Caché es pues una obra imprescindible sobre la que se vuelve una y otra vez a lo largo de los días posteriores a su visionado, una película perturbadora y sumamente incómoda en todo momento para el espectador, que casi sin darse cuenta, sigue el metraje en un estado de perpetua tensión, algo que Haneke consigue no por casualidad, sino a través de una medida puesta en escena y de un dominio del tiempo narrativo que va consiguiendo sutilmente este objetivo sin apenas proponérselo. Caché es, en fin, una de las obras más desasosegantes que este cronista ha tenido la ocasión de ver en mucho tiempo, un filme que por su personalísima apuesta y su capacidad de invitar a la reflexión está entre los trabajos más interesantes que ha ofrecido el cine europeo en su conjunto en los últimos tiempos. Cierto es que Haneke, cineasta exigente como pocos con el público, no es un plato indicado para todo tipo de espectador y que a buen seguro habrá quien abandone la sala con un comprensible estado de estupefacción y hasta con la leve sospecha de que el director se ha permitido el lujo de tomarle el pelo – en ese sentido, el plano final juega de forma admirable con nuestras expectativas creadas a lo largo de la obra, pero no aporta nada a lo ya expuesto por el cineasta hasta ese momento, lo que puede entenderse hasta como una broma en medio de un tema francamente serio – pero aun y con eso déjense llevar por sus propias reflexiones y las de aquellos que les acompañen al cine. Descubrirán que Caché es una de esas películas que crecen en la memoria y que sus cargas de profundidad pueden resultar de lo más demoledoras.
lunes, enero 23, 2006
CACHÉ, La vuelta del perturbador Haneke
Michael Haneke es un director que a lo largo de su ya fecunda filmografía, se ha empeñado en sacudir a modo nuestras conciencias con películas en las que a menudo se explora con bisturí afilado la faceta habitualmente más oscura y oculta del ser humano, lo que en Haneke casi siempre resulta una mirada desalentadora y poco proclive a ofrecer alguna esperanza a una sociedad corrompida desde su misma base por las debilidades, cuando no directamente mezquindades, de las personas que la conformamos. Uno de los temas recurrentes del cine de Haneke es la forma en la que, aun cuando somos más que conscientes de la cuestionable catadura moral con la que a veces nos conducimos por la vida, nos esforzamos por disimular esas flaquezas, llegando al punto de ignorarlas como si nunca hubieran existido hasta que alguien o algún suceso nos golpea y nos obliga a mirar frente a frente al abismo que a veces escondemos en lo más profundo de nosotros mismos, esos lodazales de nuestra personalidad o de nuestro pasado por los que, no sin cierta razón – a veces solo se puede sobrevivir en esta vida de esa forma – rehuimos aventurarnos, mucho menos reconocernos.
La última propuesta de Haneke, triunfadora en Valladolid y en los recientes Premios de la Academia del Cine Europeo, es una película angustiosa en la que se da un buen repaso a los temas de la culpabilidad y la mala conciencia que se halla mucho más presente de lo que pensamos en nuestras vidas cotidianas. Caché (Escondido) empieza como un thriller inquietante: un crítico literario famoso que tiene un programa de televisión, casado con una editora y con un hijo adolescente, empieza a recibir en su casa una serie de vídeos que muestran, en plano fijo, la entrada de su casa. Las grabaciones vienen envueltas en unos dibujos simples pero un tanto siniestros a los que ni el personaje de Daniel Auteil ni su mujer, Juliette Binoche, saben darle explicación. Poco a poco, el contenido de los vídeos se hace más personal y muestra detalles que indican que quienquiera que sea el que está detrás de las grabaciones, está relacionado con el pasado de ese periodista. Recurrir a la policía no sirve de nada – no hay ninguna amenaza explícita – y la inquietud va creciendo de forma imparable, resquebrajando la seguridad, tan solo aparente, que esa familia de burgueses acomodados disfruta.
Haneke explora a través de esta peripecia el sentimiento de culpa, un sentimiento fuertemente enraizado en un pasado que el personaje magníficamente interpretado por Daniel Auteil ha tratado de olvidar. Pero no se detiene ahí, ni mucho menos: la película, rica en lecturas como siempre en un cineasta tan personal como complejo, también analiza la forma en la que nos enfrentamos a una amenaza, las desigualdades sociales, la enorme fragilidad de una institución familiar basada en una seguridad tan solo aparente – resulta desalentador ver la forma tan natural en la que esa pareja de progresistas acomodados ha convertido la idea del espacio y la independencia que creen que necesita su hijo adolescente en indolencia o directamente ignorancia sobre sus actividades - y, por supuesto, uno de los temas más queridos por Hanecke, como es la manera en la que el cine o cualquier otro medio audiovisual manipula la realidad y la deforma hasta límites insospechados. El trabajo de dirección de Hanecke es impresionante: juega con nuestras percepciones de forma constante (hay veces en las que uno no sabe si está asistiendo a la visión subjetiva del hombre que graba los vídeos o estamos contemplando uno de esos vídeos en compañía de Auteil y Binoche) y, consciente de nuestro voyeurismo, lo explota al máximo implicándonos en una peripecia fascinante que padecemos al lado de ese periodista desbordado por los acontecimientos, un tipo que es víctima de una violencia para nada física de la que, de forma progresiva, cada vez tenemos una mayor certeza que ha ayudado a crear.
Por si todo esto fuera poco, Hanecke, mucho más cercano en esta película a los inmensos logros de obras como Funny Games o La Pianista que a los titubeos de Código Desconocido o El Tiempo del Lobo, nos golpea con una de las secuencias más demoledoras e impactantes que uno ha podido ver en una pantalla en los últimos años, una ostia de tal calibre que nos pega al asiento dejándonos sin capacidad alguna de reacción durante largo tiempo… tiempo que Hanecke aprovecha para proponer unos veinte minutos finales que, lejos de resolver algunos de los enigmas planteados a lo largo de la película, deja abiertas varias posibilidades a la imaginación del espectador, que, un tanto comprensiblemente abrumado por la dureza de la experiencia que acaba de vivir, puede perderse con facilidad en el juego planteado con mano maestra por este austriaco que está empeñado en llevar hasta las últimas consecuencias ese dogma de fe con el que ejerce su profesión según el cuál el papel del cineasta es rascar allí donde más duele, desvelar lo que no se quiere saber ni ver y obligar al espectador a plantearse cuestiones de lo más serias.
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2 comentarios:
La vi ayer. Te puedo asegurar que sí que incomoda: desde los planos fijos en los que sólo se ve la casa hasta la increíble indiferencia o falta de reacción de un padre por un problema con su hijo... Y la bofetada que te pega con la escenita de marras es de las que hacen época.
Auteil parace que esté anestesiado, distante... Juliette Binoche, al menos, parece un poco más viva, más comprometida, más ¿pasional? -ufff, es mucho decir de esa mujer-.
A mí no me encajan las piezas de ninguna de las maneras. Sobre todo, porque falta la explicación del cómo. Una cosa es que la historia tenga un final abierto y otra muy distinta es que sea abierta desde el comienzo: el sustento es tan débil que cualquier atisbo de claridad se pierde. Seguramente era eso lo que buscaba Haneke, que el espectador sintiera la presión del no saber qué está pasando; pero no hubiera estado de más algo de coherencia narrativa -que no digo de la historia que retrata-, porque el deseo de mostrar que todos nos colocamos a nuestras espaldas ciertos comportamientos más o menos indeseables lo hubiera seguido haciendo igual.
Es una película difícil.
Matizo: cuando digo que Auteil está anestesiado, no me refiero a que se le queda grande el papel o a que no sabe cómo reaccionar, sino al personaje que interpreta: el crítico literario parece que esté alelado, hasta un pelín idiotizado. Lo clava, la verdad: esas miradas perdidas, de alucinación, son totales.
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