lunes, mayo 23, 2011

PIRATAS DEL CARIBE 4: En Aguas Cansinas

Lo reconozco, me produce una infinita pereza escribir estas líneas sobre la cuarta entrega de Piratas del Caribe, forzada e inevitable prolongación de una de las franquicias más exitosas económicamente de los últimos años que navega decidida a conseguir un suculento botín en forma de nueva trilogía para el afamado productor Jerry Bruckheimer. Cambiamos de director y de algunos de los rostros más emblemáticos de la saga, pero mientras Johnny Depp siga teniendo ganas de divertirse y hacer caja con esa especie de icónica mamarracha de nuestros tiempos que atiende al nombre de Jack Sparrow, siempre habrá alguien dispuesto a soltar pasta para poner de nuevo en marcha la atracción de feria en la seguridad de que las salas volverán a llenarse de espectadores poco exigentes bien provistos de palomitas y coca-cola que, inevitables gafas 3D en ristre (por cierto, aviso para navegantes: este es uno de esos casos por desgracia cada vez más frecuentes en los que la forzada conversión al 3D no aporta absolutamente NADA a la película, así que háganse un favor a sí mismos, véanla en 2D y ahorren un poco), recibirán satisfechos aquello que han ido a encontrar en la sala.

Es la ley más antigua: uno va a la sala como quien se monta en la montaña rusa, se sienta, se abrocha el cinturón y hala, a disfrutar del vértigo de las curvas en cuanto la maquinaria se pone en marcha. No hay más que dejarse llevar al terreno conocido de una fórmula que se repite ante las retinas con aires de ritual. Que si Jack Sparrow haciendo gala de su habitual cóctel de amaneramiento, irreverencia y cinismo inmerso en una persecución, que si la enésima variación mínima de la reconocible melodía de la BSO, que si el capitán Barbosa – un Geoffrey Rush cuya presencia siempre es de agradecer - ahora al servicio del pérfido inglés y buscando venganza, que si una tripulación que reunir, una coreografiada peleíta a espadas por aquí, un tesoro que encontrar con elementos fantásticos por allá… en fin, que nadie que sepa a lo que va puede sentirse defraudado. Salvo que cometa el error de pensar por un instante si todo lo que ocurre en la pantalla tiene un mínimo sentido, claro. Entonces puede darse por perdido.

Vamos con las novedades: Rob Marshall sustituye a Gore Verbinski detrás de la cámara. Y a priori, uno diría que el director de musicales como Chicago o Nine no tendría problemas en sacar partido de unas escenas de acción que no dejan de ser coreografías más o menos complejas. Pues no. El hombre, quizás algo abrumado con tanto efecto visual, se lía un poco y no hay nada en esta cuarta entrega que supere a sus precedentes en este campo, resultando de lo más planito y funcional. Luego están los secundarios: caídos del barco Orlando Bloom y Keira Knightley, su lugar lo ocupan por orden de importancia una esforzada Penélope Cruz cuya química con Sparrow es simplemente nula y un cura que no me pregunten por qué, se empeña en mantener un romance con una sirena. Y Disney tan tranquila. También pasea por allí el temible Barbanegra para suplir al tentacular Davy Jones. Y aunque el siempre fiable Ian McShane le da cierto puntito malévolo tampoco su villano es de los que despierta pasiones por más que el rollo algo malsano que se trae con su hija Angélica, esa Penélope Cruz con complejo de Edipo, resulte de lo más curioso. Y Disney tan tranquila, insisto.

Piratas del Caribe 4, pese a apoyarse en las constantes de siempre, hace tabla rasa de las películas precedentes y se olvida un tanto del punto de locura a ratos surrealista que marcó la trilogía anterior, especialmente en su desmadrada tercera entrega. El guión, por llamarle algo, se limita a llevarnos de pantalla en pantalla a lo largo de un metraje desmesurado de dos horas y media en el que se suceden disparates, caprichos de guión, chistes sin demasiada gracia y ese omnipresente plumero andante que es Sparrow agitándose mucho no vaya a ser que alguien se pare a pensar un segundo y se desmonte el chiringuito. Porque de eso se trata, de deglutir sin cuestionarse nada. Al fin y al cabo, solo es una película de piratas. Olvidan los que esgrimen tal argumento que hay películas de piratas maravillosas, con personajes e historias que te acompañan de por vida, con guiones que no inducen al sonrojo, donde no miras al reloj constantemente esperando a que aquello que se supone que debe entretenerte termine de una maldita vez. Ese y no otro es su imperdonable pecado.


LO MEJOR: El episodio con las sirenas, que comienza con un sugerente rollo erótico-festivo para después ofrecer al espectador una de las pocas ideas originales e interesantes del filme.

LO PEOR: La sensación de aburrimiento y cansancio que te invade de forma progresiva según el filme va avanzando. Es como si te fuera drenando la energía poco a poco hasta agotarte.

¿POR QUÉ… se empeñan los guionistas en esas tramas secundarias tan carentes de interés? Sorprende que nadie se haya dado cuenta que el conato de romance entre el cura y la sirena es una soberana estupidez o de la lógica falta de química entre Jack Sparrow y Angélica.

lunes, mayo 16, 2011

MEDIANOCHE EN PARIS, Cualquier tiempo pasado (no) fue mejor


Hay una parte del cine de Woody Allen que surge de una idea brillante, una inspirada ocurrencia con enormes posibilidades desde la cual el realizador neoyorquino se aplica en construir todo un entramado de personajes y situaciones por lo general bastante divertidas para, tirando después con habilidad del hilo de la misma, llevar al espectador por terrenos insospechados consiguiendo que éste se encuentre en terreno familiar y desconocido a la vez. Medianoche en París, hermosa carta de amor a la última ciudad europea que le ha acogido en esa especie de exilio de resultados desiguales que marca su filmografía en este siglo, pertenece (salvando las distancias en ciertos casos, claro) al mismo género que Zelig, Alice, La Rosa Púrpura del Cairo, Desmontando a Harry o Melinda y Melinda, obras todas ellas que más allá de su resultado final parecen responder a ese estímulo irresistible que Allen siente por exprimir esa feliz ocurrencia hasta sus últimas consecuencias.

Tras una introducción en la que si uno no ha tenido la suerte de conocer esa maravillosa ciudad que es París siente la tentación de correr a la agencia de viajes más cercana para salir en el próximo vuelo, Allen nos sitúa en territorio conocido: Gil, un escritor en crisis a punto de casarse, intenta convencer a su futura esposa para que se instalen en la capital francesa, ya que eso le permitirá encontrar la inspiración al vivir en los mismos ambientes que sus héroes, esos escritores y artistas que frecuentaron la ciudad de las luces en sus adorados años 20. La incomprensión de su prometida y la presencia de un pedante pelmazo que se la camela con insufribles disertaciones sobre el arte hacen que Gil – al que da vida un inspirado Owen Wilson, sorprendentemente acertado en el tono entre confuso y maravillado que debe dar a su personaje - busque refugio en sus paseos nocturnos por París donde, sin comerlo ni beberlo, se ve transportado en el tiempo a su época favorita y empieza a alternar con gente como Scott Fitzgerald, Ernst Hemingway, Gertud Steiner, Cole Porter, Buñuel, Picasso o Dalí. Casi nada.

A partir de esa jugosa idea llena de posibilidades, tan sencilla como alleniana, la película se mueve con notable habilidad entre varios registros superpuestos. Por un lado está la irresistible comicidad que desprende esa visión entre la caricatura y el homenaje que Woody nos ofrece de esos grandes artistas de principios de siglo XX: resulta impagable ver a Hemingway buscando bronca, a Dalí desvariando sobre rinocerontes (divertidísimo Adrien Brody) o a Picasso defendiendo pasional su obra.

Por otro lado Medianoche en París exhibe un contundente romanticismo, con Gil enamorándose hasta las trancas (¿quien no lo haría?) de una deliciosa Marion Cotillard que ejerce de musa de artistas, lo que nos devuelve un Allen bastante más tierno y menos despiadado con sus criaturas que en sus últimas películas – su defensa de algo tan simple y hermoso como un paseo bajo la lluvia en compañía desprende encanto y una inocencia casi naif a partes iguales – y que aboga por la belleza compartida o la simple tranquilidad de espíritu como clave de una cierta felicidad.

Pero es en el último tramo de la película donde Allen, tras seducirnos con una propuesta mucho menos liviana de lo que aparenta y hacernos reír a modo con su habitual surtido de líneas ingeniosas e ideas jugosas, saca a relucir el talento que le hace un cineasta único y tras un memorable gag sobre El Ángel Exterminador y Buñuel que compensa por sí solo el visionado de la película, aplica una maravillosa vuelta de tuerca a su propuesta inicial y ofrece una tan desoladora como absolutamente genial reflexión sobre la futilidad de la nostalgia, la enorme pérdida de tiempo que supone esa querencia tan humana de lamentarse por no haber vivido en un pasado idealizado que, lejos de ser mejor como reza el dicho, como mucho es simplemente anterior. Y además sin aire acondicionado.


Y aquí es donde, tras el esplendido cierre, uno se detiene un momento a valorar lo que acaba de ver y resuelve seguir el ejemplo de Allen ¿De que sirve lamentarse por el hecho de que quizás las mejores películas de su filmografía ya hayan pasado ante el maravilloso regalo que supone tener año tras año una nueva muestra de su genio? La vida es como es: disfrutémosla según nos viene.

LO MEJOR: Que Woody Allen, siendo fiel a sí mismo y perfectamente reconocible, sea capaz aun de sorprendernos con una película tan llena de inteligencia, romanticismo y belleza como ésta
LO PEOR: Habrá quien se pierda entre tanta referencia cultural y no pille algunos de sus chistes.
¿POR QUÉ… ese empeño por armar tanto revuelo con la presencia de Carla Bruni en la película, cuando su trabajo se limita a un par de escenas que por cierto resuelve de forma más que eficaz?

Este artículo, levemente modificado, se publicó en el periódico Voz Emérita el 16 de Mayo

jueves, mayo 12, 2011

[Filmoteca] WINTER'S BONE Viaje a la America Profunda


El cine posee esa rara virtud de ser capaz de descubrirte aspectos ocultos de una sociedad que por mucho que uno sea consciente que existen, a menudo resulta necesario encontrárselos de frente para asumir que son reales. Eso ocurre con Winter’s Bone, soberbia película de Debra Granik que, muchos años después de que John Boorman nos helara la sangre en Deliverance con ese salvaje encuentro entre el hombre urbano y el paleto rural que tantas veces se ha visto reproducido con mayor o menor fortuna en decenas de películas de terror, nos devuelve al escenario de esa sociedad rural tan propia de la América profunda con sus propias leyes y rasgos casi endogámicos a los pies de las montañas Orzak, en el gélido sur de Estados Unidos, para desarrollar una historia a medio camino entre el cine negro y la pura supervivencia.

Ree tiene 17 años, una madre incapacitada por la demencia y dos hermanos pequeños de los que ocuparse. Sobrevive sin apenas recursos en un entorno áspero e inhóspito y hace frente con una entereza impropia de su edad a la vida que le ha tocado en suerte. Todo se complica cuando su padre, que ha salido de la cárcel bajo fianza, no se presenta al juicio y las deudas contraídas amenazan con arrebatar la casa a la familia. La desesperación obligará a Ree a emprender un arriesgado viaje para tratar de encontrarle antes de que sea demasiado tarde y lo pierda todo. Por supuesto la búsqueda de respuestas chocará de frente con una sociedad dominada por la violencia, el crimen y una ley del silencio que suponen un muro tan infranqueable como peligroso.


Lo más valioso de una película tan notable como Winter’s Bone no reside ni en la magnífica interpretación de una actriz a descubrir como Jennifer Lawrence que lidera un reparto que desprende credibilidad y fiereza, ni en la meticulosa forma en la que se desgrana poco a poco la información en esta trama de cine negro construida con precisión, ni tan siquiera en esos silencios hostiles y esos reveladores intercambios de miradas que generan una constante sensación de tensión y desasosiego, aunque todos ellos sean elementos a tener muy en cuenta. No, lo más interesante en mi opinión de Winter’s Bone es la ausencia casi total de referentes cinematográficos previos, lo que hace de la película de Granik – que estuvo nominada a cuatro oscar y ganó el Gran Premio del Jurado en Sundance – una rara joya del reciente cine independiente norteamericano. Si exceptuamos Frozen River, otra película en la que otra mujer desbordada por una situación angustiosa resolvía emprender en un paraje igualmente helado la peligrosa tarea de transportar inmigrantes ilegales por la frontera, cuesta encontrar un filme que describa con semejante fiereza esas sociedades casi paralelas que coexisten en una América mucho más compleja y diversa de lo que solemos pensar.

Es en ese retrato exhaustivo de un mundo inhóspito y poblado de secretos, mezquino caldo de cultivo del crimen cuyos integrantes no entienden más códigos que el de la violencia y el silencio donde Winter’s Bone encuentra sus mejores bazas, no solo en el peligroso periplo de Ree, cuyo miedo cada vez que se acerca a una de esas casas protegidas por feroces guardianas – lo del papel de la mujer en esa sociedad daría casi para todo otro artículo como éste – se siente de forma palpable por el espectador, sino también en la transmisión a las nuevas generaciones de esos códigos y valores que Ree aprende por la vía dura de forma natural.

En ese aterrador retrato de podredumbre moral en el que no obstante hay pequeños resquicios para la solidaridad e incluso cierta ternura – véase la evolución del personaje del tío de Ree que interpreta de forma contundente John Hawkes – y en el que ni siquiera la inteligente utilización del fuera de campo en determinados momentos nos evita el vértigo de mirar al horror de frente, es donde Winter’s Bone encuentra sus mejores argumentos para convencer al espectador de que se encuentra ante una película tan notable como insólita.


Este articulo apareció publicado en el periódico Voz Emérita el lunes 9 de Mayo de 2011

WINTER'S BONE EN DIAS DE CINE (REPORTAJE DE ALEJO MORENO)