SEMINCI, CRÓNICA 4
(Cobertura de la Seminci para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados)
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De denuncias contundentes, sexo oral (y del otro) y adaptaciones literarias bienintencionadas.
Agua, la última película de la directora Deepa Mehta, autora de Fuego y Tierra y presumiblemente en un futuro de alguna que se llamará Aire (que digo yo que tampoco es plan de dejar los cuatro elementos incompletos) era un filme temido a priori por varios de los periodistas acreditados en la Seminci. Vendida como una película de denuncia de una situación terrible y promocionada con los violentos ataques provenientes de algunos de los sectores más fundamentalistas, que acusaron desde un primer momento al filme de ir contra la religión hindú e incluso lograron paralizar primero su rodaje – que hubo de trasladarse a Sri Lanka – e impedir su estreno en la India, muchos nos temíamos que tal despliegue de desgracias escondiera la flaqueza de una propuesta sin duda atractiva pero posiblemente lastrada por la tendencia de su directora a convertir anécdotas argumentales mínimas en plúmbeos largometrajes a base de alargarlas de forma bastante innecesaria. Sin embargo, aunque algo de eso hay en el entramado de esta película – y otras debilidades menos perdonables – hay que decir que Agua resulta una película de lo más interesante durante la mayor parte de su metraje, una obra que sin duda se beneficia de la enorme carga emocional que provoca su denuncia de la a todas luces injusta situación que aun hoy viven las viudas en ese país.
Lo cierto es que el comienzo de Agua se asemeja bastante a una película de terror. Para empezar, unos versos sagrados rezan: “La mujer viuda que permanezca casta y pura hasta el fin de sus días tendrá el privilegio de compartir el Paraíso junto a su esposo. Por el contrario, aquella que no cumpla con estos preceptos se reencarnará en el vientre de un chacal” Eso para que vayamos entrando en ambiente. Después nos encontramos con Chuyia, una alegre niña de ocho años que es la inconsciente esposa en virtud de un matrimonio concertado de un hombre moribundo. Por supuesto, el hombre fallece, y Chuyia es sometida a un proceso – corte de pelo al cero, quema de sus ropas, sustitución de estas por un simple sari blanco... – que la convierte en lo que será hasta el fin de sus días, una viuda, una especie de apestada social que es confinada en un ashram, una casa que compartirá hasta el fin de sus días con otras viudas, destinadas como ella a mantenerse puras – por supuesto eso implica nulo contacto con la gente normal, que de hecho huye de las viudas por considerarlas provocadoras de la mala suerte – El panorama es aterrador: Chuyia no es capaz de comprender, a sus ocho años, que ha hecho para merecer tal destino, sueña con que su madre venga para llevársela a casa, se ve rodeada de mujeres mucho mayores que ella y siente pavor ante la jefa del ashram, la enorme Madhumati, que la gobierna con mano férrea.
Pronto descubriremos que las cosas no son exactamente como parecen: hay una viuda, Kalyani, una mujer de una descomunal belleza que vive algo apartada del resto y que toma a Chuyia bajo su protección. Esta mujer es de hecho la que sostiene económicamente el ashram, ya que Madhumati la obliga a prostituirse para poder sufragar parte de los gastos de la casa. Sin embargo, estamos en 1938, Ghandi lidera el movimiento de emancipación de la India a la vez que preconiza la desaparición de algunas creencias reglas manifiestamente injustas, como que las viudas no puedan jamás volver a contraer matrimonio. Y sobre esto gira la peripecia de la película en cuanto hace su aparición Narayan, un joven idealista seguidor de Ghandi, hijo de Brahmanes, la casta superior de la India, que se enamorara perdidamente de Kalyani y no cejará hasta conseguir que escape a su destino. ¿A que les suena de algo?
Siendo una película encomiable por muchos motivos – el mayor de los cuales es la detallada descripción de esa situación increíble en la que aun hoy permanecen no menos de 21 millones de mujeres en la India – el problema principal de Agua es que es una de esas obras que parece querer conjugar la contundente denuncia de esa injusticia con el objetivo de resultar accesible a todo tipo de públicos, en especial el occidental. Y eso se traduce en una obra que navega entre dos aguas demasiado a menudo: el atractivo para el público occidental consiste en descubrir por primera vez esa situación, para lo cual la realizadora no escatima detalles que indignarán a buen seguro a cualquier persona con un mínimo de humanidad. Por otro lado, la miel para hacer más dulce tan polémica visión a la cada vez más fundamentalista sociedad hindú consiste en plantear una trilladísima y harto convencional historia de amor imposible entre dos protagonistas tan hermosos que uno llega a plantearse, por contraposición al resto del reparto, si serán humanos. Narayan (John Abraham) al menos es un indio característico, pero Kalyani, (la impresionante Lisa Ray) posee una belleza tan acorde con los cánones occidentales que su elección, aun siendo un deleite para la vista, resulta un lamentable error que provoca cierto distanciamiento.
En el lado positivo, hay que decir que Deepa Mehta se muestra tan efectiva como suele en su descripción del mundo del ashram y todo lo que le rodea, aunque no puede evitar que algunos pasajes (la fiesta de colores, algunos planos majestuosos del río) estén concebidos más en función de cumplir con el tópico que siempre rodea a una producción de este tipo que con las necesidades argumentales de la historia, que sin duda se estira hasta los 115 minutos de forma innecesaria. Queda eso si, un par de estupendas interpretaciones (en especial Seema Biswas como Sahakuntala, la viuda que se debate entre su fe y su razón, de lejos el mejor personaje de la historia, y la naturalidad de la niña Sarala) y algo que hace que la sensación general sea bastante positiva: la película crece mucho en sus veinte minutos finales, donde la falta de complacencia con la que Deepa Mehta remata algunas de las historias que ha desarrollado a lo largo de la película demuestra bien a las claras su compromiso personal con este filme desigual, pero sin duda muy interesante en su discurso y de agradable visionado.
En la Cama, la película chilena que conformaba la segunda propuesta del día, empezaba de una forma terrible y hacía presagiar lo peor. Los títulos iniciales se superponían a unas formas borrosas tomadas con cámara digital en las que se adivinaban un par de cuerpos (aquí una teta, por allí un trasero masculino, mucho jaleo de miembros...) dedicados a pleno refocile. Bueno, sobre todo se adivinaba por el escándalo atronador de los gemidos de la pareja que follaba mientras era grabada por alguien que parecía no tener ni repajolera idea de los conceptos foco, estabilidad, plano fijo y así sucesivamente. Y es que esto de la cámara digital habrá democratizado mucho el cine y todo lo que ustedes quieran, pero permite que directores con ínfulas de modelnos sean más peligroso que un mono armado con una navaja. Cuando, tras no menos de cinco minutos de meneo y movimientos parkinsonianos de cámara en los que algunos empezábamos a desear un bocata de biodraminas, terminó el polvo y el título En La Cama cayó sobre la pantalla... y un cachondo dió un par de aplausos como si el film hubiera terminado, haciendo que la audiencia se descojonara (era un pase de prensa, pero los críticos a veces somos como adolescentes de lo más gamberro). Entonces dio comienzo la verdadera película que, en honor a la verdad, creo que es la obra de la Sección Oficial que más apasionados debates ha levantado hasta la fecha. Antes de revelarles en que bando milita este cronista, déjenme que les cuente algo más del filme.
En realidad, es bastante simple: una habitación de un Motel, dos jóvenes que se han conocido esa noche en una fiesta, se han gustado y se han ido a echar un polvete (bueno, varios). La película, de esencia principalmente voyeurística, nos introduce en ese espacio cerrado donde, a lo largo de unas cuantas horas, estos dos personajes se dedican a hablar, conocerse, intercambiarse anécdotas (y otros fluidos), y explorar las posibilidades que ofrece la situación, atravesando diversas etapas. Vaya por delante que a un servidor le apasionan las películas que se centran en algo tan simple y a la vez tan fascinante como un hombre y una mujer compartiendo tiempo juntos, tipo Antes del Amanecer, Lost in Translation, o Una Relación Privada (de la que esta película devine un curioso reverso), pero hay algo que me repele instintivamente en la nerviosa y fragmentada puesta en escena del realizador chileno Matías Bizé. Si, me interesa saber más de esos personajes, cuyas historias pasan de lo anecdótico a lo divertido (la reflexión sobre los tipos de cine, con referencia a Godard incluida, resulta impagable) hasta desembocar progresivamente en algo de más enjundia y con un impensado componente dramático. Pero el problema que tiene En La Cama es que las cosas que no me gustan de ella no se quedan ahí, sino que me producen un rechazo frontal, ya sea por su inconveniencia (la estúpida escena del karaoke improvisado) o por su imperdonable falta del sentido del ridículo (¡por Dios, esas pantallas partidas cuando ‘alguien de fuera’, o sea, un móvil, rompe ese universo propio! ¿no se te ha ocurrido un recurso mejor para plasmar esa idea en pantalla que semejante estupidez?) con el previsible resultado que uno se pasa entrando y saliendo constantemente de la película (vale, reconozco que es un chiste fácil en una peli en la que abunda el sexo, perdonen) e irritándose con la forma tan pretenciosa en la que este chileno ha plasmado una película que podría haber resultado infinitamente más atractiva si no fuera, en lo formal, tan agotadoramente reiterativa.
Dicho esto, he de reconocer que la película tiene momentos en los que no está nada mal: ayuda el esforzado y a ratos convincente trabajo de su pareja protagonista (mejor ella, Blanca Lewin, que él, Gonzalo Valenzuela) y una estupenda media hora final en la que la obra da rienda suelta a una buena carga de emotividad construida a puro golpe de guión, con algún detalle sutil bastante inteligente (los equívocos en los que incurren los protagonistas, y con ellos el espectador, por ejemplo en la foto de la cartera de él), en la que el continuo juego de ambos protagonistas se vuelve más y más interesante. ¿Resultado? Sin duda inferior a lo que se podría haber conseguido a poco que el director se hubiera mirado menos el ombligo y tratara de demostrarnos continuamente que está encantado de haberse conocido, pero también con suficientes argumentos para poder ser defendida con cierta convicción por sus partidarios, que también los tuvo. Eso si, no podrán hacerlo ante el buen puñado de críticos que, o bien porque tanto folleteo inicial les puso a tono y buscaron cierto alivio o más probablemente, porque aquello les parecía una tomadura de pelo, abandonaron la sala antes de tiempo (Por cierto ¿Qué escribirán estos al día siguiente en sus medios? se pregunta un servidor intrigado).
La jornada finalizó con una película ante la que el comentario inicial era lapidario: “No se le puede hacer eso a un muerto”. Y no es que Charles Bukowski no hubiera en su tiempo coqueteado de forma abundante con el cine mientras aun estaba vivo – de hecho escribió el guión original de El Borracho, dirigida por Barbet Schroeder y llegó a ver hasta dos adaptaciones más de sus novelas, Amor Loco y Ordinaria Locura – ni tampoco que esta Factotum guionizada y dirigida por el noruego Bent Hamer (el mismo autor de la cachondada de Kitchen Stories) se aparte de la línea marcada por tan peculiar autor a lo largo de su obra (la película está hecha con el beneplácito de la fundación que administra su legado, hecho que, habiendo dinero de por medio, a buen seguro no hubiera molestado en exceso al escritor). No, el problema es que para encarnar al alter ego de Bukowski creado por el en la ficción, Hank Chinaski, uno se encuentra de sopetón con el nombre de Matt Dillon... y claro, uno piensa “Pues va a ser que no”. Pero en fin, ahí están Lily Taylor y Marisa Tomei para respaldarle y, al fin y al cabo, Factotum es una de las novelas más divertidas de su autor, y por último, hay que ver como se lo monta Bent Hamer con una producción indie USA. Así que uno se dispone a verla.
Y tal y como era previsible, lo mejor de la película reside en las perlas de diálogo salidas de la privilegiada mente del escritor (a uno puede gustarle más o menos, pero Bukowski, dentro de su amargura existencial, sabía ser muy divertido cuando se lo proponía) y en algunas de las situaciones creadas por ese tipo cuyas únicas preocupaciones en este mundo son escribir relatos, beber hasta hartarse, follar con lo que esté más a mano cuando las ganas aprieten y representar la auténtica antitesis del sueño americano, porque a Hank le importan una higa la mayoría de las cosas que les quitan el sueño a usted y yo, y como esa es una elección consciente, pues vive con ella divinamente, pese a sus sinsabores. Hay que reconocer que, por momentos, el trabajo contemplativo de Bent Hamer tras la cámara parece ir acorde con el mundo ideado por Bukowski y hasta llegamos a entrever parte de la innegable poesía que habitaba en ese lodazal... pero cuando eso ocurre, ahí está el bueno de Matt Dillon, con su barba de tres días y su aspecto sucio como únicas armas de composición de su nihilista personaje, para recordarnos que no hay manera de creerse a semejante tipo. No basta con esforzarse, por muy buenas intenciones que se tengan, para encarnar a un icono tan tremendo como el alter ego del mismísimo Charles Bukowski en una de sus novelas, además, más autobiográficas y personales, por lo que el intento de Hamer, aunque simpaticón y bienintencionado, está condenado de antemano al fracaso... algo que paradójicamente quizás no hubiera desagradado al autor de frases como “Hacer algo aburrido con estilo es a lo que yo llamo arte” Bien, yo no diría que Hamer carezca de estilo, pero desde luego Factotum es a ratos bastante aburrido, así que...
Mañana cruzaremos el ecuador del festival con El Niño de los Hermanos Dardenne (fuera de concurso porque ya ganó la Palma de Oro en Cannes), Vida y Color de Santiago Tabernero (que al parecer tiene locos a medio festival porque según parece el ex-crítico es un buen chico, apreciado en los medios y nadie quiere decir a las claras que la película es un poco bodrio) y otra de las rarezas de la sección Oficial, Kilómetro Cero, del kurdo afincado en Francia Hiner Saleem, que ha cambiado los helados parajes de Armenia de su anterior película Vodka Lemon por el desértico pasaje del Kurdistán iraquí en plena guerra Irak-Irán. A eso lo llamo yo irse al otro extremo (metereológicamente hablando) de una película a la siguiente...
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