sábado, octubre 29, 2005

SEMINCI, Crónica 8: Manderlay, Mi Nikifor y Feliz Navidad

SEMINCI, Crónica 8. David Garrido Bazán Cobertura de la 50 Seminci para La Butaca.Net Todos los Derechos Reservados.

La brillante mala leche de Lars Von Trier, el síndrome Linda Hunt y la guerra de Gila

Esta 50 Seminci, pase lo que pase en el palmarés que mañana dará a conocer el jurado, tendrá para siempre un agujero negro en su album de fotos: la ausencia del deseado Lars Von Trier, que al final no ha hecho su anunciada aparición por el Festival. Su deserción final parecía pesar un poco sobre el ánimo de los que nos disponíamos, a las 8:30 de la madrugada, a disfrutar de Manderlay, la segunda parte de la trilogía ‘americana’ que el provocador cineasta danés ha construido alrededor del idealista personaje de Grace, que en Dogville tenía los rasgos de Nicole Kidman, aquí los de la joven Bryce Dallas Howard – que por cierto está francamente bien en su difícil cometido – y en la futura Wasington (así, sin h) aun no sabemos. Manderlay es una película inteligente y brutal que trata temas tan dolorosos y polémicos en los EE.UU como la segregación racial, la esclavitud y el racismo, pero que también le da un buen repasito a algunos conceptos como la democracia, la libre elección y lo que el hombre es capaz de hacer con esa libertad que sin duda van a levantar numerosas ampollas no solo en la sociedad estadounidense, sino en cualquiera de las acomodadas occidentales, tan orgullosas ellas de lo que han conseguido a lo largo de las últimas décadas, olvidando que aun queda mucho camino por recorrer. La acción de la película, formalmente idéntica a Dogville – es decir, rodada en un único y enorme espacio interior, con un decorado compuesto de unos cuantos elementos sobrios y multitud de marcas en el suelo que delimitan las distintas estancias de la plantación donde se desarrolla la historia – arranca exactamente en el punto donde dejábamos a Grace y a su padre, tras haber arrasado por completo aquel pueblecito del interior de los USA salvajemente purificado de sus pecados.


Ahora se topan con una plantación en Alabama, la Manderlay del título, en la que, pese a que hace ya más de setenta años que la esclavitud fue abolida – estamos en 1933 –, todo sigue igual que entonces, con una población compuesta de varias decenas de negros y una vieja ama moribunda (Lauren Bacall, en un breve papel distinto del que hizo en Dogville, claro) que los gobierna. Grace, llevada por su inquebrantable espíritu idealista y bienintencionado, decide emprender una nueva misión tras la muerte del ama: enseñar a esos negros que no conocen otro mundo que el de Manderlay y ahora de repente manumitidos a disfrutar de las ventajas que les proporciona su nueva condición de hombres libres y dueños de su destino. Es aquí donde entran en juego conceptos como la democracia – la toma de decisiones de forma mayoritaria mediante votación en asamblea ¿quién asegura que la democracia es la mejor forma de gobernarse? – la asunción de responsabilidades por sus actos – la libre elección conlleva un inconveniente: nadie te dice lo que debes hacer, así que has de ser lo suficientemente inteligente como para hacerlo por ti mismo – la forma en la que se debe autogestionar la plantación para que sus nuevos dueños puedan vivir de ella, etc. La fábula moral de la película tiene además una lectura sumamente inquietante, pues Grace no se queda sola en Manderlay, sino que su padre le proporciona unos cuantos gangsters bien armados para que ella tenga los recursos para llevar a cabo sus objetivos y aunque Grace no recurre a ellos salvo cuando es absolutamente necesario, no cabe duda que esa situación hace pensar en la forma en la que Bush y sus muchachos andan ahora por cierto país de Oriente Medio imponiendo por la fuerza esos conceptos de libertad, democracia, etc. Este es un detalle que dista mucho de ser casual y que presumiblemente también será motivo de cierta polémica cuando la película llegue a las carteleras estadounidenses.

Pero volviendo a la trama de Manderlay, lo que si queda bien patente en esta nueva propuesta del juguetón realizador danés es que tiene una mala leche considerable. Su película explora a fondo, en un tono acaso aun más cínico de lo que lo hacía en Dogville, como las buenas intenciones, el idealismo ciego desprovisto de un cierto pragmatismo puede de nuevo acarrear desgracias sobre aquellos a los que se pretende ayudar. No es apropiado hacer aquí, por razones de espacio, un extenso análisis sobre los muchos temas que toca Manderlay en esta magnífica película que, aun lidiando con el inconveniente de que su propuesta formal ya nos es conocida de Dogville y, por lo tanto, mucho menos impactante – algo de lo que el propio realizador es consciente, pues da por sabido que el espectador ya está más que familiarizado con ella y no incide más de lo necesario sobre el particular, lo que no significa que no le saque un considerable partido – tiene la ventaja de ser una película mucho más compacta que la primera, con un guión algo menos disperso y que elabora un contundente discurso que, sobre todo en su espléndida media hora final, no dejará a nadie indiferente.

Algunos pueden argüir que Von Trier sigue elaborando densos tratados filosóficos en lugar de películas, pero a un servidor le apasiona la forma en la que el realizador danés, sin concesiones, deja al descubierto muchas de las vergüenzas ocultas o disimuladas en nuestra cómoda manera de dejarnos llevar por una autocomplacencia nada recomendable. Su cine provoca reflexiones tremendas y remueve las malas conciencias de los espectadores, y a mi un cine que provoca tales perturbaciones siempre me parece digno de admirarse. Junto con el terrible Hanecke, Lars Von Trier es el cineasta que ha presentado la obra más madura e interesante de esta Seminci, y ese atrevimiento, que no se vio recompensado en Cannes, debería tener reconocimiento en el palmarés de la Seminci.

Sin apenas tiempo para recuperarnos de la conmoción que el huracán Von Trier había dejado entre la prensa – tenían ustedes que haber sido testigos de algunas de las discusiones que se montaron en el café de enfrente del Teatro Calderón durante la hora larga que dejó libre la espantá de Von Trier ¡ahora si que lamentábamos su ausencia de verdad! – nos aprestamos a afrontar la última película de la Sección Oficial, la polaca Mi Nikifor, una obra que venía precedida de un enorme éxito en su país de origen y avalada con unos cuantos galardones de prestigio en varios festivales, pero a la que sin duda le perjudicó sobremanera ser visionada después de Manderlay. Y es que esta correcta historia de amistad entre un personaje de lo más peculiar, el Nikifor del título - un hombre ya muy mayor de aire chaplinesco que se encuentra en un estado mental y físico bastante deteriorado que sobrevive vendiendo sus cuadros naif a los turistas que visitan un balneario - y un artista sin talento que deviene su protector aun a costa de sacrificar para ello su propia estabilidad familiar, es una película tan gélida como los helados parajes que la excelente fotografía de Krzysztof Ptak retrata. El director Krzysztof Krauze y la guionista Joanna Kos – que por cierto se conocieron y acabaron casándose gracias a su admiración común por este personaje real que pintó más de 40.000 cuadros a lo largo de su fecunda vida - cuyo guión para este proyecto tardó cinco años en elaborarse, decidieron hacer una película que respetara formalmente la visión de la vida de tan peculiar personaje, de tal forma que la obra está rodada con una sucesión de planos fijos – tal y como Nikifor hacía sus cuadros - algunos sin duda de una inquietante belleza, pero que se traduce en una lentitud en el ritmo de la historia que puede llegar a crispar los nervios del más templado.

La historia, eso si, es de una integridad insobornable y de una austeridad pareja al modo de vida de los últimos años del pintor, que sin tener familia alguna ni nadie que cuide de él, acaba encontrando en el sacrificado pintor de poca monta Mariam Wlosinski el protector que le ayudará a seguir haciendo lo único que motiva su existencia: pintar. La obra se configura así como una austera búsqueda de la esencia del talento y la verdad es que no es una película que se esfuerce por atraer la atención del espectador con los habituales recursos melodramáticos. Todo lo contrario: es una película pesada, densa, incluso desagradable a ratos a pesar del algún momento aislado de humor, que se esfuerza – y finalmente consigue en la mayoría de los casos – expulsar al espectador de lo que está viendo, demandando de éste una voluntad férrea que, la verdad, a estas alturas del Festival es pedir demasiado. Sin ser una mala película – cosa que no es – sí se hace un plato muy indigesto.

Eso si, la película cuenta con una curiosidad de la que los muchos que no habíamos hecho los deberes previos no fuimos conscientes hasta que llegaron los títulos de crédito finales. El personaje del avejentado y frágil Nikifor... está interpretado por una actriz, Krystina Feldman, que a sus 80 años encarna a la perfección el que sin duda será el papel más importante de su vida, reeditando aquella inolvidable interpretación que le valió a Linda Hunt un Oscar por haber dado vida a un fotógrafo en El Año que Vivimos Peligrosamente. Les puedo asegurar – y aporto mi propia experiencia: servidor no se dio cuenta de nada durante el filme – que el trabajo de caracterización es tan perfecto que resulta imposible, si no es algo que se sepa previamente, adivinar que ese tenaz pintor enfermo de tuberculosis es en realidad una actriz que sin duda se perfila con este trabajo tan inusual como una de las candidatas al premio de interpretación... estooo....¿femenina?

La Seminci ha adoptado la un tanto molesta costumbre de regalarnos melosamente los oídos con sus blanditas y complacientes películas de clausura. Si el año pasado despedimos con Los Chicos de Coro, esta vez le ha tocado el turno a Joyeux Noel (Feliz Navidad) una historia increíble ambientada en la Nochebuena de 1914, en plena I Guerra Mundial, que parte, sí, de un hecho histórico conocido pero que lo retuerce y extiende hasta tales extremos que haría revolverse en su tumba al autor de Senderos de Gloria, Stanley Kubrick. Tras una presentación en la que somos testigos de la forma en la que se educaba a los escolares de tres países distintos (Alemania, Francia, Escocia) en el odio a las naciones tradicionalmente enemigas a través de patrióticas y siniestras cancioncillas, el director Christian Carion nos sumerge de lleno en los horrores de los primeros meses de contienda de la I Guerra Mundial – ya saben ustedes: trincheras, ametralladoras, niebla, barro, nieve, muertos por suicidas ataques a la bayoneta y todo el imaginario habitual – a los sones de una BSO de Philippe Rombi que debió haberse escuchado unos cuantos de miles de veces la música de Hans Zimmer para La Delgada Línea Roja antes de sentarse a componerla. El frente se estabiliza y llegamos a la Nochebuena de 1914. En el lado alemán hay un soldado que es un tenor de renombre cuya amante, la guapa soprano Diane Krüger, está removiendo cielo y tierra para conseguir que le permitan dan un recital a los oficiales para verle aunque sea por unas horas.

En el lado francés hay un buen puñado de soldados que no tienen noticia de sus familiares, atrapados tras las líneas alemanas, y hay un teniente, Gillaume Canet, que hace lo que puede para mantener intacta la moral pese a las suicidas misiones que les encargan los generales de su ejército. Por su parte, un destacamento de soldados escoceses aliados reciben confort espiritual por parte de un capellán castrense entregado a su tarea, Gary Lewis, lo que no sirve de mucho consuelo a un soldado que acaba de perder a su hermano en combate. Así las cosas, el recital se lleva a cabo en el Cuartel general alemán en medio de una lujosa fiesta pero entonces al tenor le entra mala conciencia y decide irle a cantar a sus compañeros de trinchera para aliviar sus penas en una noche tan señalada (¡y la soprano le acompaña al frente, no veas!). Al oírle cantar, los escoceses que por supuesto van armados con las inevitables gaitas, se dedican a acompañar sus canciones y poco a poco, se va creando un ambiente musical en el que los miembros de todos los países en conflicto deciden por su cuenta establecer un tregua y, saliendo de las trincheras, intercambiarse alimentos, bebidas, fotos, cartas y experiencias varias.

Claro, como pueden ustedes imaginarse, el problema es que cuando tienes, por esas cosas de la guerra, que disparar o clavarle la bayoneta en las costillas al tipo que tienes enfrente, no es muy aconsejable relacionarte demasiado con él, no vayas a caer en la cuenta que es igual que tú y te de un poco de mal rollo liquidarlo. Pero una vez que empieza la confraternización el proceso es imparable y los soldados, hartos de tanta guerra estúpida, prefieren jugar al fútbol que andar matándose unos a otros con lo que aquello acaba pareciéndose mucho a las historias de guerra que contaba el gran maestro Gila, esas de “¿Está el enemigo? Que se ponga... Oye que ¿cuando vais a atacar mañana?” y así sucesivamente. La cosa tiene su gracia, desde luego – la secuencia del teniente alemán, en plena fase de exaltación de la amistad, avisando a los aliados de que la artillería va a atacar sus trincheras en diez minutos y refugiándolos en la suya propia y viceversa, es irresistiblemente divertida - aunque no hay quien se trague tantísimo buen rollo, por mucho que la película esté basada en hechos reales documentados de confraternizaciones espontáneas que tuvieron lugar en esa Navidad de 1914, y el problema es que las situaciones se van haciendo cada vez más difíciles de creer, aunque ya se sabe que a menudo la realidad supera cualquier ficción.

Además, como ya pasaba en Los Chicos del Coro, el uso de la música es tan sensiblero que uno se pasa la película deseando que alguien le meta de una buena vez un tiro entre ceja y ceja a Benno Fürmann, el pesadito tenor que nos castiga los oídos con la ópera y lo cierto es que el conjunto de la película deviene en un mensaje tan complaciente que aunque serán del gusto de sensibilidades que se conmuevan con estas cosas en plan “¡Que bonita!”, repugnan a quienes ya tenemos desarrollado un más que considerable espíritu cínico. La música amansará a las fieras, provocará reuniones espontáneas entre soldados enemigos y todo lo que ustedes quieran pero no es lo mismo usar eso a la manera que lo hizo Kubrick en la magistral escena final de la terrible Senderos de Gloria que hacerlo sin pudor alguno a lo largo de la mayor parte de esta blandita y sensiblera película que, pese a que en algunos momentos tiene cierta gracia (surrealista y sin embargo rigurosamente cierto lo del envío de miles de árboles de navidad al frente en el bando alemán o el destino del gato que circula de una trinchera a otra, que en la película acaba en prisión... y que, aunque les cueste creerlo, en la realidad fue fusilado por espionaje) no ha gustado nada en términos generales a la prensa aquí acreditada. Y es a veces hay cosas que, por mucho que sean reales y por raro que suene, es mejor tergiversarlas si se quiere conseguir una buena película.

Bueno, pues hasta aquí ha llegado la Sección Oficial de la Seminci. Mañana al mediodía tendremos el palmarés de un Jurado compuesto por las actrices Maria Barranco, Maria de Medeiros y Mirtha Ibarra, los directores André Techiné y Titus Leber, el compositor Federico Jusid y el escritor, guionista y crítico Manuel Hidalgo, un palmarés que, si demuestra cierta coherencia, debería reconocer por encima de todo la abismal diferencia que ha habido este año entre las películas de dos directores ya consagrados, Caché de Michael Hanecke y Manderlay de Lars Von Trier y todas las demás de la Sección Oficial (Brokeback Mountain, de Ang Lee, quizás lo mejor visto esta semana, está fuera de concurso, así como El Niño de los Dardenne) pero sobre la que pesa la incógnita, aun no resuelta por nadie, de saber que Premio considerará el Jurado más valioso y que, por tanto, en buena lógica debería corresponder a la Mejor película, si la habitual Espiga de Oro o ese Premio Especial del 50 Aniversario que la organización se ha sacado de la manga que sustituye al Premio especial del jurado y que, curiosamente, está mucho mejor dotado económicamente. Y digo yo ¿No hubiera sido más lógico hacer una Espiga de Oro especial 50 Aniversario? Porque esto es un maldito embrollo, y no les digo las complicaciones que trae a la hora de hacer apuestas. Cuando ni siquiera los propios miembros del Jurado pueden aclarártelo... En fin, mañana lo averiguaremos.

David Garrido, que empieza a notar los síntomas de tal atracón de películas: durante la proyección de Mi Nikifor he empezado a pegar unas cuantas cabezadas considerables, que afortunadamente aun no han llegado al extremo (creo) de provocar los sonoros ronquidos que a veces podían escucharse en la sala por parte del algún periodista...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bueno David, he leído esta última crónica tuya y ya en Pucela leí alguna más; sigues con el estilo entre personal y cinéfilo del año pasado y eso mola. Leeré las demás crónicas.

Fue un gusto conocerte, y espero que nos volvamos a ver el año próximo y que esa Operación Colombo se pueda realizarse en condiciones y com mucha más gente (aunque sea Operación Ritz :)))

Te pongo mi blog:

http://ratonesdefilmoteca.blogspot.com

Un saludo. Enrique.