jueves, febrero 16, 2012

CABALLO DE BATALLA Spielberg a pecho descubierto


Arrastra Spielberg un estigma difícil de deslindar de su cine desde los mismos comienzos de su filmografía, una especie de insoslayable tendencia a sentimentalizar y edulcorar sus relatos que le han hecho acreedor a calificativos nada amables por parte de sus detractores más acérrimos, que suelen olvidar más a menudo de lo que deberían su indiscutible calidad como forjador de imágenes y poderoso narrador de historias. No son pocas las ocasiones en las que me he encontrado discutiendo sobre el cine de Spielberg en las que se llega al inevitable “Si, pero si no la hubiera estropeado al final con esa escena blandita y sentimental, sería mucho mejor película.” Creo que más de una vez he sido yo mismo el que ha pronunciado la dichosa frase.

Con eso en mente, reconozco no me motivaba especialmente Caballo de Batalla ¿Una historia sobre la amistad entre un caballo y su dueño con la I Guerra Mundial de telón de fondo? Cielo santo. Terreno abonado para que Spielberg se desmadre. Si ni siquiera me gustan los caballos. Pero claro, luego uno recuerda Salvad al Soldado Ryan y siente curiosidad por ver cómo se acerca a la Gran Guerra. Al fin y al cabo estamos hablando de Spielberg.

Primera sorpresa y soy consciente que no soy nada original al escribir esto: Spielberg se ha disfrazado de John Ford en la primera hora de película. La descripción de esa granja donde se cría el caballo de marras y sus habitantes no puede ser más fordiana, drama y humor socarrón incluidos. Lo es hasta el punto que Emily Watson parece escapada de ¡Que verde era mi valle!, la dignidad de Peter Mullan bien podría ser la de cualquier habitante de Innisfree y el estilo de Spielberg, deliberadamente contemplativo, con esos largos y hermosos planos de grandes angulares que se abren al espectador, tiene un inconfundible aroma clásico. Rancio, dirán sus detractores. Nostálgico de un estilo casi desaparecido, prefiero decir yo. Estoy disfrutando. Estoy enganchado a cómo Spielberg se toma su tiempo para desarrollar ese convincente lazo entre el caballo Joey y su joven dueño. Aunque el primero actúe mejor y resulte mucho más expresivo que el segundo.


Cuando la acción se traslada a Francia según Joey va cambiando de dueños y bandos, detecto más disfraces de Spielberg. Un poco de Frank Borzage por aquí, un poco de David Lean por allá, ese naturalismo de Jean Renoir que no acaba de salirle, la inevitable referencia a Kubrick… Pero no engaña ni por un momento: sigue siendo Spielberg. Más Spielberg que nunca, de hecho. El relato avanza y fluye con pasmosa facilidad. Por allí resuenan las fanfarrias de John Williams, algo intrusivas, para que no nos olvidemos de la grandeza de lo que estamos viendo y lo que tenemos que sentir.


Hay épica y sentimentalismo. Hay incluso una cierta pose chulesca, una especie de “Este soy yo y este es mi estilo de hacer cine ¿algún problema?” Spielberg va a pecho descubierto. Por el camino, unas cuantas elipsis prodigiosas. Quiere contar la crudeza terrible de la Gran Guerra, su destrucción, su absurdo y su sinsentido y que esta producción Disney tenga una calificación para todos los públicos. Tira de maestría y lo consigue gracias a ideas de puesta en escena tan extraordinarias como el final de la carga de caballería – por cierto, ojo al inicio de la misma con los jinetes surgiendo entre los trigales - o el plano final que resuelve la historia de los dos hermanos alemanes. Chapó.


De ahí al final, la experiencia puede resultar abrumadora, excesiva. Spielberg conjuga momentos de brillantez con pasajes en los que uno no puede sino admirar su atrevimiento porque sabes que le van a llover los palos de siempre por parte de los de siempre. Resulta tan visceral como conmovedor. No da respiro. La paleta de colores de Janusz Kaminski nos lleva en volandas del sucio gris de las trincheras a la radiante luz de otra idílica granja. Y vuelta al barro y a la sinrazón de la guerra. Spielberg cierra el círculo en el último tramo retomando los aromas fordianos. Cuando te quieres dar cuenta, casi dos horas y media se han pasado como en un suspiro.

No, Caballo de Batalla no es un filme para cínicos. Es fácil cargar contra su sentimentalismo, su obviedad, su tono pasado de moda, su manipulación de las emociones al límite de lo estomagante. Pero Spielberg, insisto, no engaña a nadie. Cree en el poder de su cine, en su grandiosidad (¡esa cabalgada desbocada por las alambradas!), en su capacidad para provocar sentimientos esculpiendo el plano. Busca trascender desde una mirada inocente que aun cree en la humanidad, acaso demasiado inocente para aquellos a los que nos pilla con el callo endurecido tras ser testigos conscientes de tanto dolor y crueldad. Sin embargo, resulta enormemente tentador y hermoso abandonarse a esa mirada.



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