lunes, junio 27, 2011

RESACON 2 Receta Recocinada

Hace un par de años, a propósito de Resacón en Las Vegas, escribía que el acierto principal de Todd Philips había sido saber sublimar ese sentimiento de nostalgia por los excesos desenfrenados propios de unos irredentos Peter Pan ante la certeza de la proximidad de una responsabilidad sobrevenida a través de la exaltación de ciertos ritos masculinos sin ir en realidad demasiado lejos en su incorrección o su capacidad de subversión, ya que sus protagonistas acababan por utilizar dicha inenarrable experiencia para encauzar sus vidas y hasta madurar, lo que daba al conjunto un cierto tufillo moralista que pasaba desapercibido para la mayor parte del personal, hábilmente subyugado mientras se imaginaba a si mismo haciendo el cafre en ese patio de recreo para adultos engordado por el cine que es Las Vegas.

La jugada le salió redonda a Philips que, lejos de desanimarse ante la perspectiva de repetir aquel enorme éxito en taquilla, se ha tirado de cabeza a aplicar el manual básico por el que se rige cualquier secuela que se precie en Hollywood, consistente en repetir la jugada manteniendo intacto reparto, estructura y desarrollo argumental de la misma pero eso sí, buscando la forma de elevar el nivel de osadía sometiendo a sus atribulados protagonistas a situaciones aun más bestias o disparatadas, de tal forma que nadie pueda sentirse mínimamente decepcionado. Así, Philips se lleva su manada a Bangkok, lo que le permite jugar con el choque cultural y afirmar de paso el carácter global de su propuesta ya que, como muy gráficamente enseña Alan (Zack Galifianakis), hay ideas como que un mono simule hacerle una mamada a un monje, que resultan graciosas en cualquier cultura. Es el mismo principio que explica que Torrente sea un fenómeno en Argentina, por ejemplo.

Tras una media hora inicial soporífera en la que tienes la sensación que aquello no va a arrancar nunca mientras los guionistas buscan la mejor forma de que comulguemos con la repetición de la premisa lo que en el primer filme eran un tigre, un bebé abandonado, un diente arrancado y un novio perdido al que encontrar se convierten en un mono, un dedo cortado, un cantoso tatuaje y un cuñado al que encontrar. Tal cual. Bangkok, con sus costrosos moteles a lo Apocalypse Now, la barrera del idioma y la sensación de territorio salvaje donde uno puede perderse hasta el punto de no retorno – la exaltación del hedonismo incluye en su momento más álgido la posibilidad de una redefinición de la identidad sexual que podría interpretarse como un atrevido alegato por la diversidad – reproduce y amplía las posibilidades de Las Vegas como territorio del pecado mientras nuestros muchachos se afanan una vez más en reconstruir sus pasos en medio de una resaca amnésica tras otra descomunal noche de juerga.

Nada nuevo bajo el sol. Igual que juega a su favor la excelente química de un reparto entregado en el que Ed Helms atraviesa fronteras de humillación con un desparpajo envidiable, Bradley Cooper aporta el punto despreocupado y el enorme talento cómico entre marciano y tierno de Zach Galifianakis parece francamente desaprovechado aun siendo de nuevo lo mejor de la función, también juega en su contra esa inevitable sensación de falta de frescura ante la repetición de una fórmula con poca capacidad de sorpresa en la que se le otorga un inexplicable protagonismo a uno de los personajes más secundarios del primer filme y por el que desfila un Paul Giamatti con cara de no saber muy bien qué demonios pinta allí.

Personalmente, no siendo precisamente un fan de la primera película, a la que no obstante le reconozco cierta dosis de simpatía y algún gag afortunado, les confieso que en esta secuela me costó dios y ayuda encontrar algún motivo para sonreír o siquiera mantenerme interesado. De hecho, solo la afortunada escena del flashback en el que Alan se visualiza a si mismo y a sus colegas de correrías como un grupete de apocalípticos infantes abandonados a todo tipo de excesos tóxicos y los créditos finales salvan la cara de una secuela que tiene el inconfundible sabor de una receta precocinada y sin duda demasiado recalentada: distraerá el estómago pero ni de lejos alimenta.


LO MEJOR: Los créditos finales, con esas inenarrables fotos que, al igual que en la primera película, desvelan todo lo ocurrido la noche anterior. Toda una salvaje ráfaga de subversión gamberra destinada a golpear nuestras retinas y dejar un puñado de imágenes imborrables. Incluso aun y cuando quisiéramos poder borrar algunas.


LO PEOR: La sensación de déjà vu de una formula repetida de una manera tan mimética – cameos y cancioncillas incluidas - que su capacidad de sorpresa resulta prácticamente nula. Y que la marciana comicidad de Zach Galifianakis está bastante más desaprovechada.


¿POR QUÉ… sus responsables no se dejan de tonterías y en una futurible tercera entrega no se tiran de cabeza directamente a mostrarnos de forma lineal toda esa noche de excesos descabellados? Total, uno vuelve a quedarse con la sensación que sería una película mucho más divertida y brutal…


Este artículo se publicó el lunes 27 de Junio en el Periódico Voz Emérita

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