sábado, diciembre 12, 2020

MY MEXICAN BRETZEL - No todo estaba inventado...

 

Este fin de semana llega a las salas de cine MY MEXICAN BRETZEL, una película que no podéis dejar escapar bajo ningún concepto porque en un año 2020 especialmente afortunado en lo que a descubrimientos de nuevas formas narrativas se refiere dentro del cine español, la asombrosa propuesta de Nuria Giménez Lorang brilla con luz propia. Estos días leí un titular referido a ella que rezaba “No todo estaba inventado en el cine” que he adoptado porque me parece especialmente apropiado y que da buena cuenta de la enorme importancia que tiene esta joya, que muchos descubrimos durante el confinamiento dentro de ese bálsamo que fue la edición online del Festival D’A de Barcelona el pasado mes de mayo, donde consiguió merecidamente el Premio del Público tras haber ganado Mejor Película, Mejor Dirección y Mejor Guión en la sección Cine Español de Gijón y el Premio especial Found Footage en Rotterdam.

Los Barret, Vivian y León, la pareja protagonista de esta película. O no.

My Mexican Breztel se abre con esta cita: "La mentira es solo otra forma de contar la verdad" atribuida a un tal Paravadin Kanvar Kharjappali. Y enseguida comienza una sucesión de imágenes de archivo de pilotos volando biplanos y recuerdos familiares filmados en Super 8. No hay diálogos. Apenas hay sonido y cuando lo hayla propia directora advirtió en su presentación de la película en el D'A que no hay que preocuparse por los silencios, que su película es que es asíentra de manera sorpresiva: un tren que cruza la pantalla, el vuelo de un avión, el jolgorio de una fiesta distante. Uno sabe intuitivamente que ese montaje de sonido no se corresponde con las imágenes que se han filmado y está viendo, entre otras cosas porque el Super 8 no registra el sonido ambiente.

León paseando su palmito por la playa...

Lo que sí hay son subtítulos sobre las imágenes. Se nos informa antes que empiecen a aparecer que dichos subtítulos son extractos del diario de Vivian Barret, la mujer que aparece en las imágenes que vemos. El dispositivo narrativo es claro: las imágenes se rodaron en su momento con un sentido… pero los subtítulos, siempre en primera persona con Vivian desgranando sus pensamientos más íntimos y el montaje de las imágenes con esos subtítulos nos narran otra historia muy diferente…

Con ustedes, Vivian Barret, la protagonista de My Mexican Breztel...

El juego que propone la directora Nuria Giménez es simplemente apasionante: uno sabe que esa colección de vacaciones, paseos turísticos por diversas capitales europeas y del otro lado del Atlántico más esos momentos de intimidad rodados en la década de los '50 y '60 del pasado siglo no tenían otra intención inicial que documentar esos instantes. Pero los subtítulos y el montaje crean, a partir de ellas, toda una apasionante historia. Y qué historia. De repente, nos vemos atrapados en una suerte de melodrama que podría haber firmado el mismísimo Douglas Sirk. Amor, frustración, infidelidad, insatisfacción, culpa, remordimiento, viajes, lujo... Todo creíble, todo inventado... El cine son 24 mentiras por segundo que crean algo absolutamente real que emociona hasta la medula.

Vivian sopesando las implicaciones de las difíciles decisiones que tendrá que tomar

La película es pues una preciosa joya en la que la verdad de las imágenes crea una historia falsa que a su vez se convierte en el cine más real posible. Un inteligentísimo y fascinante trampantojo en el que zambullirse hasta el fondo y perderse en su arriesgadísima apuesta. Para el recuerdo queda esa fascinante Vivian Barret, personajazo donde los haya y la forma de contar la historia de su vida dividida entre su realidad y su deseo, que a su vez es la historia de otra falsedad, ésta representada ante sí misma y los demás. Inmensa e inacabable.

El cine, la vida, la literatura...

My Mexican Bretzel es una propuesta novedosa que va mucho más allá del falso documental. Su hallazgo narrativo convierte lo banal en heroico, lo intrascendente en trágico, lo inocente en perverso, lo disfrutable en prisión y el amor en desencanto. Una película maravillosa, única… y posiblemente el descubrimiento más gozoso del cine español del 2020. Apuntad el nombre de su directora: Nuria Giménez Lorang. Conviene seguirle la pista muy de cerca en el futuro...

A ver si pueden ustedes discutirme que este plano no lo habría firmado el mismísimo Douglas Sirk en sus mejores momentos...

PD: Ah, por cierto: en esta reseña falta un dato que algunos considerarían fundamental para acabar de entender la redondez de la propuesta de My Mexican Bretzel, un dato que he ocultado a propósito. No os costará mucho trabajo encontrarlo si lo buscáis en otros artículos y os animo a hacerlo, porque cuando lo averigüéis (es algo que tiene que ver con el origen de los materiales con los que Nuria Giménez ha construido su película) le añadirá una capa más de grandeza a la propuesta. Pero en realidad es que ni tan siquiera es necesario saberlo para apreciarla en lo que vale... y yo también he aprendido de My Mexican Bretzel que no es necesario saber ni desvelar absolutamente todo...

MY MEXICAN BRETZEL EN DIAS DE CINE

lunes, diciembre 07, 2020

MANK - Elogio de lo poliédrico

 

A la hora de encarar el análisis de una película como Mank surge una primera dificultad ¿cuál de las numerosas formas de aproximarse a ella sería la más adecuada, teniendo en cuenta que prácticamente todas ellas son correctas y todas tienen un peso específico que no debería ignorarse? Empecemos por lo que NO es: cualquiera que se acerque a ella esperando encontrarse una película sobre Ciudadano Kane verá decepcionadas en gran medida sus expectativas, porque Mank, resulta hasta un punto absurdo afirmarlo teniendo en cuenta su título, gira alrededor de la figura del escritor Herman J. Mankiewicz, por más que su guión para la opera prima de Welles sea su trabajo más reconocido y el proceso de escritura de su primera versión el punto de arranque de la película.

Siguiendo con esa línea, podríamos desde aquí defender que Mank es una película que entra en el famoso debate acerca de la autoría de ese guión, que desató encarnizadas luchas entre los que lo atribuían prácticamente en exclusiva a Mankiewicz siguiendo la tesis defendida en su momento por la crítica Pauline Kael y los que defendieron en todo momento que Orson Welles jugó un papel igualmente esencial en su versión definitiva, con lo que entraríamos en el terreno del cine como una actividad esencialmente colaborativa, algo en lo que Fincher parece tener mucho que decir por su propia experiencia a lo largo de su carrera en Hollywood. 

También se podría decir que, en tanto en cuanto biopic de Herman J. Mankiewicz, Mank es una mirada entre descarnada y nostálgica al viejo sistema de estudios del Hollywood dorado de los años 30 y no andaríamos precisamente desencaminados. Si atendemos a su parte formal, se podrían escribir líneas y líneas sobre el homenaje visual que Fincher y sus colaboradores, muy especialmente su director de fotografía Erik Messerschmidt, han querido rendir a un estilo de hacer películas ya desaparecido y a partir de ahí, enhebrar un interesante discurso acerca de cómo una película que aparenta denostar a Orson Welles y ensalzar a Mankiewicz en el debate sobre la autoría del guión que decíamos antes, se empeña de forma tan denodada en homenajear de forma tan deliberada en lo visual a Ciudadano Kane, con guiños explícitos incluidos y qué nos dice esa tensión entre aparentes opuestos sobre las intenciones finales de Fincher.

Por otro lado, es difícil ignorar las poderosas lecturas políticas que hay en la película sobre el inmenso poder de manipulación del cine y cómo lo que se cuenta en ella acerca de la intervención de los noticiarios de los grandes estudios en la campaña a la elección de 1934 del Gobernador de California entre el republicano Frank Merriam y el demócrata Upton Sinclair entronca directamente con nuestro mundo de las fake news y la situación actual, por no mencionar que el complejo de culpabilidad del propio Mank, siquiera como inspirador o cómplice silente de aquellos actos determina en gran medida algunos de sus actos posteriores. Toda esa parte que no es estrictamente cine dentro del cine enriquece enormemente la propuesta y añade capas de significado a un filme mucho más complejo de lo que podría parecer a simple vista.

 

Tampoco debe ignorarse, como muy bien apuntaba Alejo Moreno en su pieza para Días de Cine sobre Mank, el componente freudiano que impregna toda la película, en tanto en cuanto Mank parte de un guión escrito por el propio padre del director, Jack Fincher, periodista, editor y guionista que falleció en el 2003 sin ver este proyecto convertido en una realidad por los impedimentos que los estudios pusieron a la visión que padre e hijo tenían del mismo y que ahora David Fincher, con el beneplácito de la carta de libertad absoluta que Netflix ha puesto en sus manos, lleva a cabo tal y como fue concebida, otorgando a la figura del guionista una suerte de reivindicación universal sin dejar de lado su partes más oscuras, algo que cuesta no ver como una carta de amor de un hijo hacia el oficio de su padre y un homenaje póstumo al mismo.


Finalmente, aunque no menos importante, Mank no deja de ser un cuento con moraleja incluida sobre un antihéroe con enormes claroscuros: si su descripción de Herman J. Mankiewicz deja claras su ácida inteligencia, su sentido irónico de la vida, su clarividencia a la hora de sacar partido de un sistema que apenas le exige explotar una mínima parte de su talento como escritor para vivir bastante bien y su indiscutible brillantez, el guión tampoco escatima recursos a la hora de pintarle como un alcohólico incorregible, un pobre tipo incapaz de utilizar su talento para algo mejor, un hombre frustrado porque es plenamente consciente de su condición de vendido al sistema, de su debilidad y sus incoherencias y muy especialmente, alguien con enormes remordimientos por su capacidad de hacer daño incluso a aquellos que le quieren y apoyan, a pesar de ser consciente de lo que conllevan sus actos.

Dirán ustedes que llevan leyendo un buen rato y que en realidad no estoy entrando a fondo en la película propiamente dicha, y la verdad es que no les falta razón. Pero en mi defensa diré que todos los enfoques anteriormente descritos han de tenerse en cuenta de forma simultánea a la hora de analizar los méritos y defectos de una película tan deslumbrante como melancólica y triste, que se afana por construirse a imagen y semejanza de esa Ciudadano Kane que siempre merodea entre las sombras desde su misma estructura narrativa. Fincher no se anda con disimulos: la película se articula alrededor de un tiempo presente – el de Mank construyendo postrado en una cama el primer borrador de la película en su encierro en un rancho, alejado de todas las tentaciones que dificultan su talento y con la ayuda de una eficaz secretaria (Lily Collins, muy correcta en su papel de guía del espectador) – y una multitud de flashbacks que son introducidos con líneas de un guión de cine, casi como si la película estuviera construyéndose a sí misma ante nuestros ojos, en el que se despliega todo el pasado de Mank. Exactamente igual que en Kane, cuya estructura Mank refleja de forma especular pero con una diferencia: aquí no hay un enigma que desentrañar, sino que Rosebud se ha hecho carne y es el propio Mank a quien la película va desmenuzando poco a poco, pieza a pieza, siguiendo un puntilloso recorrido que no deja aspecto ni recoveco de la fascinante y a ratos repulsiva personalidad de su protagonista sin tocar en su afán de crear un retrato poliédrico que si bien no justifica, ayuda a comprender sus decisiones y sus actos.

Aquí ya podemos bajar a un cierto nivel de detalle y alabar el excelente trabajo de un reparto muy ajustado donde Gary Oldman brilla con un papel que le permite ser excesivo sin caer en la sobreactuación, incisivo cuando la situación lo requiere e incluso por momentos ofrecer un lado más frágil y hasta tierno. A su lado, además de la ya mentada Lily Collins, conviene destacar a una estupenda Amanda Seyfred en el papel de Marion Davies, retratada de forma mucho más amable y seguramente certera de cómo ha pasado a la historia, una característica que comparte con el William Randolph Hearst que incorpora Charles Dance: ambos aceptan y toleran a Mank valorando su inteligencia incluso cuando su comportamiento no invitaría precisamente a tolerarlo. Los dos protagonizan algunos de los pasajes más hermosos de Mank: el paseo nocturno en los jardines de Xanadu repleto de complicidad entre Mank y Marion Davies (con referencia a Dulcinea incluida) tras una charla posterior a una cena que se complica o la soberbia secuencia de la cena de disfraces, donde un borracho Mank enhebra una quijotesca visión del joven y ahora corrompido Hearst – sobre la que posteriormente construirá su borrador – sin advertir que su propia figura también pelea contra molinos de viento y es tan quijotesca o más que la del propio Hearst, quien le devuelve a su triste realidad de ‘mono de feria’ de esa corte de la que le expulsa sin más aspavientos que una simple amonestación que hiere mucho más que el abierto desprecio, una escena que Fincher monta en paralelo con la discusión entre Welles y Mank en el rancho una vez el primero se ha apoderado del guión para hacerlo suyo, otra devastadora derrota más que sumar en el debe del fracasado escritor.

Fincher, del que ya conocemos su gusto por el detalle, no pierde ocasión de dejar clara su postura sobre Hollywood. Aunque su mirada tenga su punto de nostalgia, que hará felices a todos los que puedan reconocer los numerosos personajes reales y homenajes que hay en el filme – y que deberán solo a su cultura general, pues el filme no se detiene en explicaciones sobre quién es tal o cual – escenas como el paseo de Louis Mayer para dar un cínico discurso a sus empleados sobre la necesidad de reducirse sus sueldos para salvar el estudio, la divertida reunión de los guionistas a sueldo con David O’Selznick y Josef Von Sternbeck para venderles un argumento para una película o los sucesivos encontronazos dialécticos de Mank con un insidioso pero eficaz Irving Thalberg dejan bien a las claras el vitriolo respecto del tema que supuran unas líneas que se diría muy inspiradas por el estilo de Aaron Sorkin, lo cual no es sino el mayor elogio que un servidor puede hacer sobre el estilo de Jack Fincher pulido por Eric Roth, como saben muy bien quienes me conocen y siguen.

Por lo demás la película gana en las distancias cortas, sea en la precisa descripción de la relación de Mank con su esposa, esa “pobre Sara” – excelente Tuppence Middleton - a la que no le hace falta mucho espacio para asentar su papel de ancla en la vida del escritor o la de Mank con su hermano Joseph (Tom Phelprey) que trata de advertirle sobre los riesgos que corre y aun peor, las injusticias que su texto comete, especialmente con Marion Davies, una herida de la que tanto el escritor como el espectador es consciente, en especial de la crueldad que supone que ese retrato surja de una ingenuidad como la de la magnífica escena de la despedida del estudio de Davies que entronca con la parte política del filme, cuando Mank le pide que hable con Hearst para que detenga los noticiarios, un momento particularmente logrado y definitorio de la parte más oscura de su protagonista en su reacción al separarse de ella.

Quizás la mejor definición que pueda darse de una obra tan poliédrica y rica como Mank sea una que se utiliza a menudo para hablar de Ciudadano Kane, que no deja de ser un fascinante puzzle de innumerables piezas que trata de recomponer ese enigma que fue Herman J. Mankiewicz y sobre el que podría seguir dando vueltas un buen rato tocando más aspectos que merecerían cierto desarrollo, como la referencia (real) a la ayuda que Mank prestó a un buen número de refugiados judíos para que llegaran a América desde Europa, sus relaciones con el sindicato de guionistas – un espacio que debería haber sido propicio para sus ideas de izquierda y del que sin embargo siempre huyó por miedo a las repercusiones laborales que podría implicar – retratadas con cierta ambiguedad o su abierto desprecio por la ignorancia de quienes tenían las riendas de los estudios en su época – el retrato de Louis Mayer es devastador en este aspecto, incluyendo una frase en la que dice ignorar lo que son los campos de concentración – pero de la misma forma que la película se cierra con esa escena en la que Mank habla de la ausencia de Welles y él de la ceremonia de los Oscar donde se les concedió la estatuilla a Mejor Guión y suelta una venenosa perla al respecto, conviene cerrar este artículo con la sugerencia de una reflexión sobre lo que implica que una película como ésta, que estrenada en salas convencionales en ausencia de una pandemia quizás podría haber tenido cierta capacidad de impacto sobre el público, sea una realidad solo gracias a la luz verde a su producción de Netflix.


A buen seguro Fincher es perfectamente consciente de la cínica paradoja que encierra que una obra que es a la vez homenaje y elegía por unos tiempos del cine que ya no volverán solo pueda estar al alcance del público a través solo de una plataforma VOD. Es el (¿triste?) signo de estos tiempos.