jueves, diciembre 22, 2005

KING KONG: Puro espectáculo. Puro exceso

La pasión obsesiva con la que se aborda cualquier tipo de proceso artístico es, lo sabemos desde siempre, un arma de doble filo. Cuando un autor se empeña en conseguir una obra que esté a la altura de los desmesurados sentimientos que la inspiraron y dispone de medios prácticamente ilimitados para llevarla a cabo, no es extraño que el resultado contenga en su interior tantos momentos de inmensa, brillante genialidad creativa como otros en los cuales uno puede tener la sensación que solo cierta ceguera a la hora de valorar el propio trabajo impide al artista ponerse en el lugar de los destinatarios del mismo y darse cuenta de que a veces, en su afán de recrear su sueño, ha transitado por los caminos de la desmesura y el exceso. Viendo las imágenes de esta hiperbólica película cuya realización ha obsesionado a Peter Jackson desde que a la temprana edad de nueve años quedó para siempre fascinado por el clásico original de 1933, uno no puede sino llegar a esa conclusión irrefutable y admitir que lo mucho bueno que contiene en su interior esta versión actualizada de King Kong tiene su contrapartida en una serie de decisiones cuestionables que encontrarían su explicación en la pasión irrefrenable que este cineasta siente desde siempre por esta mítica historia del gorila gigante enamorado hasta las trancas de la bella rubia de turno.

Si algo positivo tiene el King Kong de Jackson es la absoluta honestidad personal con la que el realizador neocelandés ha afrontado una empresa tan delicada como ésta. Jackson siempre ha tenido claro que su objetivo no se trataba tanto de aportar cosas nuevas al mito como de aprovechar las enormes posibilidades que las nuevas tecnologías le ofrecían para actualizar para toda una nueva generación esta poderosa historia capaz de aunar sin complejos espectáculo, aventuras, romance y un drama de enorme capacidad de sugerencia y emoción. Los personajes, con leves matices – la presentación de Jack Black como un trasunto del descarado primer Orson Welles que jugaba al despiste con los estudios, la forma en la que Naomi Watts enriquece su papel, la acertada reconversión del personaje de Adrien Brody en guionista, aunque al actor se le ve a ratos algo perdido – son básicamente los mismos y la estructura general de la película también resulta idéntica al original. La apuesta de Jackson consiste pues en mantener lo que considera la esencia misma de la historia, potenciando por un lado sus aspectos más espectaculares desde una óptica hiperrealista que no descuida los elementos más fantásticos y perturbadores del relato; y por otro centrando mucho la atención del espectador en la perspectiva que ofrece de los distintos personajes, cuidando más su trazo psicológico y poniendo el acento en la imposible, trágica historia de amor entre la bella y la bestia.

Analizando el primero de esos dos puntos, habrá que convenir que lo aprendido por Jackson y su equipo en la recreación del universo Tolkien en su anterior trilogía le ha servido de mucho a la hora de mostrar de forma más que convincente lo que debía ser la metrópoli neoyorquina de la Depresión y la absoluta necesidad que mueve a todos sus personajes. El realizador es consciente de que cuanto más realista se muestre en este proceso, mucho más perturbador resultará para el espectador el choque que resulte cuando sus criaturas se den de bruces con un mundo tan aterrador como el que les espera en la Isla Calavera. Y así es, en efecto. El viaje al Corazón de las Tinieblas – detalle particularmente malévolo éste – del Venture cobra toda su fuerza en el aterrador primer contacto con la civilización indígena que puebla la isla, que Jackson presenta como si de una película de terror se tratara, consiguiendo resultar de lo más inquietante – solo le fallan, a mi juicio, esas inadecuadas ralentizaciones en la pelea que no se sabe a cuento de qué vienen – y funciona asimismo en la primera aparición del gran simio cuando se lleva a Ann consigo aceptando tan suculenta ofrenda.

A partir de este momento, el alargado tramo central que transcurre en la isla se divide en dos aspectos que no acaban de encontrar el equilibrio justo: uno es el que se dedica a explorar los múltiples peligros que acechan en la misma, ya sea en forma de estampidas de brontosaurios (de lejos la peor escena del filme tanto desde su absurda concepción en el guión como en su puesta en imágenes, sorprendentemente fallida), lagartos hiperdesarrollados, horripilantes pozos de insectos (otra escena que, pese a su regusto gore, Jackson se podía haber ahorrado y que está en el filme precisamente por haberse descartado en el original de 1933, un hecho muy indicativo del espíritu de homenaje que preside toda la película) y tiranosaurios particularmente insistentes que permiten a Kong demostrar toda su fuerza en una serie de inacabables luchas que, si bien resultan de lo mas espectaculares y tienen cierto sentido del humor, pueden resultar una experiencia de lo más agotadora incluso para el espectador más curtido.

Por otro lado está el proceso de entendimiento entre Ann y el gran gorila. Y aquí si que Jackson y sus guionistas saben extraer genuina emoción al desarrollar esa relación imposible: posee una irresistible comicidad la forma en la que Ann (una brillantísima Naomi Watts, que llena de verdad su interpretación) tranquiliza primero la cólera de la bestia con sus trucos de vodevil y luego vuelve sobre ellos, tras la batalla con los saurios, para, directamente, seducir al gran primate. Hermosa es la forma en la que Kong contempla el atardecer sobre el océano e invita a Ann a compartir ese momento – uno siente la inmensa soledad en la que se halla ese ejemplar único en su especie – y comprensible es la desesperación que le invade cuando asiste impotente a la forma en la que intentan arrebatarle de su lado al objeto de su deseo, lo que le lleva de cabeza a la trampa que le tienden: resulta increíble la expresividad que han conseguido extraer del gran gorila cuando éste, suplicante, parece no entender la razón por la que Ann no salta a su mano salvadora cuando acude de nuevo a rescatarla antes de que finalice el segundo acto. Los cimientos de dicha relación condenada a la tragedia son tan sólidos como cabría esperar.

Así, en el tercer acto, Jackson ha conseguido de sobra su objetivo: ya no es el despliegue de efectos visuales de Kong suelto por esa Nueva York llena de luces lo que nos llama la atención. Muy al contrario, lo que nos conmueve es la forma desesperada en la que el simio busca entre la multitud lo único que verdaderamente le importa. Y aunque por momentos la película se inclina peligrosamente al borde de lo sensiblero – el reencuentro de Ann y Kong tiene un cierto aire de spot publicitario, y la escena del hielo en Central Park, bien que emotiva, tampoco se libra de cierto empalago – Jackson consigue salir más o menos airoso del trance interrumpiendo bruscamente una y otra vez los escasos momentos de intimidad que la pareja comparte hasta trepar a lo alto del Empire State Building. Y, que quieren que les diga, este cronista se emocionó profundamente durante todo el tramo final, desde ese amanecer contemplado (que hermoso detalle el del gesto del primate recordando aquel atardecer en la isla y la reacción que provoca en Ann) hasta el ametrallamiento inmisericorde de esa bestia ya definitivamente humanizada, empeñada en poner a salvo a su amada, con la que comparte esos últimos momentos de amor ya claramente correspondido.

Así pues la película de Peter Jackson es un sobrecogedor monumento a la pasión. Y desde ahí, no cabe duda que sufre de excesos y desmesura – sus más de tres horas de duración, que ni siquiera el propio cineasta sabe muy bien cómo justificar (ver entrevista en Dirigido nº 351, pág. 30) así lo prueban, por no mencionar que reincide sin duda a posta en todas esas cuestiones ilógicas que ya se hallaban presentes en el original de 1933 (y que tan bien resumía el personaje de Ray Liotta en un afortunado diálogo de la película Phoenix de Danny Cannon de 1998), que tanto se le han criticado desde algunos medios, sin advertir que esas incoherencias son en cierto modo parte del juego y del mito – aunque un servidor ha de reconocer que hubiera preferido que al menos algunas no fueran tan evidentes, porque son capaces de sacar de la película al fan más entregado – pero sería un tanto injusto no reconocerle al filme de Jackson los muchos méritos que tiene no ya desde el punto de vista del torrencial sentido del espectáculo que el neocelandés siempre ha demostrado, sino desde el simple plano narrativo. No está al alcance de cualquiera coger un presupuesto de tal magnitud para realizar una superproducción de estas características y construir una historia entretenida que se sigue con un inmenso interés, en la que no faltan un buen puñado de escenas poderosas y llenas de emoción que quedan en la retina del espectador. ¿Y acaso no era ese desde un primer momento el principal objetivo de Peter Jackson? Se le pueden poner todos los reparos que uno quiera – la mayor parte de ellos tienen cierta fundamentación lógica irrebatible – pero un servidor prefiere quedarse con el hecho de que Jackson consigue transmitirme su pasión y emocionarme, logro que siempre le agradezco y le agradeceré a cualquier cineasta.

2 comentarios:

Gerardo Macías dijo...

Hola
Que tal? Nos conocimos en el Festival de Huelva, yo lei en la rueda de prensa el premio para Conejo en la Luna, y luego nos fuimos a comer tu y yo, con el director de esa película, y también el de El Trato, y un señor que decía que era director de Playboy antiguamente. Espero verte por mi blog
www.gerardomacias.blogspot.com

David Garrido Bazán dijo...

Hola, Gerardo
Si, claro que me acuerdo de ti, hombre. La verdad es que estas fechas me tienen bastante liado y no he tenido tiempo ni siquiera de actualizar el blog (siempre estoy igual) pero espero que en el 2006 las cosas vayan algo mejor.

Le echaré un vistazo a tu blog encantado en cuanto tenga algo menos de lio. Un abrazo y estamos en contacto.

Por cierto, el tipo que fue director de Playboy se llama Juan José Martínez y era el crítico enviado por el Periódico de Catalunya - y de paso, para toda la prensa del grupo Zeta, creo que es - para cubrir el Festival de Huelva.