miércoles, enero 25, 2012

LOS DESCENDIENTES La amplitud de una mirada humanista


Si uno cometiera el error de crearse sus expectativas sobre Los Descendientes en base únicamente a su argumento, lo más normal es que saliera huyendo a las primeras de cambio: la historia de un abogado de éxito absorbido por su trabajo al que el accidente de su esposa la deja en coma y le obliga a replantearse su relación con ésta, con sus dos problemáticas hijas y hasta el sentido de su existencia parece propia de un temible telefilme de sobremesa. ¿Qué tiene pues Los Descendientes para, con un argumento en apariencia tan convencional, ser una de las películas más estimulantes y deliciosas de los últimos meses? La clave no es otra que Alexander Payne, que sabe dotar a los personajes de sus historias de una inusitada humanidad a la que no hay quien se resista. Nada nuevo: pese a las diferencias argumentales de Election, A Propósito de Schmidt o Entre Copas, todas ellas eran historias que giraban en mayor o en menor medida en torno a la idea del fracaso y quizás redención de hombres perdidos en profundas crisis de identidad que emprenden o se ven obligados a realizar un itinerario más que físico emocional tras el cual no serán los mismos.


Payne recurre de nuevo a la voz en off (qué difícil sigue siendo usar bien ese recurso narrativo hoy en día) y a esa admirable habilidad que le permite clavar personajes con apenas un par de trazos para construir una historia que navega con desarmante facilidad entre el drama y la comedia o, mejor dicho, consigue que un drama desgarrador se presente ante el espectador como una comedia ligera y adentrarse en sus vertientes más dolorosas sin alzar jamás la voz ni enfatizar nada, como relativizando la importancia del proceso que atraviesa Matt King y aquellos que le rodean. Es un pequeño milagro: si uno se para un instante a considerarlo, la historia que narra Los Descendientes resulta de una dureza considerable. Pero Payne rebaja su crudeza sin que por ello se resienta lo más mínimo su profundidad emocional. Muy al contrario, lo que narra cala y persigue al espectador hasta mucho después que se encienden las luces. Como deben hacer las buenas historias.


Payne tiene un gran aliado en un George Clooney magnífico capaz de conjugar vulnerabilidad y determinación en su personaje, ese improbable “rey” de su mundo que sin embargo se pasea por el mismo desconcertado y superado por todo lo que le rodea, que interioriza el tremendo desgarro interior que sufre y exterioriza una imagen a ratos patética y a ratos furiosa por su incapacidad de controlar todo aquello que debería estar bajo su mando. No le van a la zaga ni sus hijas – ojo a ese descubrimiento llamado Shailene Woodley – ni ese patán añadido al viaje que luego se revelará como un firme apoyo.


La amplitud de miras de Payne, capaz de presentar al suegro de King como un arrogante cabronazo y a la vez un padre roto por el dolor, un solo ejemplo de las múltiples ocasiones – solo hay que ver los dos monólogos tan distintos en forma y tono que King mantiene con su yaciente esposa – en las que Payne consigue eso tan difícil de mostrar a los seres humanos como caras opuestas de una misma moneda, permite a Los Descendientes configurarse como una obra llena de contrastes pero rica en matices y por encima de todo, profundamente humanista en el más amplio sentido del término.


Todos tienen sus razones. Payne se esfuerza en que entendamos y queramos a las criaturas que pueblan su pantalla, acaso porque reconocemos en sus contradicciones, sus flaquezas y sus miserias las nuestras propias. Pero también nuestra capacidad de sobreponernos a ellas. La familia, ese archipiélago de islas, puede tender puentes en la transmisión de las herencias recibidas, en la comunión ante el dolor y la pérdida o en la necesidad de comprender y la pueril venganza. La realidad que se oculta tras las apariencias, tras las mentiras, incluso aquellas que nos contamos a nosotros mismos, vuelve a ser el eje sobre el que gira la película de Payne. Pero la sensación que queda no es ni la de un angustioso fracaso ni la de una rotunda redención. Es poco más que un nuevo y acaso esperanzador comienzo.