domingo, diciembre 12, 2010

BIUTIFUL, Celebracion de lo sordido

El cine de Alejandro González Iñarritu, con o sin Guillermo Arriaga, guionista cómplice en esa esplendida trilogía del dolor compuesta por Amores Perros, 21 Gramos y Babel hasta que ambos protagonizaron un sonoro divorcio artístico, no engaña a nadie. Cuando uno entra a ver una película del mexicano debe asumir de antemano que se va a encontrar ante una experiencia tan fascinante como dolorosa, que la pantalla va a inundarse de imágenes de esas que le hacen a uno removerse inquieto en la butaca, que Iñarritu pondrá todo su empeño en transferir al espectador el dolor que sienten sus personajes para alcanzar un cierto estado de catarsis que le permita apreciar aun mejor los breves espacios de respiro que concede a los mismos, su improbable redención del infierno, la fragilidad temblorosa ante el sufrimiento y en última instancia la muerte que para Iñarritu define mejor que ninguna otra cosa la humanidad de sus criaturas.


Biutiful nace ya desde su mismo título, esa errónea transcripción al inglés de lo hermoso, de un principio de contradicción con múltiples caras que en el fondo no dejan de ser la misma manifestación del sentido de entender la vida y el cine del cineasta mexicano: pretende extraer del buscado feísmo estético con el que retrata la cara más marginal y oscura de esa Barcelona habitualmente luminosa una reflexión perturbadora, te obliga a identificarte con un personaje complejo que se gana la vida explotando las miserias de los demás pero al que lejos de demandarle responsabilidad ética por sus actos, dota de una conciencia moral y una preocupación por el bienestar de aquellos a los que explota que lo diferencie de otras piezas del engranaje mucho más desalmadas que él mismo, lo retrata a la vez como un padre ejemplar y preocupado por el futuro incierto de sus dos retoños pero incapaz de construir un refugio seguro para los mismos, le dota de la capacidad de hablar con los muertos pero eso no le hace sentir menos angustia ante la proximidad de su propia desaparición física, lo presenta como alguien atrapado por la podredumbre y la corrupción moral de todo lo que le rodea dejando a un lado su papel y su implicación en la creación de ese círculo vicioso.

Iñarritu somete a su torturado Uxbal a tal sucesión de desgracias, tal infierno sin apenas tregua que de forma paradójica y a mi entender algo insensata consigue exactamente lo contrario de lo que persigue: acaso en defensa propia ante semejante celebración de lo sórdido me repliego y Biutiful no llega a conmoverme, no me araña por dentro ni me remueve como sus anteriores filmes. Por más que pueda reconocer el inmenso valor de la sobrecogedora interpretación de un Javier Bardem absolutamente descomunal, magnético, herido y frágil, por más que pueda apreciar el esplendido trabajo de puesta en escena de Iñarritu apoyado en esa soberbia fotografía de Rodrigo Prieto capaz de hacer visible lo habitualmente invisible, por más que comprenda la intención con la que Biutiful pretende desordenar mi conciencia, me distancio de forma irreversible de la película, la veo siempre desde fuera en lugar de implicarme en ella, no la sufro ni tan siquiera en sus momentos más dramáticos.

Buena prueba de ello es que la escena que más me llega del filme, aquella que perdurará en mi memoria, es esa maravillosa reunión familiar a base de helado, ese mínimo atisbo de normalidad, ese rayo de luz entre la infinita negrura de Biutiful al que uno se aferra de forma desesperada porque es casi el único momento de respiro, de tregua, que Iñarritu concede. Eso me hace pensar que en la desesperada forma en la que describe la necesidad de Uxbal de encontrarle un sentido a su vida y poner en orden sus asuntos antes de desaparecer Iñarritu no mide con precisión y olvida que para que el drama cale de verdad uno necesita atisbar la parte de belleza y felicidad que también tiene la vida. Sin ese contrapunto necesario, todo el dolor y la miseria de Biutiful no llegan a conmover. Extraña paradoja ésta: en una obra animada por el principio de contradicción, Iñarritu olvidó la contradicción más fundamental de todas para que su película funcionara.


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