martes, septiembre 06, 2011

LA PIEL QUE HABITO, La Identidad Inaccesible

Con el paso de los años y debido sobre todo a la evolución de su filmografía en lo que va de siglo – recapitulemos, Hable Con Ella (2002), La Mala Educación (2004), Volver (2006), Los Abrazos Rotos (2009) y ahora La Piel Que Habito (2011) – acercarse a cada nuevo trabajo de Pedro Almodóvar supone un ejercicio tan incómodo como apasionante. Incómodo porque el realizador manchego parece haberse empeñado en recorrer un camino que tiene tanto de huida de sí mismo como afán de satisfacer las siempre desmesuradas expectativas que se generan a su alrededor, lo que se traduce en una progresiva asunción de riesgos rayano en lo suicida capaz de surtir de munición fresca a sus muchos detractores y de desconcertar al mismo tiempo a sus fieles, que buscan en vano sensaciones parecidas a las ya experimentadas y, aun encontrándose en terreno reconocible, descubren otras nuevas que no siempre pueden ser de su agrado. Apasionante resulta también ver a un creador tan personal como Almodóvar buscar nuevos espacios para jugársela y evolucionar, asomarse a su interior y comprobar cómo, lejos de esconderse, va cada vez más de frente; que su cine, ya de por sí casi siempre al límite, se estira aun más en un saludable ejercicio de inconformismo, algo de por sí digno de elogio aunque de tanto pasearse por el borde del abismo, se despeñe unas cuantas veces. Como es el caso.


Porque eso es lo que ocurre en La Piel Que Habito, película desequilibrada y extraña capaz de irritar profundamente mientras se ve por sus evidentes excesos y sus poco perdonables defectos, pero que al mismo tiempo posee la rara cualidad – ausente por cierto en su anterior película, Los Abrazos Rotos, que provocaba poco más que una mezcla de hastío, decepción y nostalgia por los tiempos pasados solo paliada por algún momento brillante aislado – de quedársete dentro como si de un perturbador virus se tratara y, una vez reposada, seguir dando vueltas en tu interior mientras uno intenta bucear más allá de lo epidérmico. Y es que, como la invulnerable piel que Ledgard construye para Vera, el último trabajo de Almodóvar no pone nada fácil al espectador penetrar en su interior. Por así decirlo, es una película que lejos de abrazar al espectador, trata por todos los medios de establecer cierta distancia con él.


El arranque de La Piel Que Habito deja de forma premeditada al espectador en terreno de nadie. Uno tiene la sensación de haberse subido a un tren en marcha sin que se le den demasiadas explicaciones. Almodóvar pisa a la vez terreno conocido – ahí están sus pulsiones de siempre: la pasión, la dinámica entre carcelero y victima menos evidente de lo que parece a simple vista, la venganza, un pasado tenebroso que marca el presente, la pérdida, la búsqueda de la redención, etc – pero envuelto esta vez con ropajes algo distintos: la ciencia ficción, la transgénesis, coqueteos con el terror. Navega con habilidad entre géneros, lo que no es algo precisamente nuevo, y trufa como siempre de referencias cinéfilas su propuesta – en primer plano, la reivindicación notoria de una obra clásica del fantástico europeo, Los Ojos sin Nombre (Les Yeux Sans Visage, Georges Franjul, 1959) cuya importancia y vigencia algunos hemos descubierto gracias a esta película, pero también la siempre omnipresente sombra del Vértigo de Hitchcock y una variante muy perversa del Frankenstein de Mary Shelley – sin que ello resienta su capacidad habitual de traerse dichas referencias a su terreno.


La epidermis de esta La Piel Que Habito es tan volátil, tan incandescente, que resulta casi imposible hablar de ella sin alterar para siempre su capacidad de sorpresa, pues bastaría una simple descripción de los personajes que la protagonizan o una mínima sinopsis de la trama para condicionar de forma irreversible su visionado. Eso explica por qué, a diferencia de lo sucedido en otras ocasiones, la maquinaria publicitaria de Almodovar ha estado tan en segundo plano que tengo el íntimo convencimiento que su realizador habría preferido incluso no participar en Cannes o mostrar su película en pases previos para llegar lo más virgen posible al público. Sin embargo, para sortear esa dificultad y cumplir con el objetivo de este artículo, uno puede hablar de sensaciones y aspectos del filme que llaman poderosamente la atención.


Por ejemplo, es imposible no establecer un paralelismo entre el forzado hieratismo, esa sobriedad mediante vaciado de sus recursos actorales más habituales que Pedro impone a Antonio Banderas en su reencuentro veinte años después de Átame – con un personaje que pese a ciertos inevitables parecidos argumentales en realidad está en las antípodas de aquel inconsciente de buen corazón que secuestraba a Victoria Abril para que se enamorara de ella – con el propio deseo del cineasta de escapar de su universo más reconocible por la vía del género. De la misma forma, la fascinación por lo femenino que se recrea y deleita en el cuerpo y la belleza casi sobrenatural de Vera – jamás se ha visto a Elena Anaya más hermosa en una pantalla – y su choque con lo masculino, el juego de poder y sumisión que se establece entre creador y criatura en los primeros compases del filme engancha de forma notable al espectador y lo atrae hacia un esquema tan transgresor como estimulante. La frialdad aparente producto de la artificialidad de la puesta en escena esconde, como pasa a menudo en Almodóvar, un volcán de sentimientos que, aun faltándole datos esenciales, el espectador percibe que estallará tarde o temprano.

Pero hete aquí que, cuando tiene cogido por el cuello al espectador, de manera tan sorprendente como grotesca, el director cambia el tercio e introduce un personaje horrendo, insostenible, quizás una especie de guiño a los excesos de vodevil del Almodóvar más ochentero, un fulano disfrazado de tigre y con acento brasileño (pobre Roberto Álamo) que, en complicidad con una Marisa Paredes transmutada en una versión de Douglas Sirk del ama de llaves de Rebeca, dinamita no ya la fascinación sino la misma credibilidad del filme y lanza tan por los aires al espectador que no es de extrañar que alguno no vuelva jamás a introducirse bajo la piel de la propuesta. Es un arrebato tan brusco, un defecto tan poco perdonable e impropio de un maestro de la narración como Almodóvar que uno ha de frotarse los ojos para creerlo.

No será la primera vez que el director se despeñe por el abismo: a partir de aquí virtudes y defectos conviven y se alternan en un carrusel agotador y errático. Tan pronto uno puede fascinarse por el complejo artefacto narrativo de la película – el suministro de la información al espectador está muy pensado y su estructura fragmentada, similar a la que ya utilizara en La Mala Educación y Los Abrazos Rotos, lejos de ser caprichosa, tiene su razón de ser – como alucinar por la precipitación hacia la caricatura de sus personajes, deleitarse con el atrevimiento del director según se va desvelando la verdadera naturaleza del filme como constatar la deriva de la progresión dramática, que llega a extremos tan anticlimáticos en secuencias que parecerían exigir todo lo contrario que no es de extrañar esas risas nerviosas en Cannes en momentos clave de las que hablan las crónicas. Ese humor, tantas veces seña de identidad y poderosa arma del cineasta, aquí no se busca y sin embargo surge involuntario cuando no provocando cierto sonrojo, jugando a la contra de los intereses de la película.


Se mueve pues Almodóvar en la fina línea que separa lo ridículo de lo sublime. Tanto que la borra en muchos momentos y ni la cuidadísima puesta en escena que narra mucho más en imágenes lo que habitualmente el manchego solucionaba verbalizando en exceso, ni la magnífica fotografía de José Luis Alcaine, ni las logradas interpretaciones de Banderas y Anaya, obligados a apoderarse de sus personajes y trascender sus debilidades, ni la enésima maravilla musical compuesta por el siempre fiable Alberto Iglesias, capaz de llevarte en volandas en muchos momentos del filme, ni tan siquiera las interesantes referencias a la obra de Louise Bougeois – qué clarividencia por parte de Almodóvar escoger precisamente a esta artista para recrear su obra por parte del personaje de Vera, con toda la carga simbólica que ello implica para cualquiera familiarizado con la misma - consiguen que uno termine de desprenderse de esa esquizofrénica sensación de exceso, de inconsistencia, de descuido en detalles esenciales que afectan a la credibilidad general de la propuesta.


Flaco favor le ha hecho Almodovar acuñando esa expresión de “terror frío” con la que pretendía adjetivar su película: más allá de ese primer plano que nos sitúa en Toledo y el escalofrío que a uno le recorre la espalda al relacionar de forma involuntaria el estreno del filme con los draconianos recortes del estado del bienestar que Dolores de Cospedal ha aplicado esa misma semana en Castilla-La Mancha, anticipo temible de lo que nos espera en años venideros, es reduccionista y no resulta en absoluto adecuada para una obra tan extraña y en cierto modo inclasificable como La Piel Que Habito.


Y en el fondo de todo esto, surge poderosa la conexión final de la película con por un lado uno de los temas recurrentes y más queridos del cine de Almodóvar y al mismo tiempo la lectura que uno puede hacer de ese tema en relación a la propia figura del cineasta, a su imagen exterior y su yo interno. Desde ese punto de vista, la relación entre el argumento de La Piel Que Habito, su cuestionamiento de la identidad como algo inaccesible no ya para el otro sino para uno mismo llevado al extremo y que obliga de forma constante a leer entre líneas se convierte en una reflexión apasionante para todos aquellos que consideramos a Almodóvar, con todos sus defectos y su capacidad de cabrearte y decepcionar tus expectativas hasta límites insospechados, como uno de los cineastas más personales y estimulantes de los últimos tiempos.


En otras palabras, vayan a ver La Piel Que Habito y saquen por sí mismos sus propias conclusiones, que bien pueden diferir de las mías. No les garantizo que les guste, es más, probablemente la detesten. Pero nadie les podrá arrebatar ese estimulante buen rato debatiendo sobre ella, incluso aunque sea para preguntarse por las motivaciones últimas de ese espécimen único e inclasificable llamado Pedro Almodóvar.

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