consciente de nuestro voyeurismo, lo explota al máximo implicándonos en una peripecia fascinante que padecemos al lado de ese periodista desbordado por los acontecimientos, un tipo que es víctima de una violencia para nada física de la que, de forma progresiva, cada vez tenemos una mayor certeza que ha ayudado a crear.

Por si todo esto fuera poco, Hanecke, mucho más cercano en esta película a los inmensos logros de obras como Funny Games o La Pianista que a los titubeos de Código Desconocido o El Tiempo del Lobo, nos golpea con una de las secuencias más demoledoras e impactantes que uno ha podido ver en una pantalla en los últimos años, una ostia de tal calibre que nos pega al asiento dejándonos sin capacidad alguna de reacción durante largo tiempo… tiempo que Hanecke aprovecha para proponer unos veinte minutos finales que, lejos de resolver algunos de los enigmas planteados a lo largo de la película, deja abiertas varias posibilidades a la imaginación del espectador, que, un tanto comprensiblemente abrumado por la dureza de la experiencia que acaba de vivir, puede perderse con facilidad en el juego planteado con mano maestra por este austriaco que está empeñado en llevar hasta las últimas consecuencias ese dogma de fe tonel que ejerce su profesión según el cuál el papel del cineasta es rascar allí donde más duele, desvelar lo que no se quiere saber ni ver y obligar al espectador a plantearse cuestiones de lo más serias.

Caché es una obra perturbadora y sumamente incómoda en todo momento para el espectador, que casi sin darse cuenta, sigue el metraje en un estado de perpetua tensión, algo que Hanecke consigue no por casualidad, sino a través de una medida puesta en escena y de un dominio del tiempo narrativo que va consiguiendo sutilmente este objetivo sin apenas proponérselo. Caché es, en fin, una de las obras más desasosegantes que este cronista ha tenido la ocasión de ver en los últimos tiempos, una obra que por su personalísima apuesta y su capacidad de sugerencia infinitamente superior a todo cuanto ha podido verse hasta ahora en la sección oficial, debería sin ningún género de dudas estar en el palmarés el sábado.

Hace unos días les hablaba de la amarga experiencia que había supuesto encontrarse a mitad del metraje de la interesante película chilena En La Cama un horrible split screen o “pantalla partida” que perjudicaba mucho al filme, un hecho sobre el que el consenso de la prensa especializada era absoluto. Imaginen ustedes la cara que se nos quedó ante la arriesgada propuesta que el director Hans Canosa nos propuso en Conversaciones con Otras Mujeres, la película que cerró ayer la jornada en lo que a la sección oficial se refiere: una hora y media de una película rodada con dicha técnica, con dos cámaras siguiendo a sus dos únicos protagonistas a la vez y mostrando plano y contraplano a la vez y componiendo una pantalla partida en dos de forma constante. La verdad es que, durante los primeros minutos de película, servidor se hallaba – como el resto de la platea – bastante descolocado. Pero según avanzaba la historia de amor de estos dos personajes que se conocen en una boda, intercambian chistes y frases inteligentes, se seducen y acaban en la habitación del hotel de uno de ellos (un planteamiento, como ya habrán ustedes adivinado, demasiado similar a En La Cama) la verdad es que uno le va cogiendo el gustillo a la cosa. Sobre todo porque el tal Hans Canosa, además de introducirnos como uno más en ese baile de seducción que protagonizan unos Helena Bonham Carter y Aarón Eckhart a los que se les nota cómodos en sus papeles – sobre todo el segundo, que ya ha encarnado roles parecidos en sus películas con Neil La Butte – aprovecha bien las posibilidades que ofrece el doble encuadre, de forma que hay ocasiones en las que a través de una de esas dos ventanas, sin dejar de ver el presente, atisbamos recuerdos del pasado de alguno de los personajes, vemos un destello de sus deseos o de sus expectativas e incluso lo que alguno piensa verdaderamente a la vez que escuchamos lo que está diciendo en ese mismo momento. Este recurso, del que por cierto Canosa tiene la inteligencia de no abusar hasta hacerlo repetitivo o cansino, configura así una propuesta de lo más atrayente en la que, dependiendo de lo proclive que uno sea a este tipo de arriesgados experimentos visuales, se entra con más o menos agrado.

Lo cierto es que el guión de la historia está plagado de situaciones ingeniosas y golpes francamente divertidos sobre los clichés comunes de las relaciones hombre-mujer (los momentos previos al encuentro sexual, por ejemplo, se cuentan entre lo más inspirado de la función) y la película aun cuenta con un elemento a su favor que también comparte con su homónima En La Cama: la intensidad emocional de la película crece según avanza el metraje y conocemos más y mejor a los dos protagonistas de la historia. En honor a la verdad, hay que reconocer que posiblemente ésta sea la apuesta formal más innovadora visualmente de lo que llevamos de festival – lo que tampoco es decir mucho, visto lo visto – y aunque Conversaciones con Otras Mujeres no es una de esas películas que dejan una huella imborrable, si es verdad que se hace sumamente simpática gracias a tratar por un lado el tema universal e inagotable de las relaciones de pareja de una forma bastante inusual como por contar con un par de intérpretes a la altura de un guión de lo más exigente que están en plano en todo momento y que aguantan el tipo con una envidiable entereza. Quizás no sea suficiente para alzarse con alguno de los premios de interpretación, pero no sería de extrañar que Hans Canosa lograra con esta propuesta alzarse con el premio a la Mejor Dirección Novel... aunque claro, entra en lucha directa precisamente con En La Cama, la película chilena que según va avanzando el Festival se rumorea que puede ser la obra tapada de esta edición. Es verdad que, comparando una y otra, En La Cama tiene a su favor ser una obra mucho más cercana y que emociona algo más al espectador, siendo la película de Canosa un tanto más distante... pero es igualmente cierto que la factura técnica de la película americana supera en mucho a la chilena, así que las cosas quedan así, así. Y ustedes dirán ¿y por qué este seño se empeña en comparar estas dos películas como si las demás no existieran? La respuesta es bien sencilla: esta es una de las discusiones más recurrentes entre la prensa que puede oírse por los pasillos del Festival, siempre ribeteada con la duda de por qué un Festival como la Seminci ha decidido elegir para la sección oficial a dos películas tan parecidas en planteamientos y resultados ¿Sería acaso que sospechaban que no íbamos a tener otros motivos para la discusión? Hmmmm....

Mañana vuelve la presencia española (si, ya se que me he dejado Iberia, pero como es de Carlos Saura y está fuera de concurso, esa me la he ahorrado, que me la conozco) con la segunda película de Daniel Cebrián, llamada precisamente Segundo Asalto. También veremos la comedia negra belga Banquete de Bodas y, como disponemos de una tarde libre de compromisos oficiales, también les hablaremos de una de las películas más interesantes a priori de la sección paralela Punto de Encuentro, Sueños de Shangai del chino Wang Xiaoshuai. De momento un servidor se queda con el buen sabor de la que hasta ahora ha sido la jornada más completa en lo que va de Seminci... y no solo por motivos exclusivamente cinematográficos.

jueves, octubre 27, 2005

SEMINCI, Crónica 5: L'Enfant, Vida y Color, Kilometro Cero

SEMINCI, Crónica 5. David Garrido Bazán, Cobertura de la 50ª Seminci para La Butaca.Net. Todos los Derechos Reservados.
Los Dardenne golpean de nuevo, una versión larga de Cuéntame y una road movie para escapar de una guerra absurda.
Dice mi buen amigo José Manuel León, del diario La Rioja, que los Dardenne son como un hacha: van dejando caer una y otra vez su implacable filo sobre las conciencias de los espectadores, que no pueden hacer otra cosa que contemplar impávidos la terrible crudeza de la historia que cuenta, que acaso no sea muy distinta de muchas otras que están sucediendo diariamente en los patios traseros de nuestras casas. Y tiene toda la razón: no hay una mejor definición que esa. Los Dardenne, que siguen diseccionando las entrañas de nuestra sociedad con películas que cuestionan ese Estado del Bienestar tan acomodaticio del que sin duda no todos disfrutan de igual manera, continúan exactamente en la misma línea de trabajo que inauguraron hace años con La Promesa y que continuaron con películas tan incómodas como Rosetta o El Hijo. En esta ocasión, su mirada se ha posado en una pareja de jóvenes, casi adolescentes, que acaban de convertirse en padres. Sonia está ilusionada con su retoño, y espera de forma un tanto ingenua que éste sea el argumento que permita a Bruno sentar un poco la cabeza y empezar a asumir responsabilidades. Bruno, por su parte, es un ladronzuelo despreocupado que vive de sus pequeños robos y de colocar la mercancía que consigue con ellos, vendiéndola con rapidez y eficacia. Vive absolutamente al día y, a diferencia de Sonia, carece de un mínimo instinto paternal que le haga replantearse su existencia.

Más bien al contrario: para él, el bebé es poco más que una molestia de la que conviene deshacerse lo antes posible – “siempre podremos hacer otro” argumenta un par de veces durante el filme – para poder seguir con su rutina normal. Así, Bruno resuelve, como si de cualquier otra mercancía valiosa se tratara, vender a su hijo recién nacido por un buen pico a unos padres adoptivos que podrán proporcionarle una vida mucho mejor que la que él puede ofrecer. Por supuesto, todo esto lo hace a espaldas de Sonia, que como ustedes pueden imaginar, no encaja precisamente bien la noticia. Forzado a recuperar a su hijo, Bruno habrá de enfrentarse a las consecuencias de sus actos: no solo debe devolver el dinero recibido para recuperar al bebé, sino que tendrá que pagar otra buena suma a las mafias en concepto de intereses por el negocio no concluido, además de afrontar el hecho de que, obviamente, Sonia ya no quiere saber nada más de él en su vida y que la policía le sigue los talones por el delito que ha cometido. Los Dardenne siguen fieles a su estilo hiperrealista y cercano al documental. No han perdido la costumbre esa tan molesta de seguir con su cámara al personaje allá por donde va (con lo cual seguimos viendo más tiempo su espalda y su cogote que su rostro) pero es verdad que hay una mínima evolución respecto a otras películas suyas. La denuncia social que motiva habitualmente los actos de sus personajes sigue ahí – al fin y al cabo, es obvio que Bruno viene y vive en un ambiente que le condiciona y que le hace buscarse la vida de esa forma – pero cobra un mucho mayor protagonismo la cuestión moral y hasta una cierta reflexión sobre la soledad, algo que parece preocupar cada vez más a estos hermanos directores: “Cada vez nos interesan más los personajes que se encuentran solos. Es algo que surge de manera espontánea en nuestras películas, como en esta ocasión, que hasta que no empezamos con el trabajo de montaje no nos dimos cuenta como de solos estás sus protagonistas. Estos personajes solos se buscan, se unen, establecen vínculos, vínculos que se vuelven una razón para sobrevivir”

Los Dardenne afirman que la idea inicial de la película surgió de una imagen: una madre muy joven paseando un carrito de bebé de un lado a otro cerca de las localizaciones de su anterior película “A menudo recordábamos a esa chica, el carrito, el bebé durmiendo y pensábamos en lo que faltaba en la escena: el padre del niño, esa figura ausente sobre la que empezamos a escribir una historia que con el tiempo se acabó transformando en una historia de amor” Lo cierto es que es conmovedor seguir toda la peripecia de Bruno en su lucha, perdida de antemano tras el horrible acto llevado a cabo. Su batalla es un imposible, porque algo tan inmoral a los ojos de cualquiera como vender a tu propio hijo es una herida imposible de reparar aun cuando puedas recuperarlo, y sin embargo Bruno lucha a su manera por recuperar el mundo que tenía antes de ese hecho que, para él, no supone mucho más que un simple error de cálculo, incapaz como es de medir las consecuencias morales de ese acto. Los Dardenne lo saben y parten de ese momento de una fuerza dramática increíble para, como el hacha que decía al principio, dejar caer una y otra vez sus terribles consecuencias sobre el cada vez más desesperado Bruno que deviene así el verdadero L’Enfant al que se refiere el título original. Eso si, a diferencia de obras anteriores de los directores, es verdad que El Niño se cierra con una pequeña, minúscula esperanza para Bruno, una posibilidad que al menos queda planteada como un futurible. El Niño es una obra sin duda notable pero sobre la que tengo mis reservas de que mereciera una segunda Palma de Oro para sus autores en el pasado Cannes, tras la conseguida con Rosetta. Aun así, resulta evidente que estos hieráticos belgas tienen un discurso personal y formal muy marcado del que parecen no tener intención alguna de desprenderse en el futuro, para lo mucho bueno y, por qué no decirlo, también para lo malo: un servidor preferiría que tomaran algún riesgo y dejarán ya de una vez de usar la excusa de que la juventud y la adolescencia es la época de mayores cambios y turbulencias para abordar otras temáticas y personajes menos cercanos entre sí. Por mucho que les moleste que los periodistas se lo recordemos en las ruedas de prensa.

En menudo brete se ha metido la Seminci con elegir para la Sección Oficial Vida y Color, la ópera prima de Santiago Tabernero, antiguo crítico de cine y director del programa de TVE Versión Española. Como hombre que ha visto la Seminci muchos años desde el otro lado de la barrera, Tabernero se mostraba comprensiblemente nervioso ante la forma en que su película iba a ser recibida por los que hasta hace bien poco eran sus compañeros de oficio. No sin motivo, porque aunque a este defensor a ultranza del cine español le fastidie enormemente decirlo, Vida y Color es una obra muy fallida que, por decirlo suavemente, es algo así como un episodio de la serie Cuéntame alargado hasta la saciedad en la que, aparte de darse cita todos y cada uno de los tópicos que uno podría imaginar sobre la época en que está ambientada (las semanas previas al fallecimiento de Franco, en noviembre de 1975) Tabernero es capaz de acumular temas como la sobada pérdida de la inocencia en la época de la adolescencia (¡como si necesitáramos otra reflexión más sobre tan manido tema!), la búsqueda de un lugar donde encajar, el incesto, la locura, la descripción de la vida cotidiana de ese barrio, la problemática racial a través de un personaje gitano, las referencias mágicas con ciertas resonancias burtonianas (si, échense a temblar, que la ocasión lo merece) y las soterradas rencillas de tipo político que atenazan a alguno de los personajes más veteranos o a alguno de los ausentes.

Tabernero utiliza la mirada de un niño de doce años hacia el mundo que le rodea como la excusa para poder articular todos y cada uno de estos temas, pero lo hace de una forma tan deslavazada, tan carente de ritmo interno y profundidad, tan sobrada de líneas argumentales dispersas y personajes arquetípicos rechazables que sus discurso se pierde como eso que tan afanosamente colecciona Fede en su álbum, un puñado de estampas de la vida cotidiana sin la más mínima capacidad de seducción o de enganche para el espectador, que no tiene otra opción que asistir impávido al despropósito de una película que, en su afán de pretender ser una fábula y no una crónica sociológica de un lugar o de una época, se ha quedado en un terreno de nadie frío y desangelado. Tabernero corre riesgos que podrían ser admirables de haberle salido bien la jugada, pero desgraciadamente no es éste el caso y es que hay que estar muy seguro del discurso que se quiere hacer para jugar con algunos elementos tan al borde del abismo (el caso del personaje con síndrome de Down es un buen ejemplo, pero no el único), porque sino éstos acaban por precipitar el filme.

Se salvan elementos aislados, como el trabajo de Joan Dalmau al frente de una de las tramas más interesantes de la historia – su relación de rojo republicano vencido pero no derrotado con el tendero franquista al que le unen no pocas cosas – que lamentablemente Tabernero abandona en función de otras de muchísimo menos interés y enjundia; la fresca presencia de la joven Nadia de Santiago – La hija de Cecilia Roth en la estimable Otros Días Vendrán – que promete darnos varias alegrías en el futuro; o el esplendoroso trabajo de fotografía a cargo del maestro Jose Luis Alcaine, muy por encima del resultado final de una película que en su afán de atar todos y cada uno de los cabos sueltos por el ir y venir de personajes y situaciones acumula hasta cinco finales consecutivos en su inacabable última media hora. Ni la presencia de Silvia Abascal, gris en un rol de lo más discreto, los esfuerzos de Carmen Machi en un papel algo alejado de sus registros habituales o la solidez habitual de Ana Wagener salvan una película que, me duele decirlo, pero que posiblemente se encuentre entre lo peor visto a concurso en la Sección Oficial.

Claro que a ese título poco honroso bien podría optar una obra bienintencionada pero igualmente fallida como Kilómetro Cero, del kurdo afincado en París Hiner Saleem, que ha
cambiado los parajes helados de su anterior filme, la simpática Vodka Lemon, por los desérticos parajes del Irak de finales de los años ochenta, cuando el país se hallaba inmerso en una guerra con su vecino Irán. La película nos narra, en un largo flashback, la peripecia de Ako, un kurdo que sueña con escapar al destino que los árabes liderados por Sadam Hussein parecen haber decidido para su pueblo. Aun están lejos los bombardeos con gases, pero Ako no necesita nada más para saber que, si quiere sobrevivir, debe escapar de Irak lo antes posible. Lo malo es que sus opciones se ven reducidas por la sencilla razón de que su esposa se niega a abandonar a su padre, viejo y enfermo, confinado en una cama con ruedas, mientras siga con vida. La situación empieza a ser desesperante para Ako, que para colmo de males sufre la paradoja de ser reclutado, en los últimos meses del conflicto, para defender precisamente a ese país que tanto desprecia y que tanto hace por borrarles de la faz de la tierra.

La película no escatima sentido del humor en una obra con tintes vagamente berlanguianos en su un tanto disparatada visión del conflicto. El cine de Saleem se basa siempre en el humor para poder afrontar las situaciones más adversas y Kilómetro Cero no es una excepción: tras un accidentado entrenamiento y algunas escaramuzas en las que la máxima aspiración de Ako es ser herido – de no demasiada gravedad a ser posible, con perder una pierna como máximo le vale – para que le devuelvan a casa, se le encarga una misión: en compañía de un chofer árabe y en su correspondiente ataúd, debe devolver el cadáver de un “mártir de la causa” a su familia en el Kurdistán, lo que le proporcionará una oportunidad ideal para desertar y volver al lado de su amada. Kilómetro Cero se configura así en la mayor parte de su metraje como una road movie en la que lo interesante está en la peculiar relación de odio y comprensión que mantienen el kurdo y el árabe, miembros de razas diferentes pero obligados a convivir bajo una misma bandera que, en realidad, no son tan distintos como les gustaría creer. A ratos, y desde luego sin llegar nunca a ese nivel de brillantez, la película se asemeja a aquella maravilla que era En Tierra de Nadie, donde el bosnio Danis Tanovic denunciaba cosas muy parecidas y abogaba por llegar a cierto tipo de entendimiento.

La película no carece en momentos aislados de cierto atractivo (los estupendos planos de esa especie de taxis reconvertidos en coches fúnebres con sus ataúdes envueltos en las banderas iraquís desfilando por un desierto y seguidos siempre por la sombra de un Sadam Hussein omnipresente tanto en retratos como en estatuas gigantes que son llevadas de un lado a otro son valiosas denuncias de una situación terrible) pero la verdad es que la narración se hace morosa y repetitiva, provocando una sensación de monotonía y aburrimiento que solo se rompe en alguna idea interesante de guión (el destino final del ataúd que transporta Ako y las razones que llevan a ello) o algún gag afortunado (los que rodean al viejo padre de la chica son estupendos) que no bastan para sostener una película que, eso si, ofrece una visión de la guerra de Irak muy alejada de la general que tenemos en Europa y según la cual la intervención americana (o de cualquier otro país, llegado el caso) en Irak, más allá de imperialismos y mentiras está plenamente justificada por la desaparición del régimen opresivo de Sadam Hussein y la posibilidad de libertad que ofrece al pueblo kurdo (ilusos).

Bueno, mañana seguiremos con la película argentina Hermanas de Julia Solomonoff protagonizada por Ingrid Rubio y Valeria Bertuccelli, os diré que me ha parecido la que para muchos es la obra más importante hasta ahora de la Seminci: Caché del tremendo sacude-conciencias Michael Hanecke y terminaremos la jornada con un interesante experimento protagonizado por Aaron Eckhart y Helena Bonham Carter, Conversations on Other Women. La verdad es que cada vez van quedando menos películas a concurso y la sensación general, además de que esta edición es de una calidad sensiblemente inferior a la del año pasado, no acaba de alzar el vuelo… si Hanecke y Lars von Trier no lo remedian, cada vez queda menos tiempo para esa gran obra que muchos aun estamos esperando.

miércoles, octubre 26, 2005

SEMINCI, Crónica 4: Water, En la Cama, Factotum

SEMINCI, CRÓNICA 4
(Cobertura de la Seminci para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados)

De denuncias contundentes, sexo oral (y del otro) y adaptaciones literarias bienintencionadas.
Agua, la última película de la directora Deepa Mehta, autora de Fuego y Tierra y presumiblemente en un futuro de alguna que se llamará Aire (que digo yo que tampoco es plan de dejar los cuatro elementos incompletos) era un filme temido a priori por varios de los periodistas acreditados en la Seminci. Vendida como una película de denuncia de una situación terrible y promocionada con los violentos ataques provenientes de algunos de los sectores más fundamentalistas, que acusaron desde un primer momento al filme de ir contra la religión hindú e incluso lograron paralizar primero su rodaje – que hubo de trasladarse a Sri Lanka – e impedir su estreno en la India, muchos nos temíamos que tal despliegue de desgracias escondiera la flaqueza de una propuesta sin duda atractiva pero posiblemente lastrada por la tendencia de su directora a convertir anécdotas argumentales mínimas en plúmbeos largometrajes a base de alargarlas de forma bastante innecesaria. Sin embargo, aunque algo de eso hay en el entramado de esta película – y otras debilidades menos perdonables – hay que decir que Agua resulta una película de lo más interesante durante la mayor parte de su metraje, una obra que sin duda se beneficia de la enorme carga emocional que provoca su denuncia de la a todas luces injusta situación que aun hoy viven las viudas en ese país.

Lo cierto es que el comienzo de Agua se asemeja bastante a una película de terror. Para empezar, unos versos sagrados rezan: “La mujer viuda que permanezca casta y pura hasta el fin de sus días tendrá el privilegio de compartir el Paraíso junto a su esposo. Por el contrario, aquella que no cumpla con estos preceptos se reencarnará en el vientre de un chacal” Eso para que vayamos entrando en ambiente. Después nos encontramos con Chuyia, una alegre niña de ocho años que es la inconsciente esposa en virtud de un matrimonio concertado de un hombre moribundo. Por supuesto, el hombre fallece, y Chuyia es sometida a un proceso – corte de pelo al cero, quema de sus ropas, sustitución de estas por un simple sari blanco... – que la convierte en lo que será hasta el fin de sus días, una viuda, una especie de apestada social que es confinada en un ashram, una casa que compartirá hasta el fin de sus días con otras viudas, destinadas como ella a mantenerse puras – por supuesto eso implica nulo contacto con la gente normal, que de hecho huye de las viudas por considerarlas provocadoras de la mala suerte – El panorama es aterrador: Chuyia no es capaz de comprender, a sus ocho años, que ha hecho para merecer tal destino, sueña con que su madre venga para llevársela a casa, se ve rodeada de mujeres mucho mayores que ella y siente pavor ante la jefa del ashram, la enorme Madhumati, que la gobierna con mano férrea.

Pronto descubriremos que las cosas no son exactamente como parecen: hay una viuda, Kalyani, una mujer de una descomunal belleza que vive algo apartada del resto y que toma a Chuyia bajo su protección. Esta mujer es de hecho la que sostiene económicamente el ashram, ya que Madhumati la obliga a prostituirse para poder sufragar parte de los gastos de la casa. Sin embargo, estamos en 1938, Ghandi lidera el movimiento de emancipación de la India a la vez que preconiza la desaparición de algunas creencias reglas manifiestamente injustas, como que las viudas no puedan jamás volver a contraer matrimonio. Y sobre esto gira la peripecia de la película en cuanto hace su aparición Narayan, un joven idealista seguidor de Ghandi, hijo de Brahmanes, la casta superior de la India, que se enamorara perdidamente de Kalyani y no cejará hasta conseguir que escape a su destino. ¿A que les suena de algo?

Siendo una película encomiable por muchos motivos – el mayor de los cuales es la detallada descripción de esa situación increíble en la que aun hoy permanecen no menos de 21 millones de mujeres en la India – el problema principal de Agua es que es una de esas obras que parece querer conjugar la contundente denuncia de esa injusticia con el objetivo de resultar accesible a todo tipo de públicos, en especial el occidental. Y eso se traduce en una obra que navega entre dos aguas demasiado a menudo: el atractivo para el público occidental consiste en descubrir por primera vez esa situación, para lo cual la realizadora no escatima detalles que indignarán a buen seguro a cualquier persona con un mínimo de humanidad. Por otro lado, la miel para hacer más dulce tan polémica visión a la cada vez más fundamentalista sociedad hindú consiste en plantear una trilladísima y harto convencional historia de amor imposible entre dos protagonistas tan hermosos que uno llega a plantearse, por contraposición al resto del reparto, si serán humanos. Narayan (John Abraham) al menos es un indio característico, pero Kalyani, (la impresionante Lisa Ray) posee una belleza tan acorde con los cánones occidentales que su elección, aun siendo un deleite para la vista, resulta un lamentable error que provoca cierto distanciamiento.

En el lado positivo, hay que decir que Deepa Mehta se muestra tan efectiva como suele en su descripción del mundo del ashram y todo lo que le rodea, aunque no puede evitar que algunos pasajes (la fiesta de colores, algunos planos majestuosos del río) estén concebidos más en función de cumplir con el tópico que siempre rodea a una producción de este tipo que con las necesidades argumentales de la historia, que sin duda se estira hasta los 115 minutos de forma innecesaria. Queda eso si, un par de estupendas interpretaciones (en especial Seema Biswas como Sahakuntala, la viuda que se debate entre su fe y su razón, de lejos el mejor personaje de la historia, y la naturalidad de la niña Sarala) y algo que hace que la sensación general sea bastante positiva: la película crece mucho en sus veinte minutos finales, donde la falta de complacencia con la que Deepa Mehta remata algunas de las historias que ha desarrollado a lo largo de la película demuestra bien a las claras su compromiso personal con este filme desigual, pero sin duda muy interesante en su discurso y de agradable visionado.

En la Cama, la película chilena que conformaba la segunda propuesta del día, empezaba de una forma terrible y hacía presagiar lo peor. Los títulos iniciales se superponían a unas formas borrosas tomadas con cámara digital en las que se adivinaban un par de cuerpos (aquí una teta, por allí un trasero masculino, mucho jaleo de miembros...) dedicados a pleno refocile. Bueno, sobre todo se adivinaba por el escándalo atronador de los gemidos de la pareja que follaba mientras era grabada por alguien que parecía no tener ni repajolera idea de los conceptos foco, estabilidad, plano fijo y así sucesivamente. Y es que esto de la cámara digital habrá democratizado mucho el cine y todo lo que ustedes quieran, pero permite que directores con ínfulas de modelnos sean más peligroso que un mono armado con una navaja. Cuando, tras no menos de cinco minutos de meneo y movimientos parkinsonianos de cámara en los que algunos empezábamos a desear un bocata de biodraminas, terminó el polvo y el título En La Cama cayó sobre la pantalla... y un cachondo dió un par de aplausos como si el film hubiera terminado, haciendo que la audiencia se descojonara (era un pase de prensa, pero los críticos a veces somos como adolescentes de lo más gamberro). Entonces dio comienzo la verdadera película que, en honor a la verdad, creo que es la obra de la Sección Oficial que más apasionados debates ha levantado hasta la fecha. Antes de revelarles en que bando milita este cronista, déjenme que les cuente algo más del filme.

En realidad, es bastante simple: una habitación de un Motel, dos jóvenes que se han conocido esa noche en una fiesta, se han gustado y se han ido a echar un polvete (bueno, varios). La película, de esencia principalmente voyeurística, nos introduce en ese espacio cerrado donde, a lo largo de unas cuantas horas, estos dos personajes se dedican a hablar, conocerse, intercambiarse anécdotas (y otros fluidos), y explorar las posibilidades que ofrece la situación, atravesando diversas etapas. Vaya por delante que a un servidor le apasionan las películas que se centran en algo tan simple y a la vez tan fascinante como un hombre y una mujer compartiendo tiempo juntos, tipo Antes del Amanecer, Lost in Translation, o Una Relación Privada (de la que esta película devine un curioso reverso), pero hay algo que me repele instintivamente en la nerviosa y fragmentada puesta en escena del realizador chileno Matías Bizé. Si, me interesa saber más de esos personajes, cuyas historias pasan de lo anecdótico a lo divertido (la reflexión sobre los tipos de cine, con referencia a Godard incluida, resulta impagable) hasta desembocar progresivamente en algo de más enjundia y con un impensado componente dramático. Pero el problema que tiene En La Cama es que las cosas que no me gustan de ella no se quedan ahí, sino que me producen un rechazo frontal, ya sea por su inconveniencia (la estúpida escena del karaoke improvisado) o por su imperdonable falta del sentido del ridículo (¡por Dios, esas pantallas partidas cuando ‘alguien de fuera’, o sea, un móvil, rompe ese universo propio! ¿no se te ha ocurrido un recurso mejor para plasmar esa idea en pantalla que semejante estupidez?) con el previsible resultado que uno se pasa entrando y saliendo constantemente de la película (vale, reconozco que es un chiste fácil en una peli en la que abunda el sexo, perdonen) e irritándose con la forma tan pretenciosa en la que este chileno ha plasmado una película que podría haber resultado infinitamente más atractiva si no fuera, en lo formal, tan agotadoramente reiterativa.

Dicho esto, he de reconocer que la película tiene momentos en los que no está nada mal: ayuda el esforzado y a ratos convincente trabajo de su pareja protagonista (mejor ella, Blanca Lewin, que él, Gonzalo Valenzuela) y una estupenda media hora final en la que la obra da rienda suelta a una buena carga de emotividad construida a puro golpe de guión, con algún detalle sutil bastante inteligente (los equívocos en los que incurren los protagonistas, y con ellos el espectador, por ejemplo en la foto de la cartera de él), en la que el continuo juego de ambos protagonistas se vuelve más y más interesante. ¿Resultado? Sin duda inferior a lo que se podría haber conseguido a poco que el director se hubiera mirado menos el ombligo y tratara de demostrarnos continuamente que está encantado de haberse conocido, pero también con suficientes argumentos para poder ser defendida con cierta convicción por sus partidarios, que también los tuvo. Eso si, no podrán hacerlo ante el buen puñado de críticos que, o bien porque tanto folleteo inicial les puso a tono y buscaron cierto alivio o más probablemente, porque aquello les parecía una tomadura de pelo, abandonaron la sala antes de tiempo (Por cierto ¿Qué escribirán estos al día siguiente en sus medios? se pregunta un servidor intrigado).

La jornada finalizó con una película ante la que el comentario inicial era lapidario: “No se le puede hacer eso a un muerto”. Y no es que Charles Bukowski no hubiera en su tiempo coqueteado de forma abundante con el cine mientras aun estaba vivo – de hecho escribió el guión original de El Borracho, dirigida por Barbet Schroeder y llegó a ver hasta dos adaptaciones más de sus novelas, Amor Loco y Ordinaria Locura – ni tampoco que esta Factotum guionizada y dirigida por el noruego Bent Hamer (el mismo autor de la cachondada de Kitchen Stories) se aparte de la línea marcada por tan peculiar autor a lo largo de su obra (la película está hecha con el beneplácito de la fundación que administra su legado, hecho que, habiendo dinero de por medio, a buen seguro no hubiera molestado en exceso al escritor). No, el problema es que para encarnar al alter ego de Bukowski creado por el en la ficción, Hank Chinaski, uno se encuentra de sopetón con el nombre de Matt Dillon... y claro, uno piensa “Pues va a ser que no”. Pero en fin, ahí están Lily Taylor y Marisa Tomei para respaldarle y, al fin y al cabo, Factotum es una de las novelas más divertidas de su autor, y por último, hay que ver como se lo monta Bent Hamer con una producción indie USA. Así que uno se dispone a verla.

Y tal y como era previsible, lo mejor de la película reside en las perlas de diálogo salidas de la privilegiada mente del escritor (a uno puede gustarle más o menos, pero Bukowski, dentro de su amargura existencial, sabía ser muy divertido cuando se lo proponía) y en algunas de las situaciones creadas por ese tipo cuyas únicas preocupaciones en este mundo son escribir relatos, beber hasta hartarse, follar con lo que esté más a mano cuando las ganas aprieten y representar la auténtica antitesis del sueño americano, porque a Hank le importan una higa la mayoría de las cosas que les quitan el sueño a usted y yo, y como esa es una elección consciente, pues vive con ella divinamente, pese a sus sinsabores. Hay que reconocer que, por momentos, el trabajo contemplativo de Bent Hamer tras la cámara parece ir acorde con el mundo ideado por Bukowski y hasta llegamos a entrever parte de la innegable poesía que habitaba en ese lodazal... pero cuando eso ocurre, ahí está el bueno de Matt Dillon, con su barba de tres días y su aspecto sucio como únicas armas de composición de su nihilista personaje, para recordarnos que no hay manera de creerse a semejante tipo. No basta con esforzarse, por muy buenas intenciones que se tengan, para encarnar a un icono tan tremendo como el alter ego del mismísimo Charles Bukowski en una de sus novelas, además, más autobiográficas y personales, por lo que el intento de Hamer, aunque simpaticón y bienintencionado, está condenado de antemano al fracaso... algo que paradójicamente quizás no hubiera desagradado al autor de frases como “Hacer algo aburrido con estilo es a lo que yo llamo arte” Bien, yo no diría que Hamer carezca de estilo, pero desde luego Factotum es a ratos bastante aburrido, así que...

Mañana cruzaremos el ecuador del festival con El Niño de los Hermanos Dardenne (fuera de concurso porque ya ganó la Palma de Oro en Cannes), Vida y Color de Santiago Tabernero (que al parecer tiene locos a medio festival porque según parece el ex-crítico es un buen chico, apreciado en los medios y nadie quiere decir a las claras que la película es un poco bodrio) y otra de las rarezas de la sección Oficial, Kilómetro Cero, del kurdo afincado en Francia Hiner Saleem, que ha cambiado los helados parajes de Armenia de su anterior película Vodka Lemon por el desértico pasaje del Kurdistán iraquí en plena guerra Irak-Irán. A eso lo llamo yo irse al otro extremo (metereológicamente hablando) de una película a la siguiente...