martes, enero 31, 2006

NOMINACIONES OSCARS 2006: La Academia se moja

Lo primero que hay que decir: enhorabuena a nuestro mejor compositor, Alberto Iglesias, por esa fantástica nominación a Mejor BSO por la música de El Jardinero Fiel. No tenemos a Obaba (era de esperar, aunque tiene narices que hayan nominado a esa cursilería francesa insufrible que responde al nombre de Feliz Navidad) pero tenemos a Alberto compitiendo con el maestro John Williams – por duplicado: Memorias de una Geisha y Munich - Gustavo Santaolalla por Brokeback Mountain y Darío Marianelli por Pride and Prejudice ¡Toma ya pica en USA!

A falta de una mejor definición, podría decirse que en un año de claro retroceso en cuanto a la recaudación en las taquillas de todo el mundo, la Academia de Hollywood se muestra de lo más valiente apostando por una serie de películas polémicas, arriesgadas, comprometidas con la realidad que les rodean y dejan de lado aparatosas propuestas de simple entretenimiento o fórmulas que hace tan solo unos pocos años hubieran podido parecer seguras de cara a obtener las doradas estatuillas. Así, películas como Cinderella Man (3 nominaciones: Actor de Reparto, Montaje, Maquillaje), Memorias de una Geisha (5: Dirección Artística, Vestuario, Fotografía, BSO y Sonido) Pride or Prejudice (4: sorprendente Mejor Actriz, Dirección Artística, Vestuario y BSO) o King Kong (4: Efectos Visuales, Sonido, Montaje de sonido, Dirección Artística) son apartadas sin contemplaciones de los premios más importantes dejando las categorías tradicionalmente más relevantes en manos de películas que si de algo no puede acusárseles es de ser precisamente complacientes con los gustos generales del público, sino más bien todo lo contrario. Filmes como Brokeback Mountain (8 nominaciones) Munich (5) Buenas Noches y Buena Suerte (6) Crash (6) e incluso Capote (5) – hasta en eso la Academia se muestra arriesgada: ha preferido apostar por una película que ilustra un fragmento de la vida de un personaje tan complejo e incómodo como Capote antes que por el biopic algo más tradicional de Johnny Cash Walk The Line, que no obstante también sale bien parado con sus cinco nominaciones, dos de ellas a Mejor Actor y Mejor Actriz – son todas ellas obras que más allá de sus cualidades artísticas o su capacidad de emocionar al espectador, tratan temáticas que invitan al debate y a la reflexión, son obras de esas que obligan a uno a mirarse por dentro y a posicionarse en asuntos complejos, delicados e incluso polémicos. La Academia apuesta por un cine que no se anda con medias tintas y por unos directores – debe ser la primera vez en bastante tiempo que las cinco cintas nominadas a mejor película tienen su correspondencia con las cinco candidaturas a la mejor dirección y además todas ellas están nominadas al guión, ya sea éste original o adaptado, lo que es un detalle de lo más interesante – que enfrentan a dos directores de probada personalidad y solvencia a lo largo de sus respectivas carreras (Spielberg y Lee) con tres recién llegados (Clooney, Miller y Haggis) que en apenas su primera o su segunda película como directores han demostrado que si uno lleva a buen puerto los proyectos en los que creen firmemente y en los que merece la pena involucrarse de un modo personal, pueden encontrar una recompensa mayor de la que esperaban.

¿Es esto una revolución en la forma de entender el cine en Hollywood? Miremos el resto de las nominaciones con un poco de detenimiento: más allá de las películas nominadas en las categorías más importantes encontramos obras como Syriana – jo, éste es el año de la consagración de Clooney a varios niveles: tres nominaciones de una tacada, incluyendo dirección, guión original y actor de reparto – El Jardinero Fiel (4 nominaciones), Una Historia de Violencia (2, una para el guión adaptado y otra, excesiva según mi parecer aunque hay gente a la que le gustó mucho, para el actor de reparto William Hurt) y La Pesadilla de Darwin (nominada a Mejor Documental) que no son precisamente títulos sencillos y amables con el espectador, por decirlo suavemente, sino películas que sacuden conciencias a modo. De acuerdo, se puede argumentar que Las Crónicas de Narnia o La Guerra de los Mundos también están nominadas, pero sus candidaturas, todas en apartados técnicos, son las habituales de todos los años. A mí si me parece que hay una cierta revolución en las nominaciones de este año: la Academia ha estado de lo más valiente. Y creo que sigue la línea establecida el año pasado cuando el aluvión de premios a Million Dollar Baby por encima de otro tipo de propuestas mucho más aparatosas representó para muchos el signo de una reconciliación necesaria entre la Academia y los que habitualmente somos descreídos con eso de que se supone que premia lo mejor del año, más allá de los siempre omnipresentes intereses comerciales.

Notas Breves:

Me toca las narices que la Academia siga ninguneando a Woody Allen ¿no merecía Match Point, su mejor película en años, algo más que una mísera nominación al Guión original?

Anda que no va a dar juego eso de tener nominada a Munich a la Mejor Película y Paradise Now a la Mejor Película de Habla No Inglesa. Desde luego, si gana cualquiera de las dos (especialmente Paradise Now) habrá que desterrar de una vez por todas lo del mito del lobby judío que supuestamente domina Hollywood

Decididamente, la Academia odia a George Lucas. A mi no me gustó La Venganza de los Sith, pero que no nominen al Episodio III a los Mejores Efectos Visuales y que solo tenga una nominación ¡al mejor maquillaje! es un poco de cachondeo ¿no?

Me sorprende la ausencia en las nominaciones a mejor dirección Artística de Charlie y la Fábrica de Chocolate, que solo está nominada a Mejor Vestuario.

Otra peli de la que se espera mucho este año, The New World de Terence Malick, se tiene que conformar con una nominación a la Mejor Fotografía, categoría donde por cierto también está nominada Batman Begins

Difícil de narices la categoría de Mejor Película de Animación este año: Howl’s Moving Castle, Wallace y Gromit y La Novia Cadáver… ¿mi voto? Pues sería para Miyazaki. Otra vez. El Castillo Andante es otra maravilla.

Los tapados de todos los años: Terrence Howard, que según dicen está estupendo en su breve papel en Crash, se mete en la categoría de Mejor Actor por Hustle and Flow. Y la sorprendente nominación de Keira Knightley por Pride and Prejudice. Esa si que no se la esperaba nadie. Las dos perjudicadas parecen ser Gwyneth Paltrow por Proof y mi adorada Laura Linney por The Squid and the Whale...

Me gusta mucho la nominación de Rachel Weisz a Mejor Actriz de Reparto por El Jardinero Fiel. Su historia de amor con Ralph Fiennes en la película era de lo más hermosa…

¿Por qué solo hay tres candidatas a la Mejor Canción original? ¿Y como es posible que la esplendida ganadora del Globo de Oro, A Love That Will Never Grow Old de Brokeback Mountain no está entre ellas?

Por cierto: Me vuelvo a apuntar la misma medallita del año pasado. En mis crónicas de la Seminci ya avisé de que una maravilla llamada The Mysterious Geographic Explorations of Jasper Morello tenía muchas opciones de llevarse el Oscar al Mejor Corto de Animación. De momento ahí está nominada. El año pasado hice el mismo vaticinio con Ryan y Ryan ganó ese Oscar. tomen ustedes nota, por si acaso

Seguiremos dándole vueltas a las nominadas según se vayan estrenando en España. Esto no ha hecho sino empezar. Pero de una forma espléndida ¿no os parece?

lunes, enero 30, 2006

Goyas 2006, La otra crónica

El 2005 ha sido un año ciertamente curioso para el cine español. Desde varios medios se nos está insistiendo en que hay que celebrar que, dentro de la bajada general de espectadores que han acudido a las salas de cine de nuestro país en el último año, la cuota de pantalla del cine español no solo se haya mantenido, sino que incluso ha crecido hasta un remarcable 16,7% que representan 3.5 puntos porcentuales más, la cifra más alta desde el 2001, y una recaudación total global de 105 millones de euros. Los datos son irrefutables… ¿o no? Pues más bien no, pues a poco que se rasque la superficie, nos encontramos con lo mismo de siempre: una película española que eleva la cuota hasta límites inimaginables y que sirve de buque insignia en taquilla – Torrente 3, obviamente – y dos producciones de Hollywood con una participación mínima española – El Reino de los Cielos y Sahara – cuya inclusión en dichos datos para inflar las cifras, por muy legal que sea, es algo que produce no ya cierto sonrojo, sino bastante vergüenza ajena.

La Gala de los Goya que se celebró anoche, no empezó con buen pie en ese sentido. Bastaba ver a la ministra embutida en uno de los coloridos diseños de Ágata Ruiz de la Prada, de un lamentable color rosa fucsia y con un buen puñado de lazos y corazoncitos multicolores, para darse cuenta que aquello no era un buen presagio. Sin embargo, la edición de este año contaba con una virtud interesante: a falta de una película dominante que arrasara con la mayor parte de los premios, se preveía que éstos estuvieran de lo más repartidos – como así fue – y el interés por conocer la película ganadora se mantendría hasta el final. Se puede interpretar como se quiera, como lo del vaso medio lleno o medio vacío. Para unos, es una forma de celebrar la diversidad y riqueza del cine español, capaz de producir cada año unas cuantas obras notables; para otros, será la prueba evidente de que cada año cuesta más encontrar esa obra grande y genial que disimule nuestras habituales carencias.

La ceremonia también demostró otra cosa de una forma evidente: TVE no parece estar preparada para asumir con garantías la realización televisiva de una obra tan exigente como los Goya. Desde el primer momento se vio que aquello era un desastre: Concha Velasco, horrenda toda la noche e incapaz de leer con una cierta fluidez los textos que le ponían por delante (¿No había en todo el país una presentadora resultona capaz de cubrir estos mínimos requisitos?) no podía seguir el ritmo de un profesional Resines que parecía resignado a cubrir como mejor pudiera el expediente, peleando con un guión atiborrado de demasiados chistes malos y carente de todo ritmo – como de costumbre – y que no supo sacar partido de un escenario que, eso si, tenia una idea interesante: hacer que los presentadores surgieran literalmente de la pantalla de cine al escenario merced a una especie de pared atrapamoscas – más de uno se quedó enredado en ella – compuesta de tiras blancas entre las que aparecían los susodichos.

La cosa iba de nostalgias. Y como era el veinte aniversario de los Premios Goya, los presentadores nos entretenían entre bloque y bloque de entrega de galardones recordándonos las obras que habían ganado en las ediciones anteriores, desde 1987 hasta la actualidad. A mi me pareció, aparte de algo reiterativo, un ejercicio un tanto masturbatorio: tanta complacencia con los logros del pasado parecía desnudar aun más las penurias del presente – sobre todo con los estupendos cortes de los filmes del gran protagonista ausente/presente de la noche, Fernando Fernán Gómez, a quien se le rindió un homenaje mayor que todos los Goyas de Honor entregados en estos años juntos – y hacía pensar, tras unos cuantos ejercicios de nostalgia, en la escatológica pero acertada frase del personaje de Harvey Keitel en Pulp Fiction: “No empecemos a chuparnos las pollas todavía” porque quedaba mucha gala por delante.


Pero volvamos atrás. Tras comprobar una vez más que Fiorella Faltoyano es una señora que se sigue conservando divinamente, el desbarajuste de la Gala empezó a hacerse evidente con el Goya al Mejor Actor de Reparto concedido a Carmelo Gómez por El Método. Bien porque todos – incluido el propio interesado – pensara que iba a ser para Enrique Villén o Javier Cámara, bien por falta de coordinación, el caso es que la lectura del ganador pilló a Carmelo Gómez preparándose para presentar otro premio en algún lugar perdido de la trastienda del escenario. Así que Eduard Fernández, compañero de reparto y que tiene práctica en esto, se tiró al escenario a recogerlo viendo que Carmelo no aparecía y cuando estaba a punto de trincar el Goya para salvar la terrible situación creada – que a más de uno le recordó el mal trago de Antonio Gala el pasado año – apareció el premiado, luciendo unas patillas de dudoso gusto, desfallecido por el carrerón, metiéndose la camisa a toda prisa por los pantalones y farfullando unas cuantas excusas. Lamentable. Y era el primer galardón de la noche. Empezamos bien.

Tampoco las parejas de presentadores de la noche parecían muy lucidas. Algunas parecían pensadas por el peor enemigo de uno u otro y, en más de una ocasión, era como ver a los abuelitos paseando a sus nietas en una fiesta de presentación en sociedad: José Sacristán no pegaba ni con cola al lado de una achicada y tímida Verónica Sánchez, Jose Luis Cuerda pisaba temerariamente el vestido de Barbara Lennie, Sancho Gracia parecía un viejo verde al lado de la siempre apetitosa Elsa Pataky, y las parejas Aitana Sanchez Gijón/Alex de la Iglesia y Lucía Jiménez/Santiago Segura jugaban al rollo La Bella y la Bestia y así sucesivamente. Una de dos: o Fernando Mendez Leite – director de la gala – tiene un perverso sentido del humor, cosa que no hay que descartar del todo, o aquello fue uno más de los despropósitos de la noche. Cuando ya casi nos habíamos olvidado de estas curiosas parejas de baile, salieron Pepe Sancho y José Coronado y reclamaron a voces la presencia de una moza que les acompañara en el escenario. Pues bien: cuando apareció Leticia Dolera, joven y menuda protagonista de Semén, aquello fue el momento más involuntariamente pederasta de la noche: parecía una cervatilla deslumbrada entre dos experimentados lobos a punto de devorarla. Daba cierta grima.

La Gala transcurría por los cauces habituales: esta vez si había pequeños fragmentos de las obras nominadas que guardaran relación con el premio que se entregaba, como debe ser, pero un año más nadie había puesto límites a dos de los males fundamentales de estas galas: que un Goya salgan a recogerlo una pandilla de premiados (¿tan difícil es estipular que solo uno o como máximo dos premiados puedan subir a recogerlo?) que toman por asalto el escenario, y que cada premiado suelte su correspondiente lista de agradecimientos en los que no faltan referencias a toda la parentela (¿será que creen que todos pensamos que vienen de un orfanato, como decía esta mañana en la SER Luis del Val?) con lo que aquello se alargaba y se alargaba tediosamente. Solo algún punto ocasional, como el genial Jose Corbacho recogiendo un merecido Goya a la Mejor Dirección Novel junto a Juan Cruz, luciendo ambos estrambóticas chaquetas, despertaba del general amodorramiento.


¿Y los premios? Bueno, todo iba según lo previsto: Elvira Minguez ganaba su merecido Goya por Tapas (excusa para que Corbacho y Cruz invadieran por sorpresa otra vez el escenario para felicitarla, descolocando a todos), Habana Blues se hacía con Montaje (¿mejor que el de El Método?) y la mejor BSO no se sabe muy bien por qué (¿desde cuando una colección de canciones equivale a una BSO incidental en esta categoría, sobre todo estando las estupendas composiciones de Eva Gancedo para La Noche del Hermano y de Roque Baños para Frágiles?), una emocionada y preciosa Micaela Nevarez le robaba para mi pesar el Goya a la Mejor Actriz Revelación a Isabel Ampudia, la única posibilidad de reconocimiento que la Academia había otorgado a Quince Días Contigo; Camarón demostraba con sus goyas a Vestuario y Maquillaje donde estaban sus escasas virtudes más allá del descomunal Oscar Jaenada; Frágiles trincaba merecidamente los Efectos Especiales; Jesús Carroza derrochaba arte y acento sevillano (¡ole, pisha!) al recoger el único Goya de 7 Vírgenes y los premios de Guión Adaptado a El Método y de Guión Original a La Vida Secreta de las Palabras ya anticipaban que los premios gordos no iban a ser para Obaba, 7 Vírgenes o Princesas, aunque esta última ya tenía en el zurrón la canción de Manu Chao. La Mejor fotografía de Jose Luis Lopez Linares – que debería haberle dado gracias a Vittorio Storaro por haber abierto el camino a seguir por él con Saura – por Iberia y los cantadísimos Goyas a Match Point (¿Quién se resiste a darle un Goya a Woody Allen aunque esté nominada El Hundimiento?) e Iluminados por el Fuego (¿Por qué creen que se estrenó en las salas comerciales justo este pasado viernes?) completaban el cuadro antes de los premios grandes.

Y ahí si que no hubo sorpresas: un más emocionado de lo que posiblemente el mismo pensaba Oscar Jaenada y una Candela Peña exultante recogieron sus Goyas de interpretación y cuando Isabel Coixet subió por segunda vez al escenario para recoger el de Mejor Director – y recordar a sus actores Tim Robbins y Sarah Polley – todo quedó visto para sentencia. La lectura de Antonio Banderas de la mejor Película para la peli de la chica de las gafas de pasta fue una pura formalidad. Y posiblemente algo bastante justo, si consideramos que ninguna de las cuatro nominadas era un peliculón y que La Vida Secreta de las Palabras, con sus defectos, era sin duda la obra que más llegaba al corazón de todas ellas.

David Garrido, al que le sigue chirriando sobremanera que el Cielo Gira, en su opinión la Mejor Película española del 2005, y Quince Días Contigo, otra de las más notables, hayan sido ninguneadas por la Academia. Aunque Ana Fernandez hizo algo de justicia acordándose en la Gala de nombrar a la primera

CRÓNICA FRIVOLA: LO MÁS….

HORTERA: Las gafas oscuras con las que Oscar Jaenada siguió gran parte de la ceremonia
MACARRA: El anillazo que lucía Juan José Ballesta, que parecía un sello cardenalicio.
ESCOTADO: Ex-aequo para Ariadna Gil y Ana Torrent, aunque se lució mucho, mucho escote
UNISEX: los casi idénticos trajes chaqueta blancos de Elvira Minguez y Marisa Paredes
SEXY: Micaela Nevarez, que lució emocionada todo su palmito.
ORIGINAL: Isabel Coixet agradeciéndole a la Academia “las gominolas en los asientos” al recoger su Goya al Mejor Guión y las chaquetas de José Corbacho y Juan Cruz
VAPOROSO: los trajes gasa de Maribel Verdú y Ana Fernandez
DESCONTROLADO: José Corbacho y Juan Cruz, terroristas en sus agradecimientos e invadiendo el escenario para felicitar a Elvira Minguez

DESFAVORECEDOR (HOMBRES): El extraño bigote de Eduardo Noriega y las descomunales patillas de Carmelo Gómez.
DESFAVORECEDOR (MUJERES): El colorido traje de Ágata Ruiz de la Prada de la Ministra de Cultura y el horrendo traje al más puro estilo Menina de Velásquez que sacó Concha Velasco a mitad de la gala, con floripondio en el hombro incluido
SORPRENDENTE: Santiago Segura y Agustín Almodóvar presentando sendos premios. Uno se tomó su “aportación” al 2005 a coña y otro se suponía que había desertado de la Academia… aunque le tocó el Gordo.
EMOCIONADO: Pedro Masó dedicando su Goya a sus hijos, con los que según confesión propia no pasó el tiempo suficiente por culpa de su dedicación al cine
DESACERTADO: las continuas dudas leyendo de Concha Velasco. Terrible.
DESCOLOCANTE: David Trueba haciendo reir al personal antes de presentar el homenaje póstumo in Memoriam a los fallecidos en el 2005
REIVINDICATIVO: el discurso de Elvira Minguez y la súplica a la Ministra del productor de La Vida Secreta de las Palabras en el último Goya.

PESADITO: Los tres premios consecutivos a los Cortos y sus respectivos agradecimientos
QUEBRADO: La voz rota de Juan Diego que pedía a susurros (no a gritos, claro está) unas cuantas pastillas Juanolas
DESPEINADO: Pilar López de Ayala y uno de los músicos de Habana Blues
RARITO: Carles Benpar (Mejor documental por Cineastas contra Magnates) hablando de su educación Cochise (¿?) Se le fue la olla.
DESPISTADO: El montador de Habana Blues, al que le tuvieron que recordar a voces el nombre de Benito Zambrano, director de la peli.
GOLPEADO: los micros. Y como se bamboleaban con cada viaje, oiga…

GUAPO: La pareja de presentadores Silvia Abascal (¡Que mujer!) y Leonardo Sbaraglia.
JUSTO: La brevísima reivindicación por parte de la siempre elegante Ana Fernandez de El Cielo Gira, la mejor película española del año para muchos, ninguneada por la Academia
PARANORMAL: Los emocionados padres de Candela Peña, luciendo ambos sendas gafas de pasta idénticas a las de Isabel Coixet (¿una premonición?)
PELEADO: Los puñeteros sobres con los premiados ¿Pero es que a nadie se les ocurre ponerles un simple abrefacil para que no los destrocen? Todos los años igual…
INOPORTUNO: El micro de Antonio Banderas estropeándose y chirriando justo al nombrar la Mejor Película del Año

LA PREGUNTA DEL MILLÓN:
¿Cuándo encargará la Academia o TVE a un profesional de reconocida solvencia en estos menesteres tipo El Gran Wyoming, Andreu Buenafuente o Manel Fuentes que se haga cargo de la presentación de estos eventos? Seguro que por lo menos no será tan tedioso…

jueves, enero 26, 2006

LAS TORTUGAS TAMBIÉN VUELAN, De la infancia arrebatada

Anoche me pillé un buen cabreo. Estaba tranquilamente viendo el fútbol cuando por culpa de uno de esos energúmenos que pululan por los campos de fútbol, un linier fue alcanzado por un monedazo y el árbitro, con buen criterio, dijo aquello de 'Hala, todos para casa'. Me pongo a zapear y de repente, sin previo aviso, me encuentro conque la 2 de TVE ha cambiado el día de emisión de off cinema (antes era los jueves, justo precediendo a Dias de Cine) y que están poniendo en ese momento Las Tortugas También Vuelan, un peliculón de Bhaman Ghobadi que se llevó la Concha de oro de San Sebastián el año pasado y que en mi opinión es una de las películas imprescindibles del pasado año. Me dio rabia porque, de haberlo sabido, la habría grabado, aunque creo que tardaré lo mío en volver a querer pasar la dura experiencia de verla. En su momento escribí lo siguiente sobre ella:

“La vida no resiste una mirada demasiado profunda” Joseph Conrad, escritor (El Corazón de las Tinieblas, Nostromo) 1857-1925

Utilizar la mirada de un niño y adoptar su punto de vista para narrar historias y describir el mundo es un recurso casi tan antiguo como el propio cine. Las características que suelen ir asociadas a la infancia, ya sea inocencia, curiosidad e inevitable proceso de aprendizaje, visión de la realidad ajustada a los estrechos márgenes de lo que uno ha conocido hasta ese momento, vitalismo, juego, pureza, fantasía y, por supuesto, la ingenuidad y el atrevimiento son una herramienta de incalculable valor para cualquier realizador que pretenda contar de una forma más o menos indirecta hechos sobre los que los adultos prefieren guardar silencio, a través del proceso de ese juego del descubrimiento paralelo al que un niño hace en un día cualquiera de su existencia. Por supuesto, pocas cosas causan tanta incomodidad y desazón en el espectador que exponer a los niños a los muchos peligros y sufrimientos de este mundo. El dolor o la muerte, sobre todo cuando son causados de una forma tan arbitraria como injusta, nos resultan mucho más difíciles de tolerar cuando acechan a aquellos a los que por naturaleza nos sentimos en la obligación de proteger.
Bahman Ghobadi sabe mucho de eso. Este realizador iraní de origen kurdo, ese pueblo utópico sin país cuyo territorio se extiende a lo largo de cuatro naciones distintas y que ha sufrido persecución y numerosos genocidios a lo largo de su historia vivió, como muchos de sus coetáneos, una infancia bruscamente truncada por la temprana muerte de su padre que le obligó a trabajar desde los quince años para sacar adelante a una familia de ocho miembros. Tuvo más suerte que otros: encontró su vocación en el cine y perseveró a base de cortos, esfuerzo y mucha determinación hasta conseguir ser ayudante de dirección de Abbas Kiarostami, nombre clave del cine iraní, en la película El Viento Nos Llevará. Dos largometrajes presentados con cierto éxito en varios festivales le han llevado a una posición de cierto privilegio desde la que ha acometido la complicada tarea de sacar adelante esta película tan terrible como imprescindible en la que ofrece su particular visión, llena de escepticismo (cuando no claro pesimismo) sobre el futuro de su pueblo y que denuncia de manera harto contundente los infinitos horrores de la guerra desde una sencilla historia protagonizada por un grupo de niños, eternos supervivientes instalados en una tierra de nadie perdida entre la frontera de Turquía e Irak, pocas semanas antes del comienzo de la invasión del país por parte del ejército estadounidense.
Allí, en ese campo de refugiados, se mueve un ejército de niños comandados con mano férrea por Satélite, un avispado adolescente que se aprovecha de sus conocimientos sobre la colocación de las ansiadas antenas que traerán las noticias de la inminente invasión para convertirse en una pieza clave de esa comunidad formada por niños, ancianos y mujeres (ocioso es preguntarse donde están los adultos, pues no resulta difícil de imaginar en este contexto). Este líder organiza el trabajo de los niños, nada menos que desenterrando minas para después revenderlas, lo que explica que su fiel corte de seguidores esté compuesta de un batallón de tullidos a los que suele faltar algún miembro. A ese campamento llegan una niña que encierra en su mirada toda la tragedia que es capaz de generar una guerra, un hermano sin brazos que tiene visiones sobre el futuro que se cumplen de forma irremisible y un niño prácticamente ciego de apenas un par de años que está a su cargo y que a su vez supone una pesada carga para ambos. La película sigue el devenir cotidiano de esos niños que sobreviven como pueden bajo la amenaza constante de esa muerte que puede llegar en cualquier momento, pegándose a ellos y dejando caer a través suyo reflexiones acerca de la impresionante capacidad de adaptación de esos niños al medio en el que viven, el cotidiano mercadeo de armas, máscaras de gas y deshechos de las sucesivas guerras que forman parte inseparable de ese paisaje desolado, la imprescindible necesidad de información fiable como arma de supervivencia o la sensación de tragedia inmediata y futuro imposible que se adivina en la mirada de esos niños a los que tampoco parece que el próximo advenimiento de los soldados americanos vaya a solucionarles en nada su situación, por más que su vitalismo o cierto sentido del humor puntual, picaresco, ayuden a paliar tanto sufrimiento.
De Kiarostami aprendió sin duda Ghobadi las ventajas no solo de articular su historia a través de la mirada de los niños (algo frecuente en su filmografía) sino también a aprovechar tanto las posibilidades de los desolados escenarios en los que se ambienta la película como la desarmante naturalidad de sus actores no profesionales para crear una especie de neorrealismo que obliga al espectador a preguntarse continuamente donde está esa difusa frontera entre la ficción y la realidad, porque Ghobadi construye su ficción sobre la base de unos niños que en el fondo están interpretándose a si mismos y contando sus propias y terribles experiencias, de tal forma que uno percibe, incómodo, la enorme sensación de verdad que inunda cada fotograma de una película desgarradora que apunta directamente hacia nuestras acomodadas conciencias y las sacude sin permitir en ningún momento que se libere ese progresivo nudo en la garganta que se va formando en el espectador por medio de las lágrimas. No, aquí no hay sitio para el sentimentalismo ni el lloriqueo y mucho menos para las ilusiones. No hay sino espacio para una realidad terrible a la que Ghobadi nos obliga a mirar cara a cara sin ningún tipo de componendas emocionales a través de esos niños paradójicos, contradictorios, envejecidos prematuramente, obligados a madurar mucho antes de tiempo para sobrevivir y que son capaces de tomar decisiones trágicas, insoportables. Crónica de una infancia dolorosamente arrebatada.
Ghobadi cuenta todo esto con una narrativa mucho más vigorosa de lo que cabría esperar a priori de una película iraní. Afortunadamente se aleja no poco del minimalismo formal de Kiarostami en cuanto a la puesta en escena y a la forma de desarrollar los elementos que pone en juego: se suceden con brío la relación que se establece entre ese líder natural y esa niña horrorizada incapaz de superar la tragedia que lleva en su interior; la dependencia de ese niño casi ciego de ésta última, un vínculo que provoca las imágenes más perturbadoras de toda la película - hay que ver la brillantez con la que está narrada tanto la espeluznante escena de ese niño perdido en el campo de minas como su anterior abandono en medio de la niebla -; las visiones del chico al que le faltan los brazos - especialmente terribles en el tramo final de la película, con las espectrales imágenes de su hermana - o la forma en la que se nos van mostrando las razones por las que Satélite es un pilar esencial de esa comunidad con un poder y una madurez impropios de alguien de su edad, madurez en el fondo solo aparente: véase ese torpe galanteo que hace a la niña o la forma en la que su mundo se derrumba a su alrededor, demostrando que, pese a todo, sigue siendo poco más que un niño. Hay un eficaz manejo de los materiales dramáticos que se van inclinando, lenta pero de forma inexorable, hacia la negrura.Las Tortugas También Vuelan es una experiencia dura, insoportable incluso en sus impresionantes veinte minutos finales, pero al mismo tiempo imprescindible. Su valor radica no ya en consideraciones estéticas que, ante la gravedad de los temas que se tratan, podría ser considerado algo un tanto frívolo – pero que sin embargo ahí están: no hay más que ver el plano del borde del precipicio con el que se inicia la película, el bosque de antenas que intentan ser orientadas o incluso ese aterrador cementerio de casquillos y despojos de la guerra en el que trabajan los niños, por no mencionar algunos planos aéreos de la gente dirigiéndose hacia las colinas o las tomas del manantial para darse cuenta que se mantiene intacta la voluntad de crear una mirada cargada de cierto aliento tan trágico como poético, extrañamente hermosa a ratos – sino en la fuerza de esa realidad que, reconozcámoslo, no nos gusta vernos obligados a mirar de frente. En la locura de la guerra los más perjudicados acaban siempre siendo los mismos, los eslabones más débiles de la cadena, sostiene Ghobadi más allá de consideraciones políticas: contra lo que se pudiera pensar, no es una película pro-invasión USA por más que queden bien retratados los desmanes del sanguinario Hussein y sus baazistas, sino más bien la crónica de una, otra más, decepción anunciada, como queda bastante claro en el desolador plano final con el que Ghobadi cierra su película.
No faltará quien argumente que utilizar a estos niños, estas auténticas víctimas de la guerra, como forma de denuncia de los horrores de la misma es un recurso fácil que busca llegar a la conciencia del espectador por el camino más directo. Tampoco faltará quien advierta que, ya que Ghobadi parece contar con bastantes más recursos que sus predecesores en el siempre tan bien considerado cine iraní y dado que existe una clara voluntad por parte del director de alejarse un tanto de estos referentes a través de una narrativa más convencional y dinámica, puede estar traicionando en parte los principios más austeros sobre los que dicha cinematografía ha asentado su fama internacional. Por último, a lo mejor alguien echa en falta un mayor compromiso político por parte de Ghobadi, cuya película no entraría desde esta óptica a analizar el complejo entramado de relaciones políticas, religiosas, económicas o sociales que han conducido a esa situación, limitándose a ser un filme antibelicista cargado de buenos sentimientos(1).Todas estas consideraciones pueden ser argumentadas, pero las dos primeras me parecen reparos menores e incluso algo carentes de sentido a la vista de la contundencia de la denuncia de alguien que conoce tan sumamente bien esas circunstancias como el propio Ghobadi y en cuanto a lo último, no creo que sea tarea de éste ofrecer un conjunto de explicaciones – que por otra parte siempre serían subjetivas e insuficientes en una serie de conflictos cuyas raíces se remontan a varios siglos atrás – sino que la película se sostiene por sí misma como poderosa llamada de atención sobre la realidad, por más que su formato sea el de la ficción y no el puramente documental. Basta con ver obras como La Espalda del Mundo, En el Mundo a Cada Rato o la reciente y de triste actualidad Invierno en Bagdad para obtener sensaciones parecidas, aunque quizás no con la inquietante fuerza que produce la ficción forjada por Ghobadi. Para eso también está el cine, aunque a menudo se nos olvide desde nuestra confortable indolencia.(1) A este último respecto, véase la crítica de José Enrique Monterde en Dirigido nº 342, Febrero del 2005, Pág. 17, titulada Neorrealismo poético

lunes, enero 23, 2006

CACHÉ, La vuelta del perturbador Haneke

Michael Haneke es un director que a lo largo de su ya fecunda filmografía, se ha empeñado en sacudir a modo nuestras conciencias con películas en las que a menudo se explora con bisturí afilado la faceta habitualmente más oscura y oculta del ser humano, lo que en Haneke casi siempre resulta una mirada desalentadora y poco proclive a ofrecer alguna esperanza a una sociedad corrompida desde su misma base por las debilidades, cuando no directamente mezquindades, de las personas que la conformamos. Uno de los temas recurrentes del cine de Haneke es la forma en la que, aun cuando somos más que conscientes de la cuestionable catadura moral con la que a veces nos conducimos por la vida, nos esforzamos por disimular esas flaquezas, llegando al punto de ignorarlas como si nunca hubieran existido hasta que alguien o algún suceso nos golpea y nos obliga a mirar frente a frente al abismo que a veces escondemos en lo más profundo de nosotros mismos, esos lodazales de nuestra personalidad o de nuestro pasado por los que, no sin cierta razón – a veces solo se puede sobrevivir en esta vida de esa forma – rehuimos aventurarnos, mucho menos reconocernos.
La última propuesta de Haneke, triunfadora en Valladolid y en los recientes Premios de la Academia del Cine Europeo, es una película angustiosa en la que se da un buen repaso a los temas de la culpabilidad y la mala conciencia que se halla mucho más presente de lo que pensamos en nuestras vidas cotidianas. Caché (Escondido) empieza como un thriller inquietante: un crítico literario famoso que tiene un programa de televisión, casado con una editora y con un hijo adolescente, empieza a recibir en su casa una serie de vídeos que muestran, en plano fijo, la entrada de su casa. Las grabaciones vienen envueltas en unos dibujos simples pero un tanto siniestros a los que ni el personaje de Daniel Auteil ni su mujer, Juliette Binoche, saben darle explicación. Poco a poco, el contenido de los vídeos se hace más personal y muestra detalles que indican que quienquiera que sea el que está detrás de las grabaciones, está relacionado con el pasado de ese periodista. Recurrir a la policía no sirve de nada – no hay ninguna amenaza explícita – y la inquietud va creciendo de forma imparable, resquebrajando la seguridad, tan solo aparente, que esa familia de burgueses acomodados disfruta.
Haneke explora a través de esta peripecia el sentimiento de culpa, un sentimiento fuertemente enraizado en un pasado que el personaje magníficamente interpretado por Daniel Auteil ha tratado de olvidar. Pero no se detiene ahí, ni mucho menos: la película, rica en lecturas como siempre en un cineasta tan personal como complejo, también analiza la forma en la que nos enfrentamos a una amenaza, las desigualdades sociales, la enorme fragilidad de una institución familiar basada en una seguridad tan solo aparente – resulta desalentador ver la forma tan natural en la que esa pareja de progresistas acomodados ha convertido la idea del espacio y la independencia que creen que necesita su hijo adolescente en indolencia o directamente ignorancia sobre sus actividades - y, por supuesto, uno de los temas más queridos por Hanecke, como es la manera en la que el cine o cualquier otro medio audiovisual manipula la realidad y la deforma hasta límites insospechados. El trabajo de dirección de Hanecke es impresionante: juega con nuestras percepciones de forma constante (hay veces en las que uno no sabe si está asistiendo a la visión subjetiva del hombre que graba los vídeos o estamos contemplando uno de esos vídeos en compañía de Auteil y Binoche) y, consciente de nuestro voyeurismo, lo explota al máximo implicándonos en una peripecia fascinante que padecemos al lado de ese periodista desbordado por los acontecimientos, un tipo que es víctima de una violencia para nada física de la que, de forma progresiva, cada vez tenemos una mayor certeza que ha ayudado a crear.
Por si todo esto fuera poco, Hanecke, mucho más cercano en esta película a los inmensos logros de obras como Funny Games o La Pianista que a los titubeos de Código Desconocido o El Tiempo del Lobo, nos golpea con una de las secuencias más demoledoras e impactantes que uno ha podido ver en una pantalla en los últimos años, una ostia de tal calibre que nos pega al asiento dejándonos sin capacidad alguna de reacción durante largo tiempo… tiempo que Hanecke aprovecha para proponer unos veinte minutos finales que, lejos de resolver algunos de los enigmas planteados a lo largo de la película, deja abiertas varias posibilidades a la imaginación del espectador, que, un tanto comprensiblemente abrumado por la dureza de la experiencia que acaba de vivir, puede perderse con facilidad en el juego planteado con mano maestra por este austriaco que está empeñado en llevar hasta las últimas consecuencias ese dogma de fe con el que ejerce su profesión según el cuál el papel del cineasta es rascar allí donde más duele, desvelar lo que no se quiere saber ni ver y obligar al espectador a plantearse cuestiones de lo más serias.

Caché es pues una obra imprescindible sobre la que se vuelve una y otra vez a lo largo de los días posteriores a su visionado, una película perturbadora y sumamente incómoda en todo momento para el espectador, que casi sin darse cuenta, sigue el metraje en un estado de perpetua tensión, algo que Haneke consigue no por casualidad, sino a través de una medida puesta en escena y de un dominio del tiempo narrativo que va consiguiendo sutilmente este objetivo sin apenas proponérselo. Caché es, en fin, una de las obras más desasosegantes que este cronista ha tenido la ocasión de ver en mucho tiempo, un filme que por su personalísima apuesta y su capacidad de invitar a la reflexión está entre los trabajos más interesantes que ha ofrecido el cine europeo en su conjunto en los últimos tiempos. Cierto es que Haneke, cineasta exigente como pocos con el público, no es un plato indicado para todo tipo de espectador y que a buen seguro habrá quien abandone la sala con un comprensible estado de estupefacción y hasta con la leve sospecha de que el director se ha permitido el lujo de tomarle el pelo – en ese sentido, el plano final juega de forma admirable con nuestras expectativas creadas a lo largo de la obra, pero no aporta nada a lo ya expuesto por el cineasta hasta ese momento, lo que puede entenderse hasta como una broma en medio de un tema francamente serio – pero aun y con eso déjense llevar por sus propias reflexiones y las de aquellos que les acompañen al cine. Descubrirán que Caché es una de esas películas que crecen en la memoria y que sus cargas de profundidad pueden resultar de lo más demoledoras.

2006: Buenas intenciones, Realidades Dolorosas

Esta es una carta de disculpa. No se cuantos sois los que de cuando en cuando os dais un paseo por el blog para leer mis comentarios de cine. Supongo que muchos de vosotros, tras desesperaros por ver como Cinemerida seguía detenida en el tiempo desde el 31 de diciembre del pasado año y sin ninguna explicación al respecto, igual habéis intentado buscar en este blog alguna respuesta a tan extraño fenómeno: nunca, en los más de tres años que lleva ya funcionando Cinemerida – y con la lógica excepción de una ausencia debida a que estuviera cubriendo un festival – había desatendido tanto mis obligaciones. La buena noticia es que poco a poco estoy volviendo a recuperar las viejas sensaciones. La mala es que no tengo una única explicación para lo que ha sucedido durante estas últimas semanas. O si, pero todo resulta algo confuso. Algunos ya conocéis lo que voy a contar ahora.

Veréis, el final del 2005 ha sido una experiencia bastante dolorosa. Tras tres años de colaboración con La Butaca y coincidiendo con mi vuelta de cubrir el último de los tres festivales de cine que este año he hecho en su nombre, me encontré con la desagradable sorpresa de que mi editor decidía prescindir de mis servicios como colaborador de la revista. La excusa oficial es que al parecer mis críticas se parecían sospechosamente a otras reseñas aparecidas en diversos medios. Dicho en plata, mi antiguo editor me acusaba directamente de plagiar a compañeros de profesión, o dicho más sofisticadamente, de practicar cierto tipo de seguidismo con la crítica, lo que implicaba obviamente un riesgo de desprestigio para la revista y que mi trabajo estuviese en permanente sospecha. Por mucho que proclamé mi inocencia, la decisión fue inapelable y de repente, cerrada mi habitual plataforma, comprendí que, tras tres años de denodado esfuerzo y de tratar de abrirme paso en esta jungla de la información cinematográfica, estaba exactamente en el mismo sitio donde empecé. Con un amplio bagaje a cuestas, claro (y que me quiten lo bailao, que decía el otro) pero en el mismo punto. Y me hundí. Deje que todo este apestoso asunto me afectara mucho más de lo que debía. No fue algo repentino, sino más bien algo de digestión lenta. De repente, todo lo que escribía o hacía relacionado con el cine, ya fuera la web de Cinemerida, hacer críticas o publicar en el blog dejó de tener sentido. Me decía a mi mismo que era solo una fase, que debía seguir como siempre, que pronto todo volvería a la normalidad. Y creí que superaba el bache a finales del diciembre, con la promesa de un nuevo año: volvía a encontrarme con ganas, tenía proyectos entre manos y me apetecía disciplinarme, volver a los viejos hábitos, aunque no tuviera, como antes, un plan definido.

Entonces, aunque fue una cosa de poca importancia, dos días antes de que terminara el 2005, hospitalizaron a mi madre por una semana. Pasé horas y horas en el hospital, estando con ella. Y después estuve otra semana pendiente de su recuperación, hasta que se encontró mejor y, hace una semana y pico, volvió a sus quehaceres en Madrid. Durante todo ese tiempo, deje de escribir. Por completo. Abandoné la web, abandoné este blog, incluso dejé de ver cine esos días. Reflexioné sobre lo que me estaba pasando, resolví centrarme lo antes posible en terminar la carrera de Derecho – este año tengo que terminar de una maldita vez si no quiero empezar con rollos de convalidaciones – y sacrifiqué por unas semanas hacer lo que más me gustaba en el mundo, simplemente porque no le veía atractivo, porque no me encontraba a gusto. Me ha costado dios y ayuda volver a centrarme un poco y sacar fuerzas para salir un poco del pozo, y aunque nunca he dejado del todo de hacer cosas (la radio, llevar la encuesta de Lo mejor del 2005 en la lista de cine de La Butaca y en La Filmoteca Virtual, alguna crítica suelta…) me cuesta dedicarle a esto del cine todo el tiempo que antes sin sentir algunas punzadas de desánimo o culpa. Pero aquí estoy de nuevo, porque he comprendido algo tan sencillo como que, por encima de otras consideraciones, necesito escribir de vez en cuando para sentirme mejor conmigo mismo.

No se si esta especie de vuelta será duradera o es un espejismo. Las crisis de este tipo son algo relativamente nuevo para mi y honestamente, no se bien como me las apañaré en los próximos días. No las tengo todas conmigo, pero prometo intentarlo. Pensé que todos los que seguís habitualmente Cinemerida y que quizás os habéis aventurado por este blog en busca de respuestas a mi súbita desaparición merecíais una explicación y os ofrezco una que no es demasiado convincente, pero que es la única que tengo: he estado un poco perdido últimamente. Pero he vuelto. Gracias por seguir ahí y disculpad la ausencia. Sigamos hablando de cine.