lunes, enero 24, 2011

ANIMAL KINGDOM Australia funde a negro

Hay películas que se definen desde su mismo arranque con una contundencia estremecedora. En el primer plano de Animal Kingdom, un adolescente observa un concurso basura en el televisor mientras su madre dormita a su lado en el sofá. Una apacible escena familiar. Hasta que aparecen un par de paramédicos que preguntan al adolescente si les ha llamado él y qué ha tomado su madre. “Heroína” contesta con cierta indolencia. Y mientras los de urgencias atienden a su madre, el adolescente, de pie a su lado, no deja de prestar atención al concurso basura que estaba viendo. La escena no solo es sobrecogedora por su tremendo impacto emocional: es un aviso de que nos vamos a mover en zonas ciertamente pantanosas, que todo lo que va a venir después cuando Josh llame a su abuela para informarle que su madre ha muerto de sobredosis y que no sabe qué hacer, va a llevarle a un mundo donde tendrá que ir construyendo una moral propia que llene ese increíble vacío que permite tan estremecedor comportamiento.

Así es Animal Kingdom, sorprendente opera prima del australiano David Michôd, una película que cuenta de forma tan original como brillante una historia mil veces vista como es el crecimiento de un joven en el seno de una familia dedicada al crimen, sumergiéndonos en un lodazal moral del que resulta imposible desasirse. Gobernada con mano férrea por una matriarca con pinta de alegre abuelita de los suburbios – impresionante Jackie Weaver - que bajo sus muestras de cariño y su amable fachada esconde a una bicha de cuidado capaz de sacrificar lo que sea necesario para defender a su camada, la familia de delincuentes a la que Josh va a parar genera un universo ambivalente, podrido hasta las entrañas, en la que como en otros grandes clásicos del género le resultará imposible separar los lazos de sangre de las peligrosas actividades que implica pertenecer a la misma.

Con un estilo seco, cortante como una cuchilla pero a la vez tan cerebral y átono que a más de uno le parecerá sorprendente sentir la enorme tensión que genera la película – de hecho casi se agradecen como liberadoras las pocas escenas en las que la violencia física se muestra en pantalla, una forma de aliviar la congoja con la que el espectador sigue todo el proceso con la conciencia de estar asistiendo a una tragedia griega en la que no puede anticipar lo que sucederá a continuación, pero sabe que algo horrible acabará ocurriendo – Animal Kingdom despliega su catálogo de personajes más o menos recurrentes del cine negro bajo una luz que los ennegrece aun más: no es que los límites entre el bien y el mal sean difusos, es que aquí directamente no existen.

La policía asesina a sangre fría ante la incapacidad de procesar a los que saben culpables, los hermanos asesinan a sangre fría a inocentes como represalia como forma de demostrar su pertenencia y fidelidad al clan por encima de cualquier duda moral u objeción simplemente de tipo práctico y todos ellos cultivan una especie de perverso y brutal determinismo darvinista que no se haya demasiado alejado del que flota sobre las películas de James Gray (Little Odessa, The Yards) o de Jacques Audiard (De Repente mi Corazón ha Dejado de Latir y sobre todo Un Profeta) y en el que la intimidación, la amenaza constante y la progresiva toma de conciencia de que no ya un paso en falso sino la sospecha de que pueda siquiera considerarse puede acarrear la muerte dominan de forma asfixiante el metraje hasta hacerse virtualmente irrespirable para el espectador.

Animal Kingdom se ambienta en un universo desesperanzado sin el más mínimo sentido de la justicia o brújula moral. David Michôd trufa la película de algunas marcas de estilo (ralentís musicales, encadenados de escenas, encuadres opresivos) que pueden irritar o hacer más llevadera la propuesta según el ánimo con el que uno se encuentre cuanto más se adentra en ella. Pero de lo que no cabe duda es de su formidable capacidad de pegada, de la lograda mezcla de sensaciones de dolor, locura, desazón y amargura que provoca su visionado. Avanza con paso firme hacia una resolución inevitable (ojo: inevitable no equivale aquí a predecible) si se presta atención a lo que en el fondo es su tema fundamental: la formación de una moral allí donde reina el vacío más absoluto, los códigos y valores impuestos por el ambiente en el que se crece que uno interioriza como propios. En eso no se diferencia tanto de las obras maestras del género creadas por Coppola o Scorsese.





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