Ya bien avanzado el metraje de
Día de Lluvia en Nueva York su protagonista Gatsby, enésimo alter ego de Allen
en su filmografía, saca del bolsillo su móvil para llamar a su novia y
preguntarle donde se encuentra. No le pone un whatsapp ni nada parecido, sino
que la llama y entonces caes en la cuenta que hasta ese momento no has visto a
ninguno de los jóvenes en pantalla usar un móvil y que ese detalle tan banal es
uno más de los que contribuyen, superada la extrañeza puntual, a construir la
confortable sensación de encontrarte en ese terreno familiar que no es exactamente
el mundo real, sino ese en el que habitan las películas de Woody Allen.
Las películas del realizador
neoyorquino no pretenden – ni siquiera lo intentan, de hecho, hace ya bastantes
años – ser fieles a la realidad. Solo los sentimientos que despiertan son
reales, no así la forma de llegar a ellos. Por eso, sin esa coartada de ambientar
sus historias en tiempos pasados que le ofrecían la mayoría de sus últimos
trabajos (Wonder Wheel, Café Society,
Magia a la Luz de la Luna…) el choque que produce este reencuentro de Woody
con su adorada Manhattan puede descolocar aún más de lo habitual a los que no
sean fieles seguidores de su cine. Al resto, es decir, a la mayoría de
nosotros, nos hace felices simplemente el haber superado el trauma de no haber
tenido por vez primera desde 1981 nuestra dosis anual de Woody por cortesía de
la infame decisión de Amazon el año pasado de intentar meter en un cajón esta deliciosa
y engañosamente ligera comedia romántica.
Al fin y al cabo, Gatsby – un Timothée
Chalamet estupendo, todo sea dicho – es un tipo que parece cualquier cosa menos
un joven de hoy en día: ama el jazz, canta y toca canciones clásicas al piano
siempre que tiene ocasión, disfruta de la lluvia mucho más que del sol y aunque
despotrica de los absurdos peajes a los que le obliga su privilegiada posición
de familia rica, no desprecia en absoluto ninguna de sus prebendas, si bien es
cierto que prefiere jugar al póker a sus estudios universitarios y planea un
fin de semana repleto de actividades para descubrir su Nueva York a su joven e
ingenua novia – una luminosa Elle Fanning a la que cuesta reconocer aquí como
la misma actriz que protagonizó la oscura Galveston – que desata el motor
narrativo de la película con esa entrevista que ha de hacer a un fatuo director
de cine al que admira, algo aparentemente simple que acaba complicándose sobremanera y que acaba por llevarla a través de un sinfín de enredos que la van alejando
cada vez más de su novio, mientras éste vive por su lado todo tipo de
encuentros que le hacen replantearse sus inquietudes vitales.
Los detractores de Allen dirán
que en este planteamiento no hay nada nuevo bajo la lluvia, y no les faltará
algo de razón, pero si se quedan anclados en eso, en la similitud de la excusa
argumental con obras previas del neoyorquino y su inevitable inferioridad
respecto de sus ya muchas obras mayores, lo siento mucho por ellos porque se perderán
lo mejor de la propuesta, que no es otra cosa que recibir con una sonrisa
permanente la calidez de la misma. En estos tiempos tan oscuros y cínicos, sería
una lástima no apreciar en lo que vale una película que te ofrece semejante
refugio trufado de alguna que otra línea de diálogo ingeniosa, de esas que
nunca faltan en el cine de Allen, unas más que excelentes interpretaciones y al
menos un par de momentos verdaderamente mágicos, que dejaré al lector descubrir
por sí mismo.
Por el camino, Allen se las
arregla para hacer un retrato nada amable de los tipejos que pululan por el
mundo del cine, ya sean directores, guionistas o actores ansiosos todos ellos
de reconocimiento en el mejor de los casos y de carne fresca en el peor - una
lectura perversa que el neoyorquino no se ahorra, aun corriendo el riesgo de
ser mal interpretado por sus muchos detractores – y dar unas cuantas vueltas
más sobre el ideal romántico alleniano a través del encuentro de Gatsby con la
hermana pequeña de una antigua novia – excelente Selena Gómez, que aprovecha a
fondo la oportunidad de lucirse que Woody le brinda – y el divertido
intercambio de puyas y tira y aflojas que se produce entre ambos, motor infalible
de toda comedia romántica que se precie.
También es reseñable la habilidad
con la que Allen resuelve algunas situaciones, ya sea visualmente – la llegada
de Gatsby al hotel tras la partida de póker, puro Lubitsch; o ese reencuentro
de la pareja de novios tras el ajetreado día vivido por separado, una
preciosidad – o a través de la escritura – la intervención de Cherry Jones, que
interpreta a la madre de Gatsby, es simplemente antológica – hasta desembocar
en uno de esos finales que si bien pueden hacer que se retuerza el colmillo del
espectador más cínico, también nos permite sonreír a aquellos de nosotros a los
que no nos molesta que el siempre ideal mundo del cine se tome esas licencias
que la realidad rara veces concede.
Así pues el regreso de Woody
Allen a su adorada Nueva York es la celebración de varios regresos, entre ellos
el de esa familiar sensación de asistir una vez más a una de esas películas que
te envuelven con su habitual y confortable combinación de inteligencia, ironía,
encanto y mucha magia. Qué más da que la luminosa fotografía de Storaro pueda
llegar incluso a resultar empalagosa, que haya personajes y tramas sin duda desaprovechados
o que Día de Lluvia en Nueva York no llegue, en fin, al nivel de las obras
mayores de Allen. Qué más da mientras sigamos teniendo el privilegio de tener
una película de Woody Allen por año. Llegará el día, ojalá aún muy lejano, que ya
no podremos habitar esas películas. Disfrutémoslo mientras dure. El año que
viene, en San Sebastián.
No hay comentarios:
Publicar un comentario