Cuando vi las dos partes de El Crack, acababa de entrar en la
adolescencia. Hoy estoy cerca de cumplir 48 años y me resulta imposible recordar,
más allá de la honda impresión y el entusiasmo que me causaron, cuánta de mi
devoción por el mundo de Germán Areta tiene que ver con aquellos primeros dos visionados
y cuánta depende de las incontables veces que he vuelto a verlas – la última el
pasado viernes, vísperas de ver ‘El Crack Cero’ - mientras crecía e iba
aplicando a los sucesivos visionados no solo mi propia experiencia vital, sino
mis conocimientos de cine e incluso las valiosas herramientas que Garci y sus
numerosos contertulios me enseñaron durante más de una década en su mítico programa ‘¡Que
Grande es el Cine!’
Se puede sentir nostalgia de lo que no se ha vivido. Es más: ahora
en este momento de mi vida, ya creo que la nostalgia se alimenta más de eso que
de las propias experiencias y recuerdos de cada uno. "El pasado es un lugar donde nadie te da la lata" se escucha en un
momento de este 'El Crack Cero'. Y es verdad, porque el pasado lo componen esos
recuerdos que a menudo es mirar a través de un cristal borroso, un sitio que
puedes remodelar a tu gusto hasta cierto punto y elegir incluso si te resulta
más placentero o doloroso a voluntad, modulando la intensidad del sentimiento
que quieres que te produzca. Yo veo las películas de El Crack y para mi suponen
a menudo volver a ese momento de mi infancia donde, cuando viajábamos a Madrid
en coche desde Mérida, suplicaba a mis padres que pasáramos por lo que yo llamaba
‘la calle de los cines’ antes de
saber incluso que era la Gran Vía, y me dejaba deslumbrar por aquellas enormes
marquesinas y sus luces de neón que prometían maravillosas experiencias durante
un par de horas en la sala de cine. Pero nunca viví en Madrid ni conocí
realmente aquellos años. Solo pasé en coche algunas veces y paseé un poco por
ellas de la mano de mis padres, entrando alguna vez en algún cine de los que ya
no existen. Poco más. Mi forma de habitar esa época y ese lugar mítico fueron mucho más las películas 'El Crack' y 'El
Crack II', ese mundo de Germán Areta que nos regaló Garci.
Han pasado 38 años desde el primer Crack y ahora ya no están
esos colores sucios propios de aquellos primeros años 80, sino un blanco y
negro dreyeriano, más limpio que el blanco y negro de los perdedores de la
guerra de ‘You’re the One’ Y ahí está
Germán Areta, en uno de esos bares de los de entonces, de los que ya apenas
existen, jugando al mus (aquí se juega al mus, no al póker) ganando un órdago y
hasta sonriendo. Interrumpiendo después la partida para plantarle cara a un
maltratador, darle una lección moral a una mujer que no quiere ser salvada y
volviendo como si nada. Pares sí. Dame una ficha, Manolo ¿Es el Areta de siempre? Sí y no. Por de
pronto, es un colosal Carlos Santos quien se ha apropiado del personaje que
perteneció a Alfredo Landa y aunque sale más que triunfante del reto, es
inevitable parpadear de vez en cuando al verle en pantalla. Además aunque sea
igual de duro e intenso, es un Areta aún no tan machacado por la vida. Estamos
en noviembre de 1975, Franco aún no ha muerto aunque le quede poco, no hace
tanto tiempo que El Piojo ha abandonado la Brigada de Investigación Criminal y
aunque sabe que la dictadura agoniza, también es consciente que los hombres que
están dentro de ella no se van a ninguna parte, así que tampoco se hace
demasiadas ilusiones. Es lo que hay. Él lo sabe de primera mano: trabaja con
mucha miseria moral, como cualquier investigador privado, pero tiene una
brújula que le guía que son sus principios, que no rompe por nada ni por nadie.
A su consulta llega una misteriosa y atractiva mujer que le
plantea que investigue la muerte de un sastre, amante suyo, que la policía ha calificado
como suicidio y ella cree asesinato. Y todo se pone en marcha de nuevo. Garci
está dialogando no ya con el pasado – esto es muy importante: las dos primeras
El Crack son fruto y crónica de su tiempo y esta 'El Crack Cero' está ambientada en
1975 aunque hecha en el 2019: es un dato más importante de lo que parece – sino
con sus propias películas y con aquellos que las vimos entonces desde su primera
escena. La estructura será similar a aquella, los personajes aparecerán
encarnando los mismos roles, aunque los actores por fuerza sean otros y nada
escapará al férreo control de la visión de Garci, que establece desde el
principio la correa de una puesta en escena clásica donde el plano–contraplano,
los mínimos pero estudiados movimientos de cámara, la construcción de diálogos,
su BSO y hasta el sonido directo están al servicio de un calculadísimo
ejercicio de estilo que se enorgullece de denominarse cine a la antigua usanza
y que no tiene miedo alguno al qué dirán o a que aparezca la palabra 'naftalina'
en una crítica poco reflexionada.
Es Garci, ha cumplido 75 años y tiene claro
la película que va a hacer y nada ni nadie le va hacer cambiar de idea sobre
cómo quiere construirla y cómo quiere servir su historia al espectador. No es un ejercicio suicida. Al contrario: está muy pensado y
elaborado. Se suceden los encuentros. Conocemos el origen de la relación de
Areta y el Moro – que gran elección Miguel Ángel Muñoz para el papel –
asistimos al choque de trenes entre Areta y el Abuelo – que otra gran elección
también la de Pedro Casablanc – y suspiramos por una precuela de la precuela
que cuente de una maldita vez lo que sucedió con aquellos depósitos, resuelva las
insinuaciones de la implicación de la Brigada en cierta guerra sucia y termine
con la salida de Areta de aquella Brigada en su mejor momento; volvemos al
cuadrilátero de boxeo mientras Luis Varela, el nuevo Rocky, desgrana una vez más sus recuerdos de Nueva York y los combates en el mítico Madison Square Garden y en una escena se
cuenta la maravillosa historia de un gol mítico del Madrid durante varios minutos; hay tres
mujeres que son distintos aspectos diferentes pero complementarios de la femme
fatale y, ay, otra más con la que Germán Areta atisba la felicidad, a la que
puede enseñar el secreto de un Dry Martini en la intimidad de una suite del
Hotel Palace y hasta decirle, a su manera, que la quiere, cuando en El Crack II
el mismo personaje, apenas ocho años después, pero con muchas más heridas y
cicatrices a sus espaldas no era capaz siquiera de dejar escrito en una pizarra
“Eres lo mejor que tengo” a quien
entonces amaba. 'El Crack Cero' explica por qué. Sin alardes, pero también sin
lugar a equívocos.
Areta, como España, va a entrar en su propia Transición – que
bonita es la forma en la que Garci decide contar la noticia de la muerte de
Franco y cómo reaccionan a ella sus personajes - y la historia que narra 'El Crack Cero' no es
importante por la resolución del caso del sastre asesinado – tampoco importan
mucho las tramas paralelas que se abren y no cierran del todo: ya no está
Horacio Valcarcel y en algo tenía que notarse que el pegamento no es tan sólido, aunque intuyo que el trabajo de Javier Muñoz como co-guionista debió ser fundamental en muchos de los logros que sí tiene la película
- sino por cómo rinde sentido homenaje a los pilares del universo que solo
existe en la mente de Garci. Es cine en blanco y negro no solo porque así es
más fácil que Garci coloque sus insertos de la Gran Vía de entonces. Es en
blanco y negro porque es El Crack anterior a nuestro El Crack, un ejercicio de
nostalgia cinéfila que solo en blanco y negro tiene pleno sentido. No importa
que se refuerce así su artificio. No está escrito que deba ser fiel a la época
que retrata. Solo a cómo Garci la recuerda. No es una película fruto de su
tiempo. Sus condicionantes son otros. "En busca del tiempo aprendido", la define
Garci parafraseando a Proust. Olé sus huevos.
Desprovista del más mínimo alarde visual – salvo un epílogo
brillantísimo que puede que no todos sabrán apreciar en lo que vale - 'El Crack
Cero' se hace fuerte en la palabra. Sus diálogos son brillantes, precisos, con
una dicción exquisita. No rehúye cierta retranca, como cuando Pedro Casablanc
cita a Valle Inclán diciendo que en España siempre se premia lo malo y que es
una costumbre muy arraigada y Areta sentencia “Y no va a cambiar nunca” pero no existe el más mínimo atisbo de
ironía en su acercamiento a las reglas del género, en las que cree a pie
juntillas, como siempre. Y así, 'El Crack Cero' es una película única porque
habita un espacio único, que es el de la mente de Garci, que no es comparable a
ningún otro, porque es una suerte de no-lugar profundamente cinematográfico y
al mismo tiempo personal e insólito, como muy bien señala Javier Ocaña en su crítica de la película para El País.
En realidad, por mucho que lo que voy a escribir pueda
escandalizar a muchos, la propuesta de Garci no está tan lejos de la de
Tarantino en ‘Érase una vez en Hollywood’ o incluso la de Todd Phillips para
ese ‘Joker’ con el que tiene la mala fortuna de coincidir en su fin de semana de
estreno. Las tres películas son un ejercicio de poderosa cinefilia fruto de la
pasión con la que sus muy distintos autores viven y entienden el cine.
Tarantino usa su pasión por el cine como herramienta para, sin prejuicios,
atreverse incluso remodelar la historia de Sharon Tate a su gusto, porque
entiende que el cine tiene la capacidad de mejorar en mucho la vida, algo que
sin duda firmaría el propio Garci. Y Todd Philips no hace otra cosa que aplicar
lo aprendido del cine de Scorsese y Lumet, de ‘Taxi Driver’ a ‘El Rey de la
Comedia’ pasando por ‘Network, Un Mundo Implacable’ para subvertir desde dentro
el género del cine de superhéroes y crear una maravillosa anomalía del cine de
los grandes estudios alimentada por su propia cinefilia como combustible. ¿Y
que es ‘El Crack Cero’ sino un poderoso y rotundo ejercicio de cinefilia capaz
de dialogar a la vez desde ese pasado que nunca fue con el cine negro más
clásico, con sus propias dos películas anteriores y con los espectadores que
las vimos entonces y que nos sentamos a verla conteniendo la respiración? Pues
eso.
EL CRACK CERO EN DIAS DE CINE (Min 01:50)
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