domingo, septiembre 18, 2011

SAN SEBASTIAN J02 AMEN, ALBERT NOBBS, ¿Y AHORA DONDE VAMOS?, MARTHA MARCY MAY MARLENE



AMEN, Un responso por el cineasta Kim Ki Duk (Sección Oficial)

Aprecio mucho el cine de Kim Ki Duk. Además tengo una vinculación especial con él a través de los festivales: mi primera experiencia, esa Seminci 2004 que ganó con su maravillosa Hierro 3, me descubrió a un cineasta que creaba imágenes de verdadera poesía, que se apoyaba como pocos en otras artes como la música o la fotografía para llenar de belleza sus planos, que explotaba una rara lírica, a medio camino entre lo sublime y lo ridículo, poseedora de un raro humor negro y a veces invadida por una sobrecogedora violencia moral y física, características todas ellas que impregnaban obras como Primavera, Verano, Otoño, Invierno y Primavera, Samaritan Girl o El Arco, por citar algunas. Ya hace dos años, en este mismo festival, el amigo Kinki, tras varios años de ser el autor más representativo – con permiso de Park Chan Wook y algún otro – de esa ola de nuevo cine coreano que se puso de moda, dio serias muestras de agotamiento con su ridícula Dream. El tipo necesitaba un descanso de sí mismo.

Así pues me acerco a Amén con la mejor de las disposiciones, esperando reencontrarme con las viejas sensaciones. Para empezar me topo con una película grabada cámara digital en mano, sin el más mínimo atisbo del refinamiento de la puesta en escena y el cuidado artístico de los planos que caracterizaban a Kim Ki Duk, que ahora se asemeja más a un primo tonto coreano del Dogma danés. Malo. El argumento se desarrolla en torno a una chica que busca por Europa a un antiguo novio artista. Llega a Paris y le dicen que se ha ido a Venecia. Se va a Venecia y le dicen que está en Aviñón. En Aviñón más de lo mismo. Al parecer desconoce no ya la utilidad de internet, sino de un simple teléfono móvil ya que, en cada uno de esos lugares aunque le hayan dicho que el mozo no está, se lía a vocear su nombre a gritos por si acaso le contesta. Flipo. Ah, por cierto, en el primer viaje en tren, un desconocido con una máscara antigás la droga y la viola, llevándose consigo sus pertenencias, que le va devolviendo de cuando en cuando durante el viaje. Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta que alguien debe estar siguiendo sus pasos. La pánfila ésta no: prefiere seguir paseándose y pegando voces por ahí. Eso cuando no está dormida, claro, cosa que hace algo así como su estado natural.

Pierdo la paciencia cuando caigo en la cuenta que en película absurda y tan repelente en su estética me está pervirtiendo uno de los elementos que más me gusta de Hierro 3, ese ángel guardián que cuidaba en silencio de la persona amada. Encima la pretenciosa cosa ésta – que visualmente es algo así como si usted o yo grabáramos nuestras vacaciones con una cámara medio decente e hiciéramos un Director’s Cut – no deja de dar vueltas alrededor de su único y antipático personaje, esa chica no muy espabilada que se pasa más de media película durmiendo o paseando sin rumbo fijo. Casi al final de la misma llora desconsoladamente durante unos cinco minutos. No me extraña. Yo mismo tengo ganas de arrancarme los ojos.


Me entero después que el tipo de la máscara antigás al que no vemos el careto en ningún momento es el propio director, que así se ha ahorrado pagar actores. E intuyo que su película, paseo por media Europa aparte, debe haberle costado menos que el presupuesto de su estancia en Donosti – les aseguro que el Hotel Maria Cristina vale una pasta por noche – y que estará encantado con su “evolución artística. Yo pienso en las profundas emociones que me provocaron algunas de sus películas anteriores, en el placer estético que obtuve de ellas e incluso las reflexiones que plasmé en mis críticas y llego a la conclusión que el título no puede ser más adecuado. Mejor rezar un responso por su alma, porque de aquel brillante cineasta no parece quedar el más mínimo rastro.

ALBERT NOBBS, El doble reto de García y Close (Sec. Oficial Fuera de Concurso)

La complicidad evidente entre Rodrigo García y la flamante Premio Donosti Glenn Close quedó más que demostrada en títulos como Cosas que Diría con Solo Mirarla o Nueve Vidas en las que el director sacaba un magnífico rendimiento con pequeños pero intensos papeles de una actriz que cuando está bien dirigida puede con todo lo que le pongan por delante. El talentoso hijo cineasta de García Márquez le ha lanzado un reto apasionante con Albert Nobbs, película de época ambientada en la Irlanda de finales del siglo XIX donde Close interpreta con notable credibilidad y metiéndose a fondo en el personaje a una mujer que lleva toda su vida haciéndose pasar por hombre para trabajar como sirviente en un hotel hasta que pueda abrir su propio negocio.

Tal es su efectividad como mayordomo que la Close consigue no solo que nos la creamos como hombre de exquisitos modales y apreciada discreción, sino que la veamos como un trasunto de aquel maravilloso Stevens que Anthony Hopkins clavaba en la modélica Lo Que Queda del Día. La cosa va por otros derroteros, claro. Pero no en lo esencial: a Albert Nobbs, como a Stevens, le falta una vida personal, victima no solo de su dedicación al trabajo sino del haber estado representando su papel tanto tiempo que le resulta imposible disociar su verdadera identidad de su farsa. Cuando a su vida llega otra mujer que se hace pasar por hombre y que sí parece haber conseguido aquello que Albert anhela, pondrá en marcha una serie de decisiones de imprevisibles consecuencias.


Rodrigo García sale en general bien parado de su primera incursión en una película de época, apoyado en el extraordinario trabajo de su reparto – más allá de una extraordinaria Close, está muy talentosa Mia Wasikowska, una convincente Janet McTeer o el siempre fiable Brendan Gleeson, más un puñado de esos intérpretes británicos especialistas en hacer sus papeles secundarios de forma impecable para otorgar gran credibilidad al conjunto – y el habitual despliegue de medios en vestuario y dirección artística exigible a una producción de estas características. Es verdad que su película puede dar la sensación de ser previsible y no sacar más partido de la sugerente temática que maneja, quedándose en la superficie, pero no lo es menos que con semejante material habría sido fácil, muy fácil caer en el ridículo más terrible. Albert Nobbs, sin ser ninguna maravilla, es una película que se ve con agrado, irreprochable desde el punto de vista técnico, que recupera las esencias de ese James Ivory que sacaba buen partido de la lucha continua de sus personajes por escapar de las diferencias sociales, la necesidad de respetabilidad o los corsés de las apariencias, nunca mejor dicho.


Película además imprescindible para cualquier colectivo LGTB por la convicción con la que transmite su mensaje sobre la necesidad de afirmar la propia identidad más allá de las trabas que la sociedad te imponga – maravillosa secuencia la del paseo que acaba la playa, en la que queda de manifiesto dos formas casi opuestas de vivir una misma situación, en el que su tono humorístico inicial deja paso a un momento de liberación temporal sumamente conmovedor – Albert Nobbs es una película correcta que, más allá de su esfuerzo algo impostado en el tramo final por ofrecer al espectador algo de consuelo ante el destino de sus protagonistas, probablemente conseguirá para Glenn Close una nominación al Oscar. Que por cierto debería ser al Mejor Actor. Aunque lo merece más aun Janet Mc Teer.

Más allá de las dos películas de Sección Oficial el día nos deparó un par de estimables películas gracias a ese maravilloso salvavidas que son las Perlas de Otros Festivales de Zabaltegui, esa arma de doble filo que por un lado te permite ofrecer una selección de lo mejor de lo mejor visto en los certámenes del año, pero que por otro repercute directamente sobre la calidad exigible a la Sección Oficial.



Por ejemplo, la hermosísima directora y actriz libanesa Nadine Labaki, una habitual de Donosti donde ya triunfó en su momento con la simpática Caramel, presentó ¿Y Ahora Donde Vamos? película mucho menos inocente y mucho más valiente de lo que su tono ligero y complaciente puede transmitir mientras describe las cuitas de un pequeño villorrio perdido en las montañas en el que musulmanes y cristianos tratan de convivir mientras en el resto del país las guerras religiosas provocan cientos de muertes. Con un toque inequívocamente berlanguiano, esta inconfesa versión adaptada a las circunstancias del Líbano de la Lisístrata de Aristofanes desnuda con inteligencia, encanto y enorme sentido del humor el absurdo de las religiones mientras las mujeres del pueblo de uno u otro credo se afanan en conseguir mantener la paz del pueblo mientras los varones persisten en su actitud de enfrentarse a la más mínima provocación.

Labaki cede todo el protagonismo a las mujeres y exalta los valores de lo femenino que hay que poner en perspectiva haciéndolo desde el país que lo hace, como ya ocurriera en Caramel. La película posee un innegable encanto, algunas secuencias francamente divertidas y unas reflexiones sobre la religión más suculentas de lo que parece, llegando a extremos de lo más audaces. Además, Labaki se ha atrevido con el género musical insertando piezas coreografiadas en su película con resultados más que curiosos que desconciertan desde esa escena inicial que, en cierto sentido, remite al arranque de una película reciente de cierto cineasta manchego. No será una gran película, pero por momentos resulta irresistible.



También pudimos disfrutar de Martha Marcy May Marlene, inquietante relato de una joven que pide refugio a su hermana mayor tras pasar largo tiempo desaparecida en manos de una especie de secta de la que a duras penas ha conseguido escapar. La fuerza de la película consiste no solo en mostrar el terrorífico proceso por el que se consigue minar la voluntad de una persona, sino la inteligente forma en la que Sean Durkin, Mejor Director en Sundance, lo muestra en paralelo al choque que supone la irrupción de Martha (una esplendida en todos los sentidos Elisabeth Olson) en la vida de su hermana (una no menos acertada Sarah Paulson), produciéndose la sensación de que ambas situaciones, si bien muy distintas, son cárceles emocionales iguales para la frágil Martha.

La película resulta por momentos de lo más perturbadora y pese a que no consigue deshacerse de ese inevitable aire indie, cuenta a su favor con la presencia de John Hawkes, actor inquietante donde los haya que aquí, como en Winter’s Bone, vuelve a dar con un personaje de esos que transmite una constante sensación de peligro pese a su solo aparente fragilidad física, apoyándose en una mirada y una expresión corporal capaz de poner los pelos de punta al más pintado. Una interesante propuesta con algún toque malévolo a lo Hanecke y final abierto que invita reflexionar sobre lo sencillo que resulta a veces quebrar la personalidad de aquellos que andan perdidos y conseguir de ellos. Ejemplos hay a patadas.


sábado, septiembre 17, 2011

SAN SEBASTIAN J01: intruders, No Habra Paz para los Malvados, El Arbol de la Vida



INTRUDERS, Fresnadillo tras las huellas de Shyamalan

Si a alguno le quedaba el más mínimo resquicio de duda sobre si se dejaría notar la influencia en la programación de José Luis Rebordinos, nuevo director del Festival Internacional de Cine de San Sebastián en su 59 edición tras varios años ejerciendo de asesor del equipo de programación y muchos más como director del hermano pequeño y friki del certamen, la Semana de Cine Fantástico y de Terror, este debió disiparse según se enfrentaba a la película de inauguración de este año, Intruders de Juan Carlos Fresnadillo, obra de género a más no poder con la que el canario, plenamente integrado en Hollywood – recuerden 28 Meses Despuésnos ha ofrecido su particular visión del cine de fantasmas. O no, según se mire.


La resultona Intruders especula con la posibilidad de que un ente sobrenatural esté acechando a la inquieta hija de un padre (eficaz Clive Owen) que también tiene sus propios fantasmas con los que lidiar, estos algo más mundanos y provenientes del pasado. Juega Fresnadillo bien con las convenciones del género ya desde el arranque donde enseguida quedan las cartas al descubierto: aquí de lo que se trata es de conseguir un más que correcto producto comercial que cumpla con su cometido. Si de paso se intenta aportar algo el género, aunque no sea precisamente nuevo – como juguetear con el público al respecto si lo que ocurre es verdaderamente algo sobrenatural o tiene más que ver con el resultado de traumas, amenazas de carne y hueso por muy fantasmales que aparezcan o directamente alucinaciones de una mente estresada – pues mejor que mejor. Fresnadillo se defiende bien en el aspecto técnico, sabe narrar en imágenes con soltura y, en algún momento aislado, incluso resultar de lo más inquietante (ojo a la escena del armario en la que padre e hija se enfrentan a la amenaza, muy bien resuelta) pero Intruders falla por algo fundamental, y es extraño que Fresnadillo no se haya percatado de ello. O quizás no le importe.


En sí, no es algo ni mucho menos malo seguir las huellas de cineastas y creadores que te antecedieron. De hecho, resulta de lo más saludable aprender de ellos, y plagiarlos, homenajearlos o reinventarlos dependiendo de la habilidad del cineasta del turno. Lo que resulta imperdonable es que la obra resultante te remita inmediatamente a un cineasta conocido… y llegues a la conclusión que estás ante un simple sucedáneo del mismo. Es lo que le sucede a Intruders, que remite de una forma tan evidente al primerizo y añorado M. Night Shyamalan, que es complicado, mientras uno ve las imágenes del trilladito guión de Intruders, no pensar en el realizador de El Sexto Sentido o La Joven del Agua. No es solo que con el material de partida de Intruders Shyamalan podría haber hecho maravillas en sus buenos tiempos (ese simbolismo, ese doble juego presente-pasado y realidad enfrentada al elemento sobrenatural, las implicaciones familiares) sino que incluso la apariencia de la amenaza de turno – alguien encapuchado de tal forma que no se le ve un rostro del que parece carecer – podría ser un trasunto del mismísimo Bruce Willis del tercio final de El Protegido (Unbreakable). Si a eso le sumamos una BSO deudora del habitual James Newton Howard cortesía del siempre eficaz Roque Baños, algunos recursos visuales marca de la casa y una resolución que no es exactamente una de esas sorpresas que te obligan a rebobinar la película en la cabeza (más que nada porque se ve venir a distancia) pero que en el fondo persigue efectos parecidos, la conjunción de elementos hace la comparación inevitable. E indeseada.


Porque claro, Fresnadillo es bueno, no cabe duda, pero no es Shyamalan en forma. Y lo único que Intruders consigue es, vaya, que añoremos al indio con más fuerza. Ojo, que Intruders no es ni mucho menos una mala película. De hecho es bastante correcta. Pero no aporta nada nuevo al género y a estas alturas del partido, es casi un delito. En su campo, Insidious de James Wan, por poner un ejemplo reciente, la superaría por clara goleada. Eso sí: ver a Hector Alterio jugar a ser Max Von Sydow de la mítica El Exorcista en una única escena tan chocante como innecesaria no tiene precio. Puestos a sablear referencias, que lo hagan los mejores…

NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS, Urbizu y Coronado, desatados.

Había enorme expectación por ver lo que sucedía con la primera película a concurso de la Sección Oficial, nada menos que el regreso del tándem Urbizu-Coronado – que tan buenos resultados dio en la estupenda y áspera La Caja 507 y la magnífica y algo menospreciada La Vida Mancha, para el que suscribe una de las mejores películas españolas de este siglo – al frente de otro thriller que se prometía al menos tan duro y violento como Mourinho tras palmar con el Barça. Y la verdad es que no decepcionó lo más mínimo: No Habrá Paz Para los Malvados es una espléndida película, dura como el pedernal y afilada como una cuchilla, en la que un sobrecogedor Coronado transmite más o menos el mismo mal rollo y sensación de pelígro que el Malamadre con el que Luis Tosar nos heló la sangre en Celda 211. Solo que éste estaba detrás de los muros de una prisión y aquel anda suelto y con una placa de policía. Casi nada.


El arranque de No Habrá Paz… es tremendo: un policía violento y descontrolado en una noche de copas desata casi sin quererlo una matanza en un club de alterne. Y eso que al tipo lo ves venir de lejos, tal es la intensidad – y la brillantez, ojo – que le imprime Jose Coronado a su tremebundo personaje, que a partir de ese desafortunado incidente (una mala noche la tiene cualquiera) se embarca en una búsqueda desesperada por borrar sus huellas y no dejar cabos sueltos que, como ya le pasaba al personaje de Resines en La Caja 507, lo acabará implicando en un asunto bastante más gordo de lo que parecía al principio, una espesa red de intereses y criminales en la que sin embargo sus peculiares circunstancias lo convertirán en poco menos que el hombre más idóneo en el momento adecuado.


Tiene Urbizu la facultad de conseguir que el espectador se sienta a la vez que plenamente incómodo por lo que ve en la pantalla, tal es la naturaleza profundamente perturbadora de lo que cuenta, como en su propia casa por reconocer los ambientes en los que se desarrolla. Y es que Coronado resulta igual de creíble disparando su 38 que hartándose de cubatas en la barra de cualquier bar de esos que podrían estar debajo mismo de nuestro domicilio o al lado de nuestro trabajo. Ayuda, por supuesto, un guión sólido que despliega con eficacia una tupida red que va entrelazando con enorme habilidad los distintos elementos o hilos de la película, contraponiendo a la aventura en solitario del depredador Coronado a las investigaciones según el manual que desarrollan la juez y el policía Leiva, como un espejo deformante cada uno de la realidad del otro, que convergen en un determinado punto para separarse después justo antes del desenlace.


No se corta un pelo Urbizu ni en la brutal descripción de los métodos utilizados ni en la terrible lectura que hace de una sociedad poblada por supervivientes que no se paran en barras a la hora de conseguir sus objetivos. Sin embargo todo fluye con una facilidad pasmosa, te crees sin dificultad a esos personajes, sientes miedo ante la violencia continua que ejercen o parecen estar a punto de desplegar, reconoces con estupor hechos recientes que bien podrían haber sucedido de esa forma. Y acabas por aceptar la inevitable explosión final como casi la única forma de salir del atolladero donde se embarcan sus criaturas, que cuando Urbizu y su extensión en la pantalla Coronado dan rienda suelta al infierno que llevan dentro, no hay donde esconderse. Resulta sobrecogedor asistir a semejante despliegue. Y aun más descubrir que está tan cerca de nosotros.


EL ARBOL DE LA VIDA, Simplemente descomunal

Sin embargo, pese al protagonismo mediático del equipo de la película de Fresnadillo y la brillantez de la violenta propuesta de Urbizu la jornada de ayer perteneció por completo a Terence Malick y su El Árbol de la Vida, Palma de Oro a la Mejor Película del Festival de Cannes, Gran Premio Fipresci de la Crítica Internacional a la Mejor Película del año y estrenada simultáneamente en los cines comerciales y en el pase de prensa vespertino del Festival ante una prensa ansiosa de comprobar si estaba ante la obra maestra del año que muchos que pregonan o ese globo pedante pagado de sí mismo que algunos de sus detractores llevan semanas denunciando.


Hacer un juicio de valor apresurado de una película tan descomunal como la quinta película en cuarenta años de Terence Malick, un señor que tiene en su haber obras tan indiscutibles como Días del Cielo, Malas Tierras, La Delgada Línea Roja o El Nuevo Mundo, sin dejar pasar un tiempo más que prudencial para digerirla, a ser posible lejos de un ambiente tan sobrecargado y viciado como el de un Festival de Cine como éste sería tal imprudencia por mi parte que no tengo la más mínima intención de cometer semejante error. Baste decir que el que esto suscribe se quedó literalmente pegado a la pantalla ante el atrevimiento de Malick de acometer una obra cósmica que intenta abarcar desde el dolor de la pérdida de un hijo, el siempre difícil proceso de crecimiento de éstos y el aprendizaje de los valores que le transmiten, a menudo con mensajes contradictorios, unos padres que lo hacen lo mejor que pueden hasta el origen mismo del universo, big bang y dinosaurios enseñoreándose por la Tierra incluidos. Malick es grande en lo pequeño y pequeño cuando intenta abarcar lo grande. El Árbol de La Vida me parece una película tan abrumadora, excesiva, agotadora, bella, cruel, lírica, demoledora, subyugante, ambiciosa, magnífica, brutal y única – sobre todo eso, ÚNICA – que no me queda otro remedio que dejar para mejor ocasión el análisis detenido y reposado que sin duda merece. Para echarle de comer muy aparte.

Eso sí, si tiene la suerte de disponer de un cine cerca donde la pongan, no deje pasar la oportunidad de ir a verla. Va a descubrir una experiencia como nunca antes ha vivido en un cine. Lo que no quiere decir necesariamente que ésta vaya a ser de su gusto, cosa bien distinta. Sé que lo que voy a decir a continuación posiblemente me hará pasar por no pocas situaciones incómodas en el futuro, pero un servidor jamás había visto una película antes que le hiciera sentir con tanta intensidad la importancia de llegar un día a tener hijos. O no desear tenerlos jamás por el miedo al fracaso. Una de las dos cosas. Probablemente la primera. No es poco mérito para una película a la que cualquier conjunto de adjetivos – ya sean positivos o negativos - se queda corta para empezar siquiera a abarcar la enormidad de su propuesta.

martes, septiembre 06, 2011

LA PIEL QUE HABITO, La Identidad Inaccesible

Con el paso de los años y debido sobre todo a la evolución de su filmografía en lo que va de siglo – recapitulemos, Hable Con Ella (2002), La Mala Educación (2004), Volver (2006), Los Abrazos Rotos (2009) y ahora La Piel Que Habito (2011) – acercarse a cada nuevo trabajo de Pedro Almodóvar supone un ejercicio tan incómodo como apasionante. Incómodo porque el realizador manchego parece haberse empeñado en recorrer un camino que tiene tanto de huida de sí mismo como afán de satisfacer las siempre desmesuradas expectativas que se generan a su alrededor, lo que se traduce en una progresiva asunción de riesgos rayano en lo suicida capaz de surtir de munición fresca a sus muchos detractores y de desconcertar al mismo tiempo a sus fieles, que buscan en vano sensaciones parecidas a las ya experimentadas y, aun encontrándose en terreno reconocible, descubren otras nuevas que no siempre pueden ser de su agrado. Apasionante resulta también ver a un creador tan personal como Almodóvar buscar nuevos espacios para jugársela y evolucionar, asomarse a su interior y comprobar cómo, lejos de esconderse, va cada vez más de frente; que su cine, ya de por sí casi siempre al límite, se estira aun más en un saludable ejercicio de inconformismo, algo de por sí digno de elogio aunque de tanto pasearse por el borde del abismo, se despeñe unas cuantas veces. Como es el caso.


Porque eso es lo que ocurre en La Piel Que Habito, película desequilibrada y extraña capaz de irritar profundamente mientras se ve por sus evidentes excesos y sus poco perdonables defectos, pero que al mismo tiempo posee la rara cualidad – ausente por cierto en su anterior película, Los Abrazos Rotos, que provocaba poco más que una mezcla de hastío, decepción y nostalgia por los tiempos pasados solo paliada por algún momento brillante aislado – de quedársete dentro como si de un perturbador virus se tratara y, una vez reposada, seguir dando vueltas en tu interior mientras uno intenta bucear más allá de lo epidérmico. Y es que, como la invulnerable piel que Ledgard construye para Vera, el último trabajo de Almodóvar no pone nada fácil al espectador penetrar en su interior. Por así decirlo, es una película que lejos de abrazar al espectador, trata por todos los medios de establecer cierta distancia con él.


El arranque de La Piel Que Habito deja de forma premeditada al espectador en terreno de nadie. Uno tiene la sensación de haberse subido a un tren en marcha sin que se le den demasiadas explicaciones. Almodóvar pisa a la vez terreno conocido – ahí están sus pulsiones de siempre: la pasión, la dinámica entre carcelero y victima menos evidente de lo que parece a simple vista, la venganza, un pasado tenebroso que marca el presente, la pérdida, la búsqueda de la redención, etc – pero envuelto esta vez con ropajes algo distintos: la ciencia ficción, la transgénesis, coqueteos con el terror. Navega con habilidad entre géneros, lo que no es algo precisamente nuevo, y trufa como siempre de referencias cinéfilas su propuesta – en primer plano, la reivindicación notoria de una obra clásica del fantástico europeo, Los Ojos sin Nombre (Les Yeux Sans Visage, Georges Franjul, 1959) cuya importancia y vigencia algunos hemos descubierto gracias a esta película, pero también la siempre omnipresente sombra del Vértigo de Hitchcock y una variante muy perversa del Frankenstein de Mary Shelley – sin que ello resienta su capacidad habitual de traerse dichas referencias a su terreno.


La epidermis de esta La Piel Que Habito es tan volátil, tan incandescente, que resulta casi imposible hablar de ella sin alterar para siempre su capacidad de sorpresa, pues bastaría una simple descripción de los personajes que la protagonizan o una mínima sinopsis de la trama para condicionar de forma irreversible su visionado. Eso explica por qué, a diferencia de lo sucedido en otras ocasiones, la maquinaria publicitaria de Almodovar ha estado tan en segundo plano que tengo el íntimo convencimiento que su realizador habría preferido incluso no participar en Cannes o mostrar su película en pases previos para llegar lo más virgen posible al público. Sin embargo, para sortear esa dificultad y cumplir con el objetivo de este artículo, uno puede hablar de sensaciones y aspectos del filme que llaman poderosamente la atención.


Por ejemplo, es imposible no establecer un paralelismo entre el forzado hieratismo, esa sobriedad mediante vaciado de sus recursos actorales más habituales que Pedro impone a Antonio Banderas en su reencuentro veinte años después de Átame – con un personaje que pese a ciertos inevitables parecidos argumentales en realidad está en las antípodas de aquel inconsciente de buen corazón que secuestraba a Victoria Abril para que se enamorara de ella – con el propio deseo del cineasta de escapar de su universo más reconocible por la vía del género. De la misma forma, la fascinación por lo femenino que se recrea y deleita en el cuerpo y la belleza casi sobrenatural de Vera – jamás se ha visto a Elena Anaya más hermosa en una pantalla – y su choque con lo masculino, el juego de poder y sumisión que se establece entre creador y criatura en los primeros compases del filme engancha de forma notable al espectador y lo atrae hacia un esquema tan transgresor como estimulante. La frialdad aparente producto de la artificialidad de la puesta en escena esconde, como pasa a menudo en Almodóvar, un volcán de sentimientos que, aun faltándole datos esenciales, el espectador percibe que estallará tarde o temprano.

Pero hete aquí que, cuando tiene cogido por el cuello al espectador, de manera tan sorprendente como grotesca, el director cambia el tercio e introduce un personaje horrendo, insostenible, quizás una especie de guiño a los excesos de vodevil del Almodóvar más ochentero, un fulano disfrazado de tigre y con acento brasileño (pobre Roberto Álamo) que, en complicidad con una Marisa Paredes transmutada en una versión de Douglas Sirk del ama de llaves de Rebeca, dinamita no ya la fascinación sino la misma credibilidad del filme y lanza tan por los aires al espectador que no es de extrañar que alguno no vuelva jamás a introducirse bajo la piel de la propuesta. Es un arrebato tan brusco, un defecto tan poco perdonable e impropio de un maestro de la narración como Almodóvar que uno ha de frotarse los ojos para creerlo.

No será la primera vez que el director se despeñe por el abismo: a partir de aquí virtudes y defectos conviven y se alternan en un carrusel agotador y errático. Tan pronto uno puede fascinarse por el complejo artefacto narrativo de la película – el suministro de la información al espectador está muy pensado y su estructura fragmentada, similar a la que ya utilizara en La Mala Educación y Los Abrazos Rotos, lejos de ser caprichosa, tiene su razón de ser – como alucinar por la precipitación hacia la caricatura de sus personajes, deleitarse con el atrevimiento del director según se va desvelando la verdadera naturaleza del filme como constatar la deriva de la progresión dramática, que llega a extremos tan anticlimáticos en secuencias que parecerían exigir todo lo contrario que no es de extrañar esas risas nerviosas en Cannes en momentos clave de las que hablan las crónicas. Ese humor, tantas veces seña de identidad y poderosa arma del cineasta, aquí no se busca y sin embargo surge involuntario cuando no provocando cierto sonrojo, jugando a la contra de los intereses de la película.


Se mueve pues Almodóvar en la fina línea que separa lo ridículo de lo sublime. Tanto que la borra en muchos momentos y ni la cuidadísima puesta en escena que narra mucho más en imágenes lo que habitualmente el manchego solucionaba verbalizando en exceso, ni la magnífica fotografía de José Luis Alcaine, ni las logradas interpretaciones de Banderas y Anaya, obligados a apoderarse de sus personajes y trascender sus debilidades, ni la enésima maravilla musical compuesta por el siempre fiable Alberto Iglesias, capaz de llevarte en volandas en muchos momentos del filme, ni tan siquiera las interesantes referencias a la obra de Louise Bougeois – qué clarividencia por parte de Almodóvar escoger precisamente a esta artista para recrear su obra por parte del personaje de Vera, con toda la carga simbólica que ello implica para cualquiera familiarizado con la misma - consiguen que uno termine de desprenderse de esa esquizofrénica sensación de exceso, de inconsistencia, de descuido en detalles esenciales que afectan a la credibilidad general de la propuesta.


Flaco favor le ha hecho Almodovar acuñando esa expresión de “terror frío” con la que pretendía adjetivar su película: más allá de ese primer plano que nos sitúa en Toledo y el escalofrío que a uno le recorre la espalda al relacionar de forma involuntaria el estreno del filme con los draconianos recortes del estado del bienestar que Dolores de Cospedal ha aplicado esa misma semana en Castilla-La Mancha, anticipo temible de lo que nos espera en años venideros, es reduccionista y no resulta en absoluto adecuada para una obra tan extraña y en cierto modo inclasificable como La Piel Que Habito.


Y en el fondo de todo esto, surge poderosa la conexión final de la película con por un lado uno de los temas recurrentes y más queridos del cine de Almodóvar y al mismo tiempo la lectura que uno puede hacer de ese tema en relación a la propia figura del cineasta, a su imagen exterior y su yo interno. Desde ese punto de vista, la relación entre el argumento de La Piel Que Habito, su cuestionamiento de la identidad como algo inaccesible no ya para el otro sino para uno mismo llevado al extremo y que obliga de forma constante a leer entre líneas se convierte en una reflexión apasionante para todos aquellos que consideramos a Almodóvar, con todos sus defectos y su capacidad de cabrearte y decepcionar tus expectativas hasta límites insospechados, como uno de los cineastas más personales y estimulantes de los últimos tiempos.


En otras palabras, vayan a ver La Piel Que Habito y saquen por sí mismos sus propias conclusiones, que bien pueden diferir de las mías. No les garantizo que les guste, es más, probablemente la detesten. Pero nadie les podrá arrebatar ese estimulante buen rato debatiendo sobre ella, incluso aunque sea para preguntarse por las motivaciones últimas de ese espécimen único e inclasificable llamado Pedro Almodóvar.