Rituales de verano
Verano. Viernes por la tarde. Comienza un ritual que a estas alturas ya me resulta familiar: meto en una bolsa una botella de agua fría, algo para picar, una toalla y encamino mis pasos hacia el otro lado del río, al parque de las siete sillas. Caminan a mi alrededor parejas, adolescentes, incluso familias enteras, algunos de ellos bien pertrechados con sillas plegables, que se dirigen al mismo sitio que yo. La música suena con más fuerza según me acerco. Ya llego tarde al concierto otra vez. No hay un solo asiento libre, pero carece de importancia. Extiendo la toalla sobre la hierba y me siento en ella. El concierto termina, el público aplaude, los técnicos de producción se mueven con rapidez mientras la gente se dirige a la furgoneta donde sirvan limonada gratis para aliviar la espera. Aun hay demasiada claridad.
La pantalla blanca se recorta sobre el río, esperando su ocasión para llenarse de sueños. Entre el público, por vez primera este año, llama la atención poderosamente un proyector portátil de 35 mm que empieza a ser alimentado de forma meticulosa y delicada con unas inconfundibles bobinas de considerable tamaño. Bajo las miradas curiosas de niños y mayores, el celuloide se desliza entre los engranajes, trazando vueltas y curvas, ocupando su sitio a la espera de ser arrastrado. La cegadora luz blanca del proyector traza un cuadro sobre la pantalla, se mueve a un lado y a otro hasta ocuparla en su mayor parte, busca el equilibrio. Aun falta bastante para que anochezca, pero ya es hora de comenzar.
Océanos, el documental de mayor presupuesto de la historia, fruto de cuatro años de preparación y otros cuatro de duro rodaje hasta en el último rincón del mundo marino, dista mucho de ser uno de esos suaves sedantes con los que dormir placidamente en el sofá delante del televisor después de comer. Todo lo contrario, su embriagadora propuesta atrapa desde un primer momento la atención del espectador, que se deja seducir por cada plano, cada secuencia, mientras una sucesión de imágenes del mundo acuático, a cual más espectacular y sorprendente, va desvelando sin más adornos que la incuestionable belleza que llena la pantalla la vida de sus pobladores, esos fascinantes desconocidos del mundo animal que recorren un universo ingrávido, libre en su mayor parte de la odiosa presencia humana.
Perrin y Cluzaud no necesitan abusar de la voz en off para transmitir su mensaje de indudable calado ecologista al espectador. Aunque el tono es melancólico, herido, porque sería absurdo no asumir la inevitable cuota de responsabilidad que nos toca en la destrucción paulatina de ese paraíso, no hay mayor afán de toma de conciencia que la que surge mientras, asombrados y desarmados por la contemplación de la naturaleza en todo su esplendor – esos gigantescos bancos de peces llevando a cabo auténticas coreografías, esos ejércitos de cangrejos dispuestos a épicas batallas, esas sorprendentes tácticas de camuflaje, esas luchas por la supervivencia del ciclo de la vida, esa aparentemente infinita variedad de especies recorriendo, gráciles, las interminables autopistas marinas – nos dejamos arrastrar por esa belleza a la que contribuye no poco una inteligente combinación de sonidos marinos y la arrebatadora música de Bruno Coulais que vuelve, como ya hizo en la preciosa Nómadas del Viento, a dar prueba de su exquisita sensibilidad para enriquecer las imágenes que ilustra.
Tampoco se escatima el dolor entre tanta belleza. La presencia del hombre, con sus redes de arrastre y su caprichosa forma de saquear los fondos marinos mucho más allá de lo que sería necesario para alimentarse, permite asistir a secuencias tan impactantes como las que muestran la lucha denodada de los animales por escapar de las redes que los atrapan o aquella en la que un tiburón, desprovisto de sus arrancadas aletas y cola, es tirado por la borda de un barco pesquero y se hunde sin remisión hacia su fin en el lecho oceánico, una imagen capaz de perseguirte mucho tiempo. De la misma forma, cuando la cámara se adentra en un museo buscando especies ya extintas o la representación de la majestuosidad de la vida marina en impresionantes acuarios que sin embargo palidecen ante lo anteriormente contemplado, la película consigue plenamente sus objetivos.
Un momento mágico cuando, mientras la película reproduce la devastadora fuerza de la naturaleza en forma de tormenta, una fuerte corriente de viento está a punto de llevarse la pantalla por los aires, salvada por la atenta producción en el último instante. La proyección concluye felizmente, con la pantalla convertida en una vela henchida por el viento. El público aplaude, conmovido y fascinado por el espectáculo. Los niños juegan felices con sus sombras en la pantalla. El viernes que viene se repetirá de nuevo el ritual de disfrutar del cine al aire libre. Demasiado hermoso como para no dejarse seducir por él.
El ciclo de cine medioambiental continúa durante todos los viernes de agosto, en el Parque de las Siete Sillas, a partir de las 21:00 horas con Avatar, Wallace y Gromit: La Maldición de las Verduras, El Jardinero Fiel y Grizzly Man. Este articulo, levemente modificado, se publicó el lunes 2 de Agosto en el periódico Voz Emérita.
La pantalla blanca se recorta sobre el río, esperando su ocasión para llenarse de sueños. Entre el público, por vez primera este año, llama la atención poderosamente un proyector portátil de 35 mm que empieza a ser alimentado de forma meticulosa y delicada con unas inconfundibles bobinas de considerable tamaño. Bajo las miradas curiosas de niños y mayores, el celuloide se desliza entre los engranajes, trazando vueltas y curvas, ocupando su sitio a la espera de ser arrastrado. La cegadora luz blanca del proyector traza un cuadro sobre la pantalla, se mueve a un lado y a otro hasta ocuparla en su mayor parte, busca el equilibrio. Aun falta bastante para que anochezca, pero ya es hora de comenzar.
Océanos, el documental de mayor presupuesto de la historia, fruto de cuatro años de preparación y otros cuatro de duro rodaje hasta en el último rincón del mundo marino, dista mucho de ser uno de esos suaves sedantes con los que dormir placidamente en el sofá delante del televisor después de comer. Todo lo contrario, su embriagadora propuesta atrapa desde un primer momento la atención del espectador, que se deja seducir por cada plano, cada secuencia, mientras una sucesión de imágenes del mundo acuático, a cual más espectacular y sorprendente, va desvelando sin más adornos que la incuestionable belleza que llena la pantalla la vida de sus pobladores, esos fascinantes desconocidos del mundo animal que recorren un universo ingrávido, libre en su mayor parte de la odiosa presencia humana.
Perrin y Cluzaud no necesitan abusar de la voz en off para transmitir su mensaje de indudable calado ecologista al espectador. Aunque el tono es melancólico, herido, porque sería absurdo no asumir la inevitable cuota de responsabilidad que nos toca en la destrucción paulatina de ese paraíso, no hay mayor afán de toma de conciencia que la que surge mientras, asombrados y desarmados por la contemplación de la naturaleza en todo su esplendor – esos gigantescos bancos de peces llevando a cabo auténticas coreografías, esos ejércitos de cangrejos dispuestos a épicas batallas, esas sorprendentes tácticas de camuflaje, esas luchas por la supervivencia del ciclo de la vida, esa aparentemente infinita variedad de especies recorriendo, gráciles, las interminables autopistas marinas – nos dejamos arrastrar por esa belleza a la que contribuye no poco una inteligente combinación de sonidos marinos y la arrebatadora música de Bruno Coulais que vuelve, como ya hizo en la preciosa Nómadas del Viento, a dar prueba de su exquisita sensibilidad para enriquecer las imágenes que ilustra.
Tampoco se escatima el dolor entre tanta belleza. La presencia del hombre, con sus redes de arrastre y su caprichosa forma de saquear los fondos marinos mucho más allá de lo que sería necesario para alimentarse, permite asistir a secuencias tan impactantes como las que muestran la lucha denodada de los animales por escapar de las redes que los atrapan o aquella en la que un tiburón, desprovisto de sus arrancadas aletas y cola, es tirado por la borda de un barco pesquero y se hunde sin remisión hacia su fin en el lecho oceánico, una imagen capaz de perseguirte mucho tiempo. De la misma forma, cuando la cámara se adentra en un museo buscando especies ya extintas o la representación de la majestuosidad de la vida marina en impresionantes acuarios que sin embargo palidecen ante lo anteriormente contemplado, la película consigue plenamente sus objetivos.
Un momento mágico cuando, mientras la película reproduce la devastadora fuerza de la naturaleza en forma de tormenta, una fuerte corriente de viento está a punto de llevarse la pantalla por los aires, salvada por la atenta producción en el último instante. La proyección concluye felizmente, con la pantalla convertida en una vela henchida por el viento. El público aplaude, conmovido y fascinado por el espectáculo. Los niños juegan felices con sus sombras en la pantalla. El viernes que viene se repetirá de nuevo el ritual de disfrutar del cine al aire libre. Demasiado hermoso como para no dejarse seducir por él.
El ciclo de cine medioambiental continúa durante todos los viernes de agosto, en el Parque de las Siete Sillas, a partir de las 21:00 horas con Avatar, Wallace y Gromit: La Maldición de las Verduras, El Jardinero Fiel y Grizzly Man. Este articulo, levemente modificado, se publicó el lunes 2 de Agosto en el periódico Voz Emérita.
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