jueves, octubre 17, 2019

DIA DE LLUVIA EN NUEVA YORK, Welcome Back, Mr. Allen


Ya bien avanzado el metraje de Día de Lluvia en Nueva York su protagonista Gatsby, enésimo alter ego de Allen en su filmografía, saca del bolsillo su móvil para llamar a su novia y preguntarle donde se encuentra. No le pone un whatsapp ni nada parecido, sino que la llama y entonces caes en la cuenta que hasta ese momento no has visto a ninguno de los jóvenes en pantalla usar un móvil y que ese detalle tan banal es uno más de los que contribuyen, superada la extrañeza puntual, a construir la confortable sensación de encontrarte en ese terreno familiar que no es exactamente el mundo real, sino ese en el que habitan las películas de Woody Allen.


Las películas del realizador neoyorquino no pretenden – ni siquiera lo intentan, de hecho, hace ya bastantes años – ser fieles a la realidad. Solo los sentimientos que despiertan son reales, no así la forma de llegar a ellos. Por eso, sin esa coartada de ambientar sus historias en tiempos pasados que le ofrecían la mayoría de sus últimos trabajos (Wonder Wheel, Café Society, Magia a la Luz de la Luna…) el choque que produce este reencuentro de Woody con su adorada Manhattan puede descolocar aún más de lo habitual a los que no sean fieles seguidores de su cine. Al resto, es decir, a la mayoría de nosotros, nos hace felices simplemente el haber superado el trauma de no haber tenido por vez primera desde 1981 nuestra dosis anual de Woody por cortesía de la infame decisión de Amazon el año pasado de intentar meter en un cajón esta deliciosa y engañosamente ligera comedia romántica.


Al fin y al cabo, Gatsby – un Timothée Chalamet estupendo, todo sea dicho – es un tipo que parece cualquier cosa menos un joven de hoy en día: ama el jazz, canta y toca canciones clásicas al piano siempre que tiene ocasión, disfruta de la lluvia mucho más que del sol y aunque despotrica de los absurdos peajes a los que le obliga su privilegiada posición de familia rica, no desprecia en absoluto ninguna de sus prebendas, si bien es cierto que prefiere jugar al póker a sus estudios universitarios y planea un fin de semana repleto de actividades para descubrir su Nueva York a su joven e ingenua novia – una luminosa Elle Fanning a la que cuesta reconocer aquí como la misma actriz que protagonizó la oscura Galveston – que desata el motor narrativo de la película con esa entrevista que ha de hacer a un fatuo director de cine al que admira, algo aparentemente simple que acaba complicándose sobremanera y que acaba por llevarla a través de un sinfín de enredos que la van alejando cada vez más de su novio, mientras éste vive por su lado todo tipo de encuentros que le hacen replantearse sus inquietudes vitales.


Los detractores de Allen dirán que en este planteamiento no hay nada nuevo bajo la lluvia, y no les faltará algo de razón, pero si se quedan anclados en eso, en la similitud de la excusa argumental con obras previas del neoyorquino y su inevitable inferioridad respecto de sus ya muchas obras mayores, lo siento mucho por ellos porque se perderán lo mejor de la propuesta, que no es otra cosa que recibir con una sonrisa permanente la calidez de la misma. En estos tiempos tan oscuros y cínicos, sería una lástima no apreciar en lo que vale una película que te ofrece semejante refugio trufado de alguna que otra línea de diálogo ingeniosa, de esas que nunca faltan en el cine de Allen, unas más que excelentes interpretaciones y al menos un par de momentos verdaderamente mágicos, que dejaré al lector descubrir por sí mismo.

Por el camino, Allen se las arregla para hacer un retrato nada amable de los tipejos que pululan por el mundo del cine, ya sean directores, guionistas o actores ansiosos todos ellos de reconocimiento en el mejor de los casos y de carne fresca en el peor - una lectura perversa que el neoyorquino no se ahorra, aun corriendo el riesgo de ser mal interpretado por sus muchos detractores – y dar unas cuantas vueltas más sobre el ideal romántico alleniano a través del encuentro de Gatsby con la hermana pequeña de una antigua novia – excelente Selena Gómez, que aprovecha a fondo la oportunidad de lucirse que Woody le brinda – y el divertido intercambio de puyas y tira y aflojas que se produce entre ambos, motor infalible de toda comedia romántica que se precie.


También es reseñable la habilidad con la que Allen resuelve algunas situaciones, ya sea visualmente – la llegada de Gatsby al hotel tras la partida de póker, puro Lubitsch; o ese reencuentro de la pareja de novios tras el ajetreado día vivido por separado, una preciosidad – o a través de la escritura – la intervención de Cherry Jones, que interpreta a la madre de Gatsby, es simplemente antológica – hasta desembocar en uno de esos finales que si bien pueden hacer que se retuerza el colmillo del espectador más cínico, también nos permite sonreír a aquellos de nosotros a los que no nos molesta que el siempre ideal mundo del cine se tome esas licencias que la realidad rara veces concede.


Así pues el regreso de Woody Allen a su adorada Nueva York es la celebración de varios regresos, entre ellos el de esa familiar sensación de asistir una vez más a una de esas películas que te envuelven con su habitual y confortable combinación de inteligencia, ironía, encanto y mucha magia. Qué más da que la luminosa fotografía de Storaro pueda llegar incluso a resultar empalagosa, que haya personajes y tramas sin duda desaprovechados o que Día de Lluvia en Nueva York no llegue, en fin, al nivel de las obras mayores de Allen. Qué más da mientras sigamos teniendo el privilegio de tener una película de Woody Allen por año. Llegará el día, ojalá aún muy lejano, que ya no podremos habitar esas películas. Disfrutémoslo mientras dure. El año que viene, en San Sebastián.





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