miércoles, junio 08, 2011

Cines del Sur 2011 J03: Pegasus, Dance Town

PEGASUS, Algo se mueve en Marruecos.

La primera palabra que me viene a la cabeza para tratar de definir esta opera prima de Mohamed Mouftakir es insólita. Insólita por su temática, que mezcla sin rubor cuestiones relacionadas con la identidad de género, violencia infantil, traumas mentales, superstición, caballos, seres demoníacos y un contundente retrato de un estado general de las cosas en ciertas zonas rurales que pone los pelos de punta. Insólita asimismo por su tratamiento visual, que recupera de forma arriesgada y a contracorriente de toda tendencia presente en el cine de hoy en día un simbolismo repleto de metáforas visuales que juega de forma constante con las expectativas del espectador hasta inducirle una suerte de trance que casa bien con el caos mental de la traumatizada protagonista de la historia. Insólita finalmente, y no menos importante, por la procedencia de la película, un Marruecos donde sin duda algo debe estar moviéndose en los últimos tiempos para que una película tan dura como ésta, en la que no faltan temas muy escabrosos, una fuerte denuncia social y algún desnudo que otro haya sorteado sin demasiados problemas la censura de su país y se haya estrenado en las salas, donde ha podido ser vista por varios miles de marroquíes.

Pegasus narra la historia de una traumatizada chica de campo que ingresa en un sanatorio mental con claros signos de violencia y embarazada, repitiendo sin cesar que va a venir a buscarla un demonio al que llama El Señor del Caballo. El director del centro encarga a una psiquiatra que también parece hacer frente a sus propios demonios personales, que se encargue del caso, se gane la confianza de la chica y llegue hasta donde sea necesario para averiguar lo que ocurrió y la identidad del padre. Hasta aquí, todo más o menos convencional, aunque la puesta en escena de Mouftakir genera una atmósfera onírica que nos hace desconfiar desde un primer momento de lo que vemos en pantalla, una sensación creciente que nos acompañará todo el metraje. La historia se desdobla para contarnos el pasado de la chica, obligada desde que era una niña por su padre, un jefe tribal de una de esas aldeas remotas del interior, a asumir una identidad de varón para asegurar la continuidad de su liderazgo, lo que como ustedes pueden imaginar le genera a la pobre niña todo tipo de conflictos personales y de relación con los demás. Y es que la cosa, créanme, va bastante más allá de vestirse de una determinada manera, convirtiéndose en un proceso que por momentos pone los pelos como escarpias.

Con semejante panorama, es natural que la película se apoye de forma constante entre los simbolismos más o menos evidentes que expresan con imágenes lo que la traumatizada moza es incapaz de verbalizar o siquiera confesarse a sí misma. Mouftakir aprovecha esa atmósfera irreal para colar un buen puñado de denuncias muy reales, consiguiendo llevar al espectador a golpe de metáforas visuales a un terreno de desconcierto en el que éste juega a adelantarse al siguiente paso solo para ver como el director, hábil prestidigitador que se guarda alguna que otra carta en la manga, a veces cumple las expectativas y a veces las destroza con la ventaja que le ofrece jugar en un terreno en el que nada es del todo lo que parece y cualquier cosa puede ocurrir, sin que ello signifique necesariamente que sea algo arbitrario. Lo que les digo, una obra bizarra, impactante y algo friki que por momentos puede recordar aquella canónica Repulsión de Polanski – la referencia al polaco no es gratuita: además de Repulsión hay otro guiño final al mismo bastante evidente -, girar a lo Shyamalan o lanzar fuertes cargas de profundidad que pueden gustar o convencer más o menos, pero desde luego lo que no hace es dejar indiferente: su atrevimiento formal y material la convierte en una película, ya les digo, insólita por triplicado.





DANCE TOWN, Un panorama desolador

La premisa de partida de la tercera película del coreano Jeon Kyu-hwan tras Mozart Town y Animal Town resulta francamente interesante por partida doble. En primer lugar porque se atreve a mostrarnos la vida cotidiana de una pareja en Corea del Norte, ese régimen demencial y arbitrario donde cualquier infracción de las rígidas normas del mismo puede salirte muy cara y del que muchos intentan escapar como pueden. Segundo porque cuando el marido de la pareja es detenido por la policía y su esposa Ri se ve forzada a escapar sola al sur abandonando la única vida que ha conocido hasta entonces, descubrimos lo que ocurre con esos refugiados de Corea del Norte que consiguen llegar al Sur: tras un estricto proceso burocrático para determinar si son verdaderos escapados del régimen o espías del mismo, el Gobierno les da la ciudadanía, les ofrece una vivienda y una pensión mensual y les anima a empezar una nueva vida desde cero olvidándose de todo lo que han dejado atrás. Casi nada.


Dance Town sigue así todo el proceso que vive Rhee (una esplendida Ra Mi-ran, fantástica en un papel complejo y muy exigente) mientras intenta adaptarse como puede a una sociedad completamente extraña y por momentos aterradora para ella pese al idioma común. En completa soledad y obligada por las circunstancias, Rhee no tiene más remedio que salir adelante y aventurarse a relacionarse con los demás mientras espera a que su marido pueda algún día escapar y reunirse con ella. Lo verdaderamente interesante de esta magnífica y demoledora película no es ya la forma en la que Rhee afronta todo el proceso, sino todos los personajes que la rodean, espejos que Jeon Kyu-hwan coloca delante de ella para reflejar una realidad, la de Corea del Sur, que lejos de resultar el paraíso idílico y lleno de ventajas que a primera vista podría parecer para alguien que viene de sufrir la falta de libertades y las penurias del régimen comunista, es retratada como una sociedad fría, despiadada, cuyos habitantes sufren de parecida alineación, soledad, incomprensión y falta de comunicación. Como dice alguien en un determinado momento del filme, aquí y allí, todo es lo mismo.


Desde esa funcionaria insatisfecha y con deudas que sufre a una madre devotamente religiosa hasta ese policía solitario con tendencia a emborracharse que se interesa por Rhee pasando por una adolescente embarazada que decide abortar por su cuenta sin ni siquiera comentarlo con su madre o ese inválido solitario incapaz de encontrar un sitio donde vivir ni enfrentarse a su triste vida, todos los personajes de Dance Town pueblan la ciudad como verdaderos fantasmas, seres solitarios y doloridos que acarrean sus dramas cotidianos a cuestas sin que parezca vislumbrarse en el horizonte ninguna salida. El retrato que Jeon Kyu-hwan hace de su sociedad resulta tan demoledor que esa angustia existencial se va trasladando de forma implacable al espectador, atrapado en la butaca consciente a la vez de estar viendo una magnífica película y sufriendo ese dolor vital como si fuera propio.

Porque si algo tiene Dance Town es que es una película rodada de forma primorosa, medida tanto en su puesta en escena como en un sentido del encuadre en la que cada plano tiene un sentido y una función. El montaje, el ritmo pausado, el impecable trabajo de los actores… todo en Dance Town se conjuga para dar forma a una obra más que notable que en su tramo final golpea de forma implacable al espectador hasta por tres veces consecutivas, cada una más fuerte que la anterior, poniendo a prueba su capacidad de aguante y dejando en el aire una pregunta ¿se puede disfrutar a fondo de una película que construye con semejante brillantez una propuesta tan desoladora? Personalmente puedo decirles que es la segunda vez que paso por la experiencia tras descubrirla hace unos meses en Berlín y mi respuesta es afirmativa: Dance Town es una película tan magnífica que merece la pena pasar por el trago tan amargo que supone enfrentarse a ella. Les aseguro que no es un acto de masoquismo, sino de genuina pasión por todo lo que el gran cine puede llegar a hacerte sentir desde la pantalla.


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