lunes, junio 27, 2011

RESACON 2 Receta Recocinada

Hace un par de años, a propósito de Resacón en Las Vegas, escribía que el acierto principal de Todd Philips había sido saber sublimar ese sentimiento de nostalgia por los excesos desenfrenados propios de unos irredentos Peter Pan ante la certeza de la proximidad de una responsabilidad sobrevenida a través de la exaltación de ciertos ritos masculinos sin ir en realidad demasiado lejos en su incorrección o su capacidad de subversión, ya que sus protagonistas acababan por utilizar dicha inenarrable experiencia para encauzar sus vidas y hasta madurar, lo que daba al conjunto un cierto tufillo moralista que pasaba desapercibido para la mayor parte del personal, hábilmente subyugado mientras se imaginaba a si mismo haciendo el cafre en ese patio de recreo para adultos engordado por el cine que es Las Vegas.

La jugada le salió redonda a Philips que, lejos de desanimarse ante la perspectiva de repetir aquel enorme éxito en taquilla, se ha tirado de cabeza a aplicar el manual básico por el que se rige cualquier secuela que se precie en Hollywood, consistente en repetir la jugada manteniendo intacto reparto, estructura y desarrollo argumental de la misma pero eso sí, buscando la forma de elevar el nivel de osadía sometiendo a sus atribulados protagonistas a situaciones aun más bestias o disparatadas, de tal forma que nadie pueda sentirse mínimamente decepcionado. Así, Philips se lleva su manada a Bangkok, lo que le permite jugar con el choque cultural y afirmar de paso el carácter global de su propuesta ya que, como muy gráficamente enseña Alan (Zack Galifianakis), hay ideas como que un mono simule hacerle una mamada a un monje, que resultan graciosas en cualquier cultura. Es el mismo principio que explica que Torrente sea un fenómeno en Argentina, por ejemplo.

Tras una media hora inicial soporífera en la que tienes la sensación que aquello no va a arrancar nunca mientras los guionistas buscan la mejor forma de que comulguemos con la repetición de la premisa lo que en el primer filme eran un tigre, un bebé abandonado, un diente arrancado y un novio perdido al que encontrar se convierten en un mono, un dedo cortado, un cantoso tatuaje y un cuñado al que encontrar. Tal cual. Bangkok, con sus costrosos moteles a lo Apocalypse Now, la barrera del idioma y la sensación de territorio salvaje donde uno puede perderse hasta el punto de no retorno – la exaltación del hedonismo incluye en su momento más álgido la posibilidad de una redefinición de la identidad sexual que podría interpretarse como un atrevido alegato por la diversidad – reproduce y amplía las posibilidades de Las Vegas como territorio del pecado mientras nuestros muchachos se afanan una vez más en reconstruir sus pasos en medio de una resaca amnésica tras otra descomunal noche de juerga.

Nada nuevo bajo el sol. Igual que juega a su favor la excelente química de un reparto entregado en el que Ed Helms atraviesa fronteras de humillación con un desparpajo envidiable, Bradley Cooper aporta el punto despreocupado y el enorme talento cómico entre marciano y tierno de Zach Galifianakis parece francamente desaprovechado aun siendo de nuevo lo mejor de la función, también juega en su contra esa inevitable sensación de falta de frescura ante la repetición de una fórmula con poca capacidad de sorpresa en la que se le otorga un inexplicable protagonismo a uno de los personajes más secundarios del primer filme y por el que desfila un Paul Giamatti con cara de no saber muy bien qué demonios pinta allí.

Personalmente, no siendo precisamente un fan de la primera película, a la que no obstante le reconozco cierta dosis de simpatía y algún gag afortunado, les confieso que en esta secuela me costó dios y ayuda encontrar algún motivo para sonreír o siquiera mantenerme interesado. De hecho, solo la afortunada escena del flashback en el que Alan se visualiza a si mismo y a sus colegas de correrías como un grupete de apocalípticos infantes abandonados a todo tipo de excesos tóxicos y los créditos finales salvan la cara de una secuela que tiene el inconfundible sabor de una receta precocinada y sin duda demasiado recalentada: distraerá el estómago pero ni de lejos alimenta.


LO MEJOR: Los créditos finales, con esas inenarrables fotos que, al igual que en la primera película, desvelan todo lo ocurrido la noche anterior. Toda una salvaje ráfaga de subversión gamberra destinada a golpear nuestras retinas y dejar un puñado de imágenes imborrables. Incluso aun y cuando quisiéramos poder borrar algunas.


LO PEOR: La sensación de déjà vu de una formula repetida de una manera tan mimética – cameos y cancioncillas incluidas - que su capacidad de sorpresa resulta prácticamente nula. Y que la marciana comicidad de Zach Galifianakis está bastante más desaprovechada.


¿POR QUÉ… sus responsables no se dejan de tonterías y en una futurible tercera entrega no se tiran de cabeza directamente a mostrarnos de forma lineal toda esa noche de excesos descabellados? Total, uno vuelve a quedarse con la sensación que sería una película mucho más divertida y brutal…


Este artículo se publicó el lunes 27 de Junio en el Periódico Voz Emérita

jueves, junio 09, 2011

CINES DEL SUR 2011 J04: El Invierno de los Raros, Microphone

EL INVIERNO DE LOS RAROS Vidas Pequeñas

No sé si es algo prematuro o incluso atrevido por mi parte utilizar el calificativo de cine cordobés para diferenciar una tendencia o movimiento que viene surgiendo en los últimos años dentro del cine argentino que se caracteriza por cierto gusto por el naturalismo – entendido en una acepción bastante amplia – y por su afán de marcar distancias respecto del cine más o menos mainstream creado en Buenos Aires y protagonizado por sus habitantes, arquetipos urbanos con los que a estas alturas estamos bastante familiarizados aunque solo sea por el hecho de que el cine argentino que llega a nuestras pantallas comerciales sea ese y no otro. En Córdoba, en el interior del país, está ambientada El Invierno de los Raros, primer largometraje del director no por casualidad cordobés Rodrigo Guerrero, que responde en mi opinión a esas señas de identidad: historias ambientadas en el medio rural, con personajes silenciosos o crípticos de los que no se ofrecen demasiadas pistas, primando el naturalismo y los tiempos muertos más que la narrativa tradicional a la hora de contar la historia (que a veces puede incluso ser inexistente) y cierta experimentación formal que parece buscar más la complicidad de los festivales y la crítica que la comprensión del público.


El Invierno de los Raros sigue las vidas de seis personajes que habitan un pequeño pueblo del interior siguiendo sus pequeñas rutinas y viviendo existencias algo monótonas: una chica con cierto retraso mental, su madre desequilibrada que sufre accesos de rabia, una misteriosa recién llegada, una profesora de danza que quiere huir del pueblo y de su insufrible madre, un tímido obsesionado con ésta incapaz de confesar lo que siente ni retenerla, un campesino solitario que vive una especie de enamoramiento con la chica retrasada, etc. Todos estos personajes van y vienen por la pantalla, cruzándose e influyéndose unos a otros de forma que sus comportamientos van cambiando de forma casi imperceptible. Rodrigo Guerrero tiene claro que no conocemos de las personas más que aquello que vemos en el instante que las tenemos delante y se afana en construir un universo en torno a esa idea en el que el espectador acompaña a sus criaturas y sus historias mientras espera de forma paciente a que éstas crezcan en algún sentido. Lo que a veces sucede. Y a veces, pues no.


Resulta curioso: El Invierno de los Raros es una de esas películas que según te coja el día y el estado de ánimo, se puede o bien disfrutar enormemente y parecer que te está contando algo muy trascendente o bien traértela completamente al pairo porque sus protagonistas te importen lo mismo que los peces de un acuario, que puede ser entretenido mirarlos un rato pero tampoco es que aporten algo fundamental a tu existencia. A favor del jovencísimo Rodrigo Guerrero hay que decir que la historia está bien contada y que tiene algunos momentos logrados, casi todos protagonizados por Paula Lussi, que hace de su entrañable Marcia la columna sobre la que pivota la película aunque probablemente ésta no fuera su primera intención. La necesidad de afecto y de cubrir carencias común a todos los personajes está especialmente bien reflejada en su historia de ¿amor?, si bien es una lástima que en la escena cumbre de la misma el director sucumba al tópico “momento Magnolia” y rompa con el estilo de su puesta en escena de manera abrupta, recurriendo a un montaje paralelo que, lejos de enfatizar la importancia del momento, solo consigue que el espectador se distancie de la película por la artificialidad del mismo. Más allá de eso, El Invierno de los Raros es menos rara y arriesgada de lo que pretende, se deja ver con facilidad y logra en algún que otro momento aislado (en mi caso, en la preciosa escena del paseo a caballo y el inicio de la escena clave de sexo) conectar con el espectador. Tiene su puntito, vaya.



MICROPHONE, Los Sonidos de la Revolución

El otro día les contaba, a propósito de Pegasus, que algo se debía estar moviendo en Marruecos cuando hay cineastas que fuerzan los límites de lo que hasta ahora se ha podido o no representar en el cine árabe y salir airosos del intento. Pues bien, resulta imposible abstraerse viendo las imágenes de Microphone y no relacionarlas con la mecha que prendió en las plazas de Egipto a finales de enero y del fuego que se convirtió una hoguera hasta provocar la caída de Mubarak – su régimen es otra historia – y propagarse por diversos países del norte de África. En principio, Microphone era un documental más o menos ficcionalizado (un género recurrente en esta quinta edición de Cines del Sur, recuerden Precious Life y Paraísos Artificiales) que buscaba retratar la escena musical contemporánea que de forma clandestina crean y viven los jóvenes de Alejandría. Un poco al estilo de lo que hizo Fatih Akin con Estambul en Cruzando el Puente o, aun más cercano, al retrato de Bohman Ghobadi de la escena musical underground iraní en Nadie Sabe Nada de Gatos Persas que llevaba implícita una contundente crítica a la represión del régimen. Como en ésta última, el director Ahmad Abdalla ofrece a los autores el espacio para que se expresen con su propia voz y sobre todo con su música sus ansias de libertad y creatividad mientras construye una leve línea argumental – la vuelta a casa de Khaled, un emigrado bastante tiempo en Estados Unidos que se da de bruces con esta nueva realidad artística y dedica todos sus esfuerzos a apoyarla y defenderla – que vertebre la película.

Microphone resulta una película más lograda que las dos precedentes mencionadas. Y eso es así porque en ella la historia de ficción está mucho más cuidada tanto en lo que se refiere a la vida personal de Khaled - con esa ruptura con su antigua novia decidida a abandonar Egipto contada de atrás adelante, como si de un descarte de Memento se tratara, sirviendo cada una de sus escenas como una introducción al siguiente bloque narrativo – como al afán de Abdalla de retratar no solo los distintos movimientos musicales y su lucha contra la intolerancia a menudo absurda del régimen sino también de otras manifestaciones de la contracultura – los skaters, los graffittis – que ofrecen un retrato muy interesante de una realidad burbujeante y que exige a gritos sus vías para expresarse libremente.

Claro, si todo esto lo examinamos a la luz de los recientes acontecimientos, las protestas en la plaza de Tahrir y esa incipiente revolución de incierto destino, resulta imposible no ver en Microphone al caldo de cultivo de una sociedad harta de sus corruptos gobernantes y de la falta de libertad que acabó estallando de forma tan significativa. También permite una reflexión crítica sobre la imagen, sin duda incompleta, que se nos ha venido ofreciendo en las últimas décadas de Egipto y de cómo se ha agitado con la complicidad de unos medios occidentales el espantajo del terrorismo islamista para encubrir una realidad mucho más compleja, rica y variada.

Por eso al espectador occidental puede chocarle descubrir en Microphone esta realidad mostrada con la potente energía que da la inmediatez – es una película independiente no ya de bajo sino casi de inexistente presupuesto que lleva a sus últimas consecuencias los preceptos del cine guerrilla, un cine orgánico cuyo guión iba cambiando según se rodaba y los artistas se expresaban a su manera, sin diálogos previamente preparados – capaz de descubrirnos un mundo de una creatividad insólita y fascinante. No cabe ninguna duda que hay cambios muy significativos que se propagan con extraordinaria rapidez por los países árabes. Películas como esta estimable y simpática Microphone ayudan más a empezar a entenderlos que una docena de libros y cientos de sesudos artículos.


miércoles, junio 08, 2011

Cines del Sur 2011 J03: Pegasus, Dance Town

PEGASUS, Algo se mueve en Marruecos.

La primera palabra que me viene a la cabeza para tratar de definir esta opera prima de Mohamed Mouftakir es insólita. Insólita por su temática, que mezcla sin rubor cuestiones relacionadas con la identidad de género, violencia infantil, traumas mentales, superstición, caballos, seres demoníacos y un contundente retrato de un estado general de las cosas en ciertas zonas rurales que pone los pelos de punta. Insólita asimismo por su tratamiento visual, que recupera de forma arriesgada y a contracorriente de toda tendencia presente en el cine de hoy en día un simbolismo repleto de metáforas visuales que juega de forma constante con las expectativas del espectador hasta inducirle una suerte de trance que casa bien con el caos mental de la traumatizada protagonista de la historia. Insólita finalmente, y no menos importante, por la procedencia de la película, un Marruecos donde sin duda algo debe estar moviéndose en los últimos tiempos para que una película tan dura como ésta, en la que no faltan temas muy escabrosos, una fuerte denuncia social y algún desnudo que otro haya sorteado sin demasiados problemas la censura de su país y se haya estrenado en las salas, donde ha podido ser vista por varios miles de marroquíes.

Pegasus narra la historia de una traumatizada chica de campo que ingresa en un sanatorio mental con claros signos de violencia y embarazada, repitiendo sin cesar que va a venir a buscarla un demonio al que llama El Señor del Caballo. El director del centro encarga a una psiquiatra que también parece hacer frente a sus propios demonios personales, que se encargue del caso, se gane la confianza de la chica y llegue hasta donde sea necesario para averiguar lo que ocurrió y la identidad del padre. Hasta aquí, todo más o menos convencional, aunque la puesta en escena de Mouftakir genera una atmósfera onírica que nos hace desconfiar desde un primer momento de lo que vemos en pantalla, una sensación creciente que nos acompañará todo el metraje. La historia se desdobla para contarnos el pasado de la chica, obligada desde que era una niña por su padre, un jefe tribal de una de esas aldeas remotas del interior, a asumir una identidad de varón para asegurar la continuidad de su liderazgo, lo que como ustedes pueden imaginar le genera a la pobre niña todo tipo de conflictos personales y de relación con los demás. Y es que la cosa, créanme, va bastante más allá de vestirse de una determinada manera, convirtiéndose en un proceso que por momentos pone los pelos como escarpias.

Con semejante panorama, es natural que la película se apoye de forma constante entre los simbolismos más o menos evidentes que expresan con imágenes lo que la traumatizada moza es incapaz de verbalizar o siquiera confesarse a sí misma. Mouftakir aprovecha esa atmósfera irreal para colar un buen puñado de denuncias muy reales, consiguiendo llevar al espectador a golpe de metáforas visuales a un terreno de desconcierto en el que éste juega a adelantarse al siguiente paso solo para ver como el director, hábil prestidigitador que se guarda alguna que otra carta en la manga, a veces cumple las expectativas y a veces las destroza con la ventaja que le ofrece jugar en un terreno en el que nada es del todo lo que parece y cualquier cosa puede ocurrir, sin que ello signifique necesariamente que sea algo arbitrario. Lo que les digo, una obra bizarra, impactante y algo friki que por momentos puede recordar aquella canónica Repulsión de Polanski – la referencia al polaco no es gratuita: además de Repulsión hay otro guiño final al mismo bastante evidente -, girar a lo Shyamalan o lanzar fuertes cargas de profundidad que pueden gustar o convencer más o menos, pero desde luego lo que no hace es dejar indiferente: su atrevimiento formal y material la convierte en una película, ya les digo, insólita por triplicado.





DANCE TOWN, Un panorama desolador

La premisa de partida de la tercera película del coreano Jeon Kyu-hwan tras Mozart Town y Animal Town resulta francamente interesante por partida doble. En primer lugar porque se atreve a mostrarnos la vida cotidiana de una pareja en Corea del Norte, ese régimen demencial y arbitrario donde cualquier infracción de las rígidas normas del mismo puede salirte muy cara y del que muchos intentan escapar como pueden. Segundo porque cuando el marido de la pareja es detenido por la policía y su esposa Ri se ve forzada a escapar sola al sur abandonando la única vida que ha conocido hasta entonces, descubrimos lo que ocurre con esos refugiados de Corea del Norte que consiguen llegar al Sur: tras un estricto proceso burocrático para determinar si son verdaderos escapados del régimen o espías del mismo, el Gobierno les da la ciudadanía, les ofrece una vivienda y una pensión mensual y les anima a empezar una nueva vida desde cero olvidándose de todo lo que han dejado atrás. Casi nada.


Dance Town sigue así todo el proceso que vive Rhee (una esplendida Ra Mi-ran, fantástica en un papel complejo y muy exigente) mientras intenta adaptarse como puede a una sociedad completamente extraña y por momentos aterradora para ella pese al idioma común. En completa soledad y obligada por las circunstancias, Rhee no tiene más remedio que salir adelante y aventurarse a relacionarse con los demás mientras espera a que su marido pueda algún día escapar y reunirse con ella. Lo verdaderamente interesante de esta magnífica y demoledora película no es ya la forma en la que Rhee afronta todo el proceso, sino todos los personajes que la rodean, espejos que Jeon Kyu-hwan coloca delante de ella para reflejar una realidad, la de Corea del Sur, que lejos de resultar el paraíso idílico y lleno de ventajas que a primera vista podría parecer para alguien que viene de sufrir la falta de libertades y las penurias del régimen comunista, es retratada como una sociedad fría, despiadada, cuyos habitantes sufren de parecida alineación, soledad, incomprensión y falta de comunicación. Como dice alguien en un determinado momento del filme, aquí y allí, todo es lo mismo.


Desde esa funcionaria insatisfecha y con deudas que sufre a una madre devotamente religiosa hasta ese policía solitario con tendencia a emborracharse que se interesa por Rhee pasando por una adolescente embarazada que decide abortar por su cuenta sin ni siquiera comentarlo con su madre o ese inválido solitario incapaz de encontrar un sitio donde vivir ni enfrentarse a su triste vida, todos los personajes de Dance Town pueblan la ciudad como verdaderos fantasmas, seres solitarios y doloridos que acarrean sus dramas cotidianos a cuestas sin que parezca vislumbrarse en el horizonte ninguna salida. El retrato que Jeon Kyu-hwan hace de su sociedad resulta tan demoledor que esa angustia existencial se va trasladando de forma implacable al espectador, atrapado en la butaca consciente a la vez de estar viendo una magnífica película y sufriendo ese dolor vital como si fuera propio.

Porque si algo tiene Dance Town es que es una película rodada de forma primorosa, medida tanto en su puesta en escena como en un sentido del encuadre en la que cada plano tiene un sentido y una función. El montaje, el ritmo pausado, el impecable trabajo de los actores… todo en Dance Town se conjuga para dar forma a una obra más que notable que en su tramo final golpea de forma implacable al espectador hasta por tres veces consecutivas, cada una más fuerte que la anterior, poniendo a prueba su capacidad de aguante y dejando en el aire una pregunta ¿se puede disfrutar a fondo de una película que construye con semejante brillantez una propuesta tan desoladora? Personalmente puedo decirles que es la segunda vez que paso por la experiencia tras descubrirla hace unos meses en Berlín y mi respuesta es afirmativa: Dance Town es una película tan magnífica que merece la pena pasar por el trago tan amargo que supone enfrentarse a ella. Les aseguro que no es un acto de masoquismo, sino de genuina pasión por todo lo que el gran cine puede llegar a hacerte sentir desde la pantalla.


martes, junio 07, 2011

Cines del Sur 2011 J02: Paraisos Artificiales, The Thief of Light

PARAÍSOS ARTIFICIALES: En el límite

Delimitar las fronteras entre lo que es ficción y lo que es documental es algo que cada vez se me hace más y más complejo a la vista de la forma en que está evolucionando el cine de los últimos años. La verdad, tampoco es que me importe mucho. Lo cierto es que ya no llama la atención encontrarse en las secciones a concurso de los festivales documentales compitiendo en igualdad de condiciones con las películas de ficción: lo que de verdad cuenta es la calidad de la misma y lo demás es como ponerse a discutir el sexo de los ángeles o por qué los valencianos votan a Camps. En el fondo no tiene demasiada utilidad práctica. Viene todo este rollo de introducción a cuenta de Paraísos Artificiales, película de la mejicana Yulene Olaizola que nos dejó los ojos como platos ayer y cierta sensación de perplejidad pues aunque era más o menos evidente que estábamos ante una ficción, su tratamiento visual con los inconfundibles modos del documental y la desarmante naturalidad de uno de sus protagonistas principales - que básicamente se interpretaba a sí mismo con notable acierto – hacía resurgir una vez más la vieja cuestión.

Paraísos Artificiales narra la relación entre dos personajes destinados a entenderse: una es Luisa, una joven adicta a la chiva (heroína) que se encuentra en un paradisíaco paraje de playa y montaña al sur de Veracruz, un enclave aislado y casi despoblado donde poco más hay que hacer salvo drogarse día sí y día también y soñar cuando se está de bajona en desengancharse del humo del papel de plata de una maldita vez mientras las provisiones se van agotando de forma lenta pero inexorable. El otro es Salomón, viejo peón de la finca donde Luisa se aloja que a sus 65 años no tiene el más mínimo conflicto con su adicción a esa mota (marihuana) que fuma con suma fruición todos los días y que, según cuenta él mismo con sencillez, le ayuda a sobrellevar su trabajo y su vida cotidiana. Cuando se llega a cierta edad uno se ha ganado el derecho a drogarse con lo que más le apetezca sin que importen demasiado las consecuencias. Como el personaje de Alan Arkin en Pequeña Miss Sunshine pero en la vida real.

Porque esa es la cuestión de Paraísos Artificiales: aunque Luisa esté interpretada por una actriz – fantástica Luisa Pardo – y funde características de varios personajes de la vida real (una heroinómana amiga cercana de la directora, la propia directora, el guionista Fernando del Razo y hasta de la misma Luisa Pardo) y la historia de su estancia allí esté construida desde la ficción, Salomón Hernández es básicamente él mismo, se expresa en sus propias palabras y aquello que cuenta, bien a Luisa, bien directamente a la cámara y a los espectadores, son sus propias experiencias y reflexiones vitales, lo que le da a la película una fuerza irresistible. El choque vital entre esos dos personajes, una queriendo deshacerse sin saber cómo conseguirlo de la adicción que condiciona su existencia y otro perfectamente cómodo en su condición de apacible fumeta pero lo suficientemente sensible como para darse cuenta del doloroso proceso de Luisa resulta un motor poderoso para un filme excelente, conmovedor por momentos y dotado de una extraña y personal poética, quizás no apta para todo tipo de sensibilidades, pero más que capaz de conquistar al espectador si se entra de lleno en su propuesta.


Yulene Olaizola maneja con mucha habilidad los tiempos de una historia cuyo ritmo ha de acomodarse a esa especie de limbo que habitan sus personajes, exigiendo cierta paciencia a los espectadores. Contrasta la belleza de los parajes por los que transitan, esas montañas plenas de vegetación y esas preciosas playas, un verdadero paraíso terrenal, con los paraísos artificiales que Luisa y Salomón, cada uno a su manera, construyen para sí mismos y suavemente da forma a un relato alrededor de esos dos personajes que encuentran alivio a su soledad en su mutuo y tácito entendimiento. La película consigue algunos logros extraordinarios, ya sea por la naturalidad de ese fascinante Salomón que llena de verdad la pantalla, la forma en la que Luisa interactúa con algunos niños – hay una escena antológica en la que ella se droga mientras a su lado una niña disfruta de un caramelo como si tal cosa que tiene una inusitada capacidad de conmoción – o la sospecha permanente del espectador (nada se explicita demasiado, ni falta que hace) que ese mundo aislado resulta mucho menos atrayente y mucho más problemático de lo que su paradisíaca apariencia podría sugerir. En cualquier caso, Paraísos Artificiales es una de esas películas que por desgracia raramente pueden verse más allá del circuito de festivales y que justifican sobradamente la existencia de los mismos.

THE LIGHT THIEF Kirguistán también existe

No sé ustedes, pero yo estoy convencido que si algún día mi vida dependiera de poder o no señalar con exactitud en un mapa donde se encuentra Kirguistán, ya puedo darme por perdido. Si, es una de esas repúblicas surgidas tras el desmoronamiento de la Unión Soviética. Si, está en algún lugar de Asia Central. Aun más: ha sufrido dos revoluciones y es uno de los pocos países de su entorno que apuesta abiertamente por mantener un sistema democrático que, mal que bien, parece que les va funcionando. Y poco más. Bueno, ahora gracias a Cines del Sur, que siempre presta una especial atención a las filmografías de estos países – recordemos The Other Bank, esplendida película georgiana que venció aquí hace dos ediciones -, sabemos que también hacen cine. O al menos que hay un director, el simpático Aktan Arym Kubat, que es capaz de ganar premios en Locarno, participar en Cannes y que refleja de forma bastante perspicaz la realidad actual de su país, lo que no deja de resultar interesante para ignorantes como un servidor.

Aktan interpreta también el papel principal de The Thief of Light (El Ladrón de Luz) un entrañable electricista que vive en un pequeño pueblo rural y que dedica su sencilla existencia a hacer más fácil la vida de los demás, trucando los contadores de electricidad para que no cueste dinero a aquellos de sus conciudadanos que no pueden permitirse pagarla, inventando formas de convertir la energía eólica en electricidad para conseguirla aun más barata y a hacer todo tipo de favores a su comunidad. Uno de esos hombres sencillos, esencialmente buenos en el mejor sentido de la palabra bueno que diría Machado, que vive por y para los demás y al que solo le frustra un poco no tener un hijo varón – aunque tiene tres preciosas niñas, no es lo mismo – y, tras un traspiés con la policía por sus apaños, haber perdido el trabajo que le daba su sustento.


A su alrededor, la vida no resulta tan amable: hay pocas perspectivas de futuro, mucho especulador con ganas de hacer dinero fácil siguiendo el modelo ruso de negocio capitalista exacerbado, ese modelo que hace que los nuevos ricos con pinta de haberse escapado de un episodio de Los Soprano proliferen como setas y un amigo íntimo de no muchas luces que sufre la ausencia de su esposa, emigrada a Italia años antes en busca de un futuro. La vida debería ser mucho más sencilla, piensa Papá Luz: no hacer a los demás lo que no te gustaría que te hicieran, ayudar cuando se pueda al prójimo y pensar siempre en la comunidad antes que en uno mismo.


Pero semejante idealismo no tiene demasiada cabida en un país en parte cada vez más oscuro y despiadado. Con los nuevos tiempos, hay poco espacio para la esperanza y cuando Papá Luz va comprobando con tristeza que todo está en venta y que no hay lugar para los principios, la fábula que se desarrolla en pantalla se dirige de forma inexorable a una resolución trágica que poco tiene que ver con el estilo amable, casi de comedia, con el que Aktan ha construido un retrato en el fondo bastante poco optimista de la situación actual de su país. Eso es quizás lo más destacable en una película que no es ninguna maravilla pero que sirve para acercarnos a la realidad de este país remoto. Aunque sigamos sin tener ni puñetera idea de donde está en el mapa… Algo es algo.

lunes, junio 06, 2011

Cines del Sur 2011 J01: Precious Life, Haru's Journey

PRECIOUS LIFE, Dolorosas Paradojas

Aquellos que me conocen y han seguido a lo largo de los años la programación del Festival de Cine Inédito de Mérida saben que siento una debilidad especial por las películas que de una forma o de otra se refieren al interminable conflicto árabe-israelí. Obras como Paradise Now, Vals Con Bashir, Los Limoneros o La Banda Nos Visita entre otras han pasado por Mérida en mi empeño por disponer y ofrecer más elementos de juicio para entender lo incomprensible. Siempre me ha resultado fascinante lo que sucede en aquel país nacido de una injusticia histórica en el que dos pueblos enfrentados y con ríos de sangre derramada entre ambos a lo largo de las últimas décadas están obligados a convivir en un mismo espacio. Mi necesidad de comprender desde fuera lo que hace que un pueblo tradicionalmente perseguido y victimizado como el judío se haya convertido con tanta facilidad en un verdugo implacable capaz de someter a condiciones inhumanas a los sometidos palestinos o que éstos se dejen llevar en su desesperación por un fanatismo intolerante que impide llegar a un consenso de mínimos para alcanzar la deseada paz me hacen volver una y otra vez a ese desdichado rincón del mundo donde hay cineastas que se esfuerzan, desde la ficción o el documental, por aportar su grano de arena bien para revelar verdades incómodas, bien para acercar posturas.

Precious Life es la opera prima de un reputado y prestigioso periodista israelí, Shlomi Elder, que durante dos décadas se ha dedicado desde su posición de reportero y analista del mundo árabe en un canal de televisión a mostrar a la audiencia israelí las historias cotidianas de la gente común que vive atrapada en la franja de Gaza, en un esfuerzo por dotarles de rostro, por humanizar a los palestinos y combatir la continua demonización de los mismos que se practica desde las instancias del poder y los medios. Muy crítico tanto con su propio Gobierno como con los dirigentes de Hamás que dominan Gaza, Eldar sabe por experiencia que una de las mejores formas de alcanzar esa utopía llamada paz es acercar ambos pueblos desde aquello que les une por encima de sus muchas diferencias, su humanidad aunque sea entendida como un sufrimiento con el que cualquiera puede identificarse a través de historias pequeñas del día a día que a veces provocan increíbles paradojas.

Su película sigue el proceso de Mohammad Abu Mustafá, un bebé palestino nacido sin sistema inmunológico (¿recuerdan aquellos famosos niños-burbuja?) que necesita un trasplante de médula ósea para salvar su vida, operación que solo puede llevarse a cabo en el Hospital israelí donde se encuentra ingresado. Una petición de ayuda por parte del médico que les atiende para recaudar el dinero necesario del que Shlomi Eldar se hace eco público a través de su programa desata la implicación personal del periodista en el caso, que se complica cuando pese a conseguir el dinero a través de un donante anónimo – israelí, por cierto y curiosamente padre de un soldado muerto en el conflicto – existen toda una serie de obstáculos a solucionar (las pruebas para encontrar un donante compatible entre los familiares, que éstos puedan cruzar los puestos fronterizos para llegar al hospital, etc.) que se entremezclan con el ruido del creciente conflicto con Gaza debido a la crisis de los misiles lanzados sobre Israel desde Gaza y la desproporcionada y brutal respuesta del Ejército en forma de bombardeos que causaron miles de bajas civiles.

Hay una paradoja dolorosa claramente expresada en el filme: mientras los miembros del hospital y bienintencionados civiles israelíes se afanan por salvar la vida de Mohammad, un único niño, las bombas israelíes siegan cada día decenas de vidas palestinas según se recrudece el conflicto. Pero no es la única paradoja ni la más importante: cuando Raida, madre del niño, confiesa ante la cámara cosas como que todos los palestinos sacrificarían gustosos sus vidas para recuperar el control de Jerusalén o que se sentiría orgullosa de que su hijo sobreviviera y creciera… para convertirse en el futuro en un mártir de la causa palestina, uno de esos terroristas suicidas capaces de inmolarse en un autobús llevándose unos cuantos civiles por delante, la película entra en una nueva dimensión y crece hasta límites insospechados. Imaginen la cara que se le queda al director – que también es el improvisado cámara del filme - ante tal revelación y ahora imaginen la reacción del público. Como si de repente alguien nos hubiera lanzado encima una tonelada de agua helada.

Enfrentados nosotros como espectadores a una realidad mucho más compleja de lo que siquiera podemos empezar a comprender por mucho que nos esforcemos, enfrentados israelíes y palestinos a sus propias contradicciones y sentimientos encontrados, a paradojas insolubles cuyas ramificaciones e implicaciones afectan no solo al sentido común sino a la necesidad de ponerse continuamente en la piel del otro, a dejar a un lado el odio y la venganza por muy humano que sea ese sentimiento, Precious Life, con todas las deficiencias visuales propias de un documental surgido a partir de una historia que iba a ser un reportaje televisivo y que acabó creciendo hasta convertirse en la crónica de un viaje personal que cambiaría definitivamente las vidas de todos los implicados en ella, se configura como una muy estimable y necesaria película, una contundente llamada a la paz y el entendimiento para superar los prejuicios y el abismo aparentemente infranqueable entre ambas posturas enfrentadas. Shlomi Eldar terminó su intervención ayer en el muy interesante debate con el público posterior a la película – tras recibir un merecido y atronador aplauso de un público emocionado y puesto en pie – contando que alguien que aparece en su filme, un médico palestino que sufrió la pérdida de tres de sus hijas durante los bombardeos ha escrito un libro autobiográfico al que ha titulado “No Odiaré” y expresando su deseo de que su película, que por cierto ya ha podido verse tanto en Jerusalén como en Gaza, sirva aunque solo sea un poco para continuar ese viaje necesario a la paz que por cierto insiste que tienen mucho más claro los ciudadanos de a pie de ambos pueblos que sus a menudo ciegos gobernantes. Un arrollador comienzo de la Sección Oficial a concurso.

HARU’S JOURNEY. El peso de las circunstancias

La emoción siguió muy presente en el Teatro Isabel La Católica antes incluso de la proyección de la segunda película a concurso del día. Masahiro Kobayashi, director de Haru’s Journey, nos leyó una carta en la que nos informaba que todos los parajes de la película que estábamos a punto de ver ya no existían, arrasados por la reciente catástrofe del tsunami que asoló Japón hace unas semanas, algo que había arrojado, sin que esto fuera su intención pero de forma inevitable, una luz nueva a su película, dejándola como un testimonio casi documental de una zona que ya no existe como tal. Kobayashi reflexionaba así en voz alta sobre las dolorosas nuevas lecturas que podían surgir de una película ya de por sí bastante emocional y dedicaba la misma a la memoria de los desaparecidos por la catástrofe, entre los que se encontraban muchos miembros del equipo técnico del filme y sus familiares.

Así las cosas, resultaba una tarea casi imposible desligar ese pensamiento y la emoción que provocaba de las imágenes de Haru’s Journey, una historia sencilla que cuenta el viaje de dos personajes, abuelo y nieta, obligados a emprender una especie de road movie cuando ella expresa su deseo de viajar a Tokio en busca de oportunidades para su futuro y él, un viejo pescador viudo y jubilado cuyo huraño carácter le ha mantenido alejado de su familia, ha de buscar entre sus hermanos a los que no ve desde hace años alguien que pueda ocuparse de él, pues su aparatosa cojera y otros problemas de salud le impiden valerse por sí mismo. La película arranca con fuerza, con ese magnífico abuelo interpretado por un gran Tatsuya Nakadai sobreactuando a propósito como si de un actor del cine mudo se tratara mientras es seguido por su nieta y el espectador se pregunta adonde se dirige la historia. El encuentro con el primero de sus hermanos, donde se presenta el conflicto que marca la película, resulta notable y solo la primera parada de un viaje que coquetea abiertamente con las raíces del melodrama clásico mientras describe el progresivo acercamiento entre esos dos personajes principales, abuelo y nieta, condenados a entenderse según van cubriendo etapas de su viaje.

Haru’s Journey es una película que explora la vigencia de ciertos valores tradicionales dentro de la cultura japonesa así como parece reivindicar la importancia de los lazos familiares incluso a través de dos personajes que no despiertan demasiadas simpatías en el espectador pese a lo trágico de su situación. La película navega de forma más que pausada – ésta es una de esas obras de cocción lenta en la mejor tradición de la narrativa clásica japonesa a la que hay que echarle ciertas dosis de paciencia – entre los buenos sentimientos, la ternura y el drama, punteada ocasionalmente por cierto sentido del humor que juega demasiado con el origen rural de ese abuelo que por momentos se convierte en un trasunto japonés del Paco Martínez Soria de La Ciudad no es para Mi. La película se alarga de forma innecesaria en su resolución provocando que sus muchos buenos momentos – la primera noche en un hotel con el sake, el encuentro con la dueña del restaurante en una de sus paradas o todo lo que sucede en el pequeño hotel que regenta la hermana mayor de Tadeo – se diluyan pese al hábil recurso de desplazar el punto de vista del viaje desde el personaje de Tadeo hacia el de su nieta en el tramo final del filme. Tampoco ayuda demasiado una música a todas luces demasiado intrusiva que está de forma constante sugiriendo al espectador lo que debe sentir cuando las imágenes de Kobayashi son más que suficientes a este respecto, malogrando por exceso lo que la minimalista puesta en escena del japonés, poco dado a excesos tras la cámara, consigue con la inmediatez de la misma.

En cualquier caso Haru’s Journey es una película estimable que se deja ver con no poco agrado y que cuenta con excelentes interpretaciones no solo a cargo del veterano Tatsuya Nakadai cuya presencia casi justifica por si sola el visionado del filme sino del resto del reparto. Es posible no obstante que la declaración inicial de Kobayashi y la conciencia por parte del espectador de que todo lo que está viendo en pantalla ya no existe tras el paso del tsunami hagan que éste se proteja ante tal acumulación de emociones, blindándose de forma natural ante las mismas. Pudiera ser que esas circunstancias sobrevenidas imposibles de evitar condicionen la lectura de un filme que en ningún caso pretendía ser aquello en lo que va a convertirse de forma inevitable con el paso del tiempo, huella y memoria de algo perdido para siempre. Demasiado peso emocional para una historia mucho más sencilla que ya de por sí jugaba abiertamente con esa baza.

domingo, junio 05, 2011

CINES DEL SUR 2011 Un festival superviviente

Contra viento y marea, en medio de unos muy drásticos recortes presupuestarios que a punto han estado de conseguir la provocar del Festival, Cines del Sur sobrevive y afronta su quinta edición apostando fuerte por sus señas de identidad: calidad, cine inédito – en realidad “cine invisible” para nosotros - procedente de las cinematografías que forman parte de ese concepto tan difuso y a la vez tan fácil de identificar como “El Sur”. Un certamen yo diría que único en su propuesta, que cuenta con un respetable equipo de programación entre el que se cuenta gente tan solvente como Mirito Torreiro, Esteve Riambau o Gloria Fernández y por el que siempre he sentido mucho cariño y una especial vinculación: les vi nacer y he estado en todas sus ediciones salvo una, siendo siempre recompensado con obras excelentes que no habría descubierto de no ser por Cines del Sur. Además, estar en una ciudad tan hermosa y con tanto encanto como Granada ya compensa.

Diez películas componen la Sección Oficial, en la que podremos disfrutar de propuestas como Chantapras, la última película de Otar Iosseliani, una especie de divertido experimento al parecer autobiográfico, Haru’s Journey donde Masahiro Kobayashi retrata la provincia de Kobe ahora arrasada tras el reciente tsunami, bastante cine africano procedente de Egipto (Microphone, casi una premonición de la revolución popular que estaba por acontecer), Marruecos (Pegasus, con su no poca carga de denuncia social) o Sudáfrica (Life, Above All con una niña de doce años con madre enferma, para variar los esquemas habituales) y también latino con la mejicana Paraísos Artificiales de Yulene Olaizola primera incursión en la ficción de la autora del premiado documental Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo y la argentina El Invierno de los Raros de Rodolfo Guerrero, que retrata la vida de un grupo de personajes en un pequeño pueblo del interior del país.

Precious Life de Shlomi Eldar, un documental que muestra la lucha del propio director, periodista de profesión, por ayudar a una madre palestina para sacar adelante a su hijo aquejado de una enfermedad hereditaria en un hospital israelí, The Light Thief, una incógnita procedente del Kirguistán que promete mostrarnos como se sobrevive en el dia a dia de uno de esos estados pequeños surgidos tras la desmembración de la Unión Soviética y la magnífica película coreana Dance Town, una durísima historia sobre la huida de una mujer que huyendo del régimen comunista del norte ha de aprender a adaptarse a un país del que desconoce todo, vista ya en Berlin – lo que no me impedirá disfrutar de esta oportunidad de recuperarla que me brinda Cines del Sur – cierran la oferta a competición de este año que tendrán que valorar el Jurado compuesto por el director español Isaki Lacuesta, el productor y documentalista egipcio Basel Ramsis, la directora china Xiaolu Guo (ganadora en Locarno con She, A Chinese), el realizador y guionista indio Raj Kumar Gupta y el cubano Ivan Giroud, director del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana entre 1994 y 2010 y actual responsable de la Sala Berlanga en Madrid y de la programación del Instituto Buñuel.


Fuera de la Sección Oficial tendremos cuatro películas más en Itinerarios: Guzaarish, una especie de remake Bollywood de Mar Adentro en clave dramático-musical (!!) Mama Africa, documental de Mika Kaurismaki sobre la gran dama de la canción del África subsahariana Miriam Makeeba; The Lighning Tree donde el japonés Riuchi Hiroki recrea el mundo samurai desde una perspectiva original y All About Love, comedia de enredos sentimentales provocativa en su tratamiento de la bisexualidad de la mano de la cineasta china Ann Hui. Luego, por supuesto, están las retrospectivas. En este año en el que la falta de presupuesto ha implicado la práctica desaparición de la prensa invitada y por lo tanto, la decisión de eliminar los pases de prensa matutinos por simple sentido común ante la falta de los habituales destinatarios de los mismos, provoca la paradoja que en el primer año que puedo quedarme el festival completo en Granada estoy condenado a perderme por simple falta de tiempo la práctica totalidad tanto la interesante retrospectiva dedicada al documentalista argentino Andrés Di Tella, cronista de los últimos veinte años de historia de su país desde un tratamiento frontal, imaginativo y a menudo polémico que me habría encantado tener ocasión de descubrir o la divertida sección Bollywood en Negro en el que se recuperan varios títulos de esa inabarcable y desconocida cinematografía que es mucho más que los musicales que asociamos a la marca Bollywood: Company, Ab Tak Chhappan, Omkara, Johnny Gaddaar, A Wednesday, Raajneeti o la más reciente No One Killed Jessica conforman una selección que repasa los diez últimos años del género negro rodado en el país indio. Espero poder ver al menos alguna, aunque su proyección en el algo más distante Teatro Caja Granada me lo pondrá difícil. Por último, cinco películas africanas componen la retrospectiva Cine Premiado en FESPACO, el Festival Panafricano del Cine y la Televisión de Ouagandougou, capital de Burkina Fasso, creado en 1969 que es quizás la cita más importante del audiovisual africano: Waiting for Happiness, Teza, Drum, Les Saignants y Enough!

Así pues, terminando por donde empecé, la propuesta de esta quinta edición de Cines del Sur promete ser capaz de sobreponerse a sus dificultades presupuestarias como debe hacer cualquier certamen comprometido con sus señas de identidad más reconocibles: apostar por la línea de calidad y descubrimiento del cine invisible que siempre le ha caracterizado y, a lo largo de esta semana, ofrecer a Granada y a todos los que por aquí pasamos un menú tan variado como presumiblemente jugoso al que hincarle el diente. Cuestión bien diferente es lo de siempre, comprobar si los habitantes de esta preciosa ciudad que acoge tan estimulante certamen apoyarán como sería deseable una propuesta de estas características, sin estrellas de relumbrón y mínimo poder mediático, que compensa con su apuesta por la calidad y por un cine impensable de ver en nuestro país no ya por los cauces de distribución habituales, sino en otros certámenes. Esperemos que así sea: Cines del Sur necesita desesperadamente que el público de Granada apoye su festival. El fantasma de la desaparición por falta de medios aun está muy presente. Y sería una verdadera lástima que un festival como éste no disfrutara de la continuidad que sin duda merece.