SEMINCI, Crónica 5. David Garrido Bazán, Cobertura de la 50ª Seminci para La Butaca.Net. Todos los Derechos Reservados.
Los Dardenne golpean de nuevo, una versión larga de Cuéntame y una road movie para escapar de una guerra absurda.
Dice mi buen amigo José Manuel León, del diario La Rioja, que los Dardenne son como un hacha: van dejando caer una y otra vez su implacable filo sobre las conciencias de los espectadores, que no pueden hacer otra cosa que contemplar impávidos la terrible crudeza de la historia que cuenta, que acaso no sea muy distinta de muchas otras que están sucediendo diariamente en los patios traseros de nuestras casas. Y tiene toda la razón: no hay una mejor definición que esa. Los Dardenne, que siguen diseccionando las entrañas de nuestra sociedad con películas que cuestionan ese Estado del Bienestar tan acomodaticio del que sin duda no todos disfrutan de igual manera, continúan exactamente en la misma línea de trabajo que inauguraron hace años con La Promesa y que continuaron con películas tan incómodas como Rosetta o El Hijo. En esta ocasión, su mirada se ha posado en una pareja de jóvenes, casi adolescentes, que acaban de convertirse en padres. Sonia está ilusionada con su retoño, y espera de forma un tanto ingenua que éste sea el argumento que permita a Bruno sentar un poco la cabeza y empezar a asumir responsabilidades. Bruno, por su parte, es un ladronzuelo despreocupado que vive de sus pequeños robos y de colocar la mercancía que consigue con ellos, vendiéndola con rapidez y eficacia. Vive absolutamente al día y, a diferencia de Sonia, carece de un mínimo instinto paternal que le haga replantearse su existencia.
Más bien al contrario: para él, el bebé es poco más que una molestia de la que conviene deshacerse lo antes posible – “siempre podremos hacer otro” argumenta un par de veces durante el filme – para poder seguir con su rutina normal. Así, Bruno resuelve, como si de cualquier otra mercancía valiosa se tratara, vender a su hijo recién nacido por un buen pico a unos padres adoptivos que podrán proporcionarle una vida mucho mejor que la que él puede ofrecer. Por supuesto, todo esto lo hace a espaldas de Sonia, que como ustedes pueden imaginar, no encaja precisamente bien la noticia. Forzado a recuperar a su hijo, Bruno habrá de enfrentarse a las consecuencias de sus actos: no solo debe devolver el dinero recibido para recuperar al bebé, sino que tendrá que pagar otra buena suma a las mafias en concepto de intereses por el negocio no concluido, además de afrontar el hecho de que, obviamente, Sonia ya no quiere saber nada más de él en su vida y que la policía le sigue los talones por el delito que ha cometido. Los Dardenne siguen fieles a su estilo hiperrealista y cercano al documental. No han perdido la costumbre esa tan molesta de seguir con su cámara al personaje allá por donde va (con lo cual seguimos viendo más tiempo su espalda y su cogote que su rostro) pero es verdad que hay una mínima evolución respecto a otras películas suyas. La denuncia social que motiva habitualmente los actos de sus personajes sigue ahí – al fin y al cabo, es obvio que Bruno viene y vive en un ambiente que le condiciona y que le hace buscarse la vida de esa forma – pero cobra un mucho mayor protagonismo la cuestión moral y hasta una cierta reflexión sobre la soledad, algo que parece preocupar cada vez más a estos hermanos directores: “Cada vez nos interesan más los personajes que se encuentran solos. Es algo que surge de manera espontánea en nuestras películas, como en esta ocasión, que hasta que no empezamos con el trabajo de montaje no nos dimos cuenta como de solos estás sus protagonistas. Estos personajes solos se buscan, se unen, establecen vínculos, vínculos que se vuelven una razón para sobrevivir”
Los Dardenne afirman que la idea inicial de la película surgió de una imagen: una madre muy joven paseando un carrito de bebé de un lado a otro cerca de las localizaciones de su anterior película “A menudo recordábamos a esa chica, el carrito, el bebé durmiendo y pensábamos en lo que faltaba en la escena: el padre del niño, esa figura ausente sobre la que empezamos a escribir una historia que con el tiempo se acabó transformando en una historia de amor” Lo cierto es que es conmovedor seguir toda la peripecia de Bruno en su lucha, perdida de antemano tras el horrible acto llevado a cabo. Su batalla es un imposible, porque algo tan inmoral a los ojos de cualquiera como vender a tu propio hijo es una herida imposible de reparar aun cuando puedas recuperarlo, y sin embargo Bruno lucha a su manera por recuperar el mundo que tenía antes de ese hecho que, para él, no supone mucho más que un simple error de cálculo, incapaz como es de medir las consecuencias morales de ese acto. Los Dardenne lo saben y parten de ese momento de una fuerza dramática increíble para, como el hacha que decía al principio, dejar caer una y otra vez sus terribles consecuencias sobre el cada vez más desesperado Bruno que deviene así el verdadero L’Enfant al que se refiere el título original. Eso si, a diferencia de obras anteriores de los directores, es verdad que El Niño se cierra con una pequeña, minúscula esperanza para Bruno, una posibilidad que al menos queda planteada como un futurible. El Niño es una obra sin duda notable pero sobre la que tengo mis reservas de que mereciera una segunda Palma de Oro para sus autores en el pasado Cannes, tras la conseguida con Rosetta. Aun así, resulta evidente que estos hieráticos belgas tienen un discurso personal y formal muy marcado del que parecen no tener intención alguna de desprenderse en el futuro, para lo mucho bueno y, por qué no decirlo, también para lo malo: un servidor preferiría que tomaran algún riesgo y dejarán ya de una vez de usar la excusa de que la juventud y la adolescencia es la época de mayores cambios y turbulencias para abordar otras temáticas y personajes menos cercanos entre sí. Por mucho que les moleste que los periodistas se lo recordemos en las ruedas de prensa.
En menudo brete se ha metido la Seminci con elegir para la Sección Oficial Vida y Color, la ópera prima de Santiago Tabernero, antiguo crítico de cine y director del programa de TVE Versión Española. Como hombre que ha visto la Seminci muchos años desde el otro lado de la barrera, Tabernero se mostraba comprensiblemente nervioso ante la forma en que su película iba a ser recibida por los que hasta hace bien poco eran sus compañeros de oficio. No sin motivo, porque aunque a este defensor a ultranza del cine español le fastidie enormemente decirlo, Vida y Color es una obra muy fallida que, por decirlo suavemente, es algo así como un episodio de la serie Cuéntame alargado hasta la saciedad en la que, aparte de darse cita todos y cada uno de los tópicos que uno podría imaginar sobre la época en que está ambientada (las semanas previas al fallecimiento de Franco, en noviembre de 1975) Tabernero es capaz de acumular temas como la sobada pérdida de la inocencia en la época de la adolescencia (¡como si necesitáramos otra reflexión más sobre tan manido tema!), la búsqueda de un lugar donde encajar, el incesto, la locura, la descripción de la vida cotidiana de ese barrio, la problemática racial a través de un personaje gitano, las referencias mágicas con ciertas resonancias burtonianas (si, échense a temblar, que la ocasión lo merece) y las soterradas rencillas de tipo político que atenazan a alguno de los personajes más veteranos o a alguno de los ausentes.
Tabernero utiliza la mirada de un niño de doce años hacia el mundo que le rodea como la excusa para poder articular todos y cada uno de estos temas, pero lo hace de una forma tan deslavazada, tan carente de ritmo interno y profundidad, tan sobrada de líneas argumentales dispersas y personajes arquetípicos rechazables que sus discurso se pierde como eso que tan afanosamente colecciona Fede en su álbum, un puñado de estampas de la vida cotidiana sin la más mínima capacidad de seducción o de enganche para el espectador, que no tiene otra opción que asistir impávido al despropósito de una película que, en su afán de pretender ser una fábula y no una crónica sociológica de un lugar o de una época, se ha quedado en un terreno de nadie frío y desangelado. Tabernero corre riesgos que podrían ser admirables de haberle salido bien la jugada, pero desgraciadamente no es éste el caso y es que hay que estar muy seguro del discurso que se quiere hacer para jugar con algunos elementos tan al borde del abismo (el caso del personaje con síndrome de Down es un buen ejemplo, pero no el único), porque sino éstos acaban por precipitar el filme.
Se salvan elementos aislados, como el trabajo de Joan Dalmau al frente de una de las tramas más interesantes de la historia – su relación de rojo republicano vencido pero no derrotado con el tendero franquista al que le unen no pocas cosas – que lamentablemente Tabernero abandona en función de otras de muchísimo menos interés y enjundia; la fresca presencia de la joven Nadia de Santiago – La hija de Cecilia Roth en la estimable Otros Días Vendrán – que promete darnos varias alegrías en el futuro; o el esplendoroso trabajo de fotografía a cargo del maestro Jose Luis Alcaine, muy por encima del resultado final de una película que en su afán de atar todos y cada uno de los cabos sueltos por el ir y venir de personajes y situaciones acumula hasta cinco finales consecutivos en su inacabable última media hora. Ni la presencia de Silvia Abascal, gris en un rol de lo más discreto, los esfuerzos de Carmen Machi en un papel algo alejado de sus registros habituales o la solidez habitual de Ana Wagener salvan una película que, me duele decirlo, pero que posiblemente se encuentre entre lo peor visto a concurso en la Sección Oficial.
Claro que a ese título poco honroso bien podría optar una obra bienintencionada pero igualmente fallida como Kilómetro Cero, del kurdo afincado en París Hiner Saleem, que ha cambiado los parajes helados de su anterior filme, la simpática Vodka Lemon, por los desérticos parajes del Irak de finales de los años ochenta, cuando el país se hallaba inmerso en una guerra con su vecino Irán. La película nos narra, en un largo flashback, la peripecia de Ako, un kurdo que sueña con escapar al destino que los árabes liderados por Sadam Hussein parecen haber decidido para su pueblo. Aun están lejos los bombardeos con gases, pero Ako no necesita nada más para saber que, si quiere sobrevivir, debe escapar de Irak lo antes posible. Lo malo es que sus opciones se ven reducidas por la sencilla razón de que su esposa se niega a abandonar a su padre, viejo y enfermo, confinado en una cama con ruedas, mientras siga con vida. La situación empieza a ser desesperante para Ako, que para colmo de males sufre la paradoja de ser reclutado, en los últimos meses del conflicto, para defender precisamente a ese país que tanto desprecia y que tanto hace por borrarles de la faz de la tierra.
La película no escatima sentido del humor en una obra con tintes vagamente berlanguianos en su un tanto disparatada visión del conflicto. El cine de Saleem se basa siempre en el humor para poder afrontar las situaciones más adversas y Kilómetro Cero no es una excepción: tras un accidentado entrenamiento y algunas escaramuzas en las que la máxima aspiración de Ako es ser herido – de no demasiada gravedad a ser posible, con perder una pierna como máximo le vale – para que le devuelvan a casa, se le encarga una misión: en compañía de un chofer árabe y en su correspondiente ataúd, debe devolver el cadáver de un “mártir de la causa” a su familia en el Kurdistán, lo que le proporcionará una oportunidad ideal para desertar y volver al lado de su amada. Kilómetro Cero se configura así en la mayor parte de su metraje como una road movie en la que lo interesante está en la peculiar relación de odio y comprensión que mantienen el kurdo y el árabe, miembros de razas diferentes pero obligados a convivir bajo una misma bandera que, en realidad, no son tan distintos como les gustaría creer. A ratos, y desde luego sin llegar nunca a ese nivel de brillantez, la película se asemeja a aquella maravilla que era En Tierra de Nadie, donde el bosnio Danis Tanovic denunciaba cosas muy parecidas y abogaba por llegar a cierto tipo de entendimiento.
La película no carece en momentos aislados de cierto atractivo (los estupendos planos de esa especie de taxis reconvertidos en coches fúnebres con sus ataúdes envueltos en las banderas iraquís desfilando por un desierto y seguidos siempre por la sombra de un Sadam Hussein omnipresente tanto en retratos como en estatuas gigantes que son llevadas de un lado a otro son valiosas denuncias de una situación terrible) pero la verdad es que la narración se hace morosa y repetitiva, provocando una sensación de monotonía y aburrimiento que solo se rompe en alguna idea interesante de guión (el destino final del ataúd que transporta Ako y las razones que llevan a ello) o algún gag afortunado (los que rodean al viejo padre de la chica son estupendos) que no bastan para sostener una película que, eso si, ofrece una visión de la guerra de Irak muy alejada de la general que tenemos en Europa y según la cual la intervención americana (o de cualquier otro país, llegado el caso) en Irak, más allá de imperialismos y mentiras está plenamente justificada por la desaparición del régimen opresivo de Sadam Hussein y la posibilidad de libertad que ofrece al pueblo kurdo (ilusos).
Bueno, mañana seguiremos con la película argentina Hermanas de Julia Solomonoff protagonizada por Ingrid Rubio y Valeria Bertuccelli, os diré que me ha parecido la que para muchos es la obra más importante hasta ahora de la Seminci: Caché del tremendo sacude-conciencias Michael Hanecke y terminaremos la jornada con un interesante experimento protagonizado por Aaron Eckhart y Helena Bonham Carter, Conversations on Other Women. La verdad es que cada vez van quedando menos películas a concurso y la sensación general, además de que esta edición es de una calidad sensiblemente inferior a la del año pasado, no acaba de alzar el vuelo… si Hanecke y Lars von Trier no lo remedian, cada vez queda menos tiempo para esa gran obra que muchos aun estamos esperando.
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