Recuerdo que cuando esta película se proyectó en la pasada
edición de la Seminci de Valladolid, los más mordaces liquidamos con una frase tan lapidaria como malintencionada este interesante pero sin duda fallido acercamiento a la obra y la vida de Charles Bukowski “No se le puede hacer eso a un muerto”. Y no es que este excesivo escritor que hizo de su agitada vida la principal fuente de inspiración para su obra no hubiera en su tiempo coqueteado de forma abundante con el cine mientras aun estaba vivo – de hecho escribió el guión original de El Borracho, dirigida por Barbet Schroeder y llegó a ver hasta dos adaptaciones más de sus novelas, Amor Loco y Ordinaria Locura – ni tampoco que esta Factotum guionizada y dirigida por el noruego Bent Hamer - el mismo autor de aquella cachondada surrealista un poco en las antípodas estilísticas de este filme que respondía al nombre de Kitchen Stories - se aparte de la línea marcada por tan peculiar autor a lo largo de su trayectoria. De hecho, la película está hecha con el beneplácito de la fundación que administra su legado, algo que, habiendo dinero de por medio, a buen seguro hubiera encantado al escritor.
edición de la Seminci de Valladolid, los más mordaces liquidamos con una frase tan lapidaria como malintencionada este interesante pero sin duda fallido acercamiento a la obra y la vida de Charles Bukowski “No se le puede hacer eso a un muerto”. Y no es que este excesivo escritor que hizo de su agitada vida la principal fuente de inspiración para su obra no hubiera en su tiempo coqueteado de forma abundante con el cine mientras aun estaba vivo – de hecho escribió el guión original de El Borracho, dirigida por Barbet Schroeder y llegó a ver hasta dos adaptaciones más de sus novelas, Amor Loco y Ordinaria Locura – ni tampoco que esta Factotum guionizada y dirigida por el noruego Bent Hamer - el mismo autor de aquella cachondada surrealista un poco en las antípodas estilísticas de este filme que respondía al nombre de Kitchen Stories - se aparte de la línea marcada por tan peculiar autor a lo largo de su trayectoria. De hecho, la película está hecha con el beneplácito de la fundación que administra su legado, algo que, habiendo dinero de por medio, a buen seguro hubiera encantado al escritor.
No, el problema de Factotum es que para encarnar al alter ego de Bukowski en la ficción, Hank Chinaski, uno se encuentra de sopetón con el nombre de Matt Dillon... y claro, la primera reacción es pensar “Pues va a ser que no”. Pero en fin, como también están las mucho más fiables Lily Taylor y Marisa Tomei para respaldarle, como Factotum es una de las novelas más divertidas de su autor, y por último, había que ver como se lo montaba Bent Hamer con su primera producción indie USA, atractivos a priori no le faltaban.
Tal y como era previsible, lo mejor de la película reside en las perlas de diálogo salidas de la privilegiada mente del escritor - a uno puede gustarle más o menos, pero Bukowski, dentro de su amargura existencial, sabía ser muy divertido cuando se lo proponía - y en algunas de las situaciones creadas por ese tipo cuyas únicas preocupaciones en este mundo son escribir relatos, beber hasta hartarse, follar con lo que esté más a mano cuando las ganas aprieten y representar la auténtica antitesis del sueño americano, porque a Hank le importan una higa la mayoría de las cosas que les quitan el sueño a usted y yo, y como esa es una elección consciente y asumida, pues vive con ella divinamente, pese a sus sinsabores.
Hay que reconocer que, por momentos, la puesta en escena estática, un tanto contemplativa, que Bent Hamer construye tras la cámara parece ir acorde con el mundo ideado por Bukowski y hasta llegamos a entrever parte de la innegable poesía que habitaba en ese lodazal... pero cuando eso ocurre, ahí está el bueno de Matt Dillon, con su barba de tres días y su aspecto sucio como únicas armas de composición de su nihilista personaje, para recordarnos que no hay manera de creerse a semejante tipo.
Aun siendo insuficientes para que el filme levante el vuelo, son loables los esfuerzos de Dillon para retratar a ese ser excesivo, contradictorio y a ratos genial que se debate entre la necesidad de trabajar en insoportables empleos cada vez más alienantes para sobrevivir y su obstinado empeño por triunfar como escritor, dos mundos tan contrapuestos y excluyentes – algunos de los que nos gustaría ganarnos la vida con nuestros textos sabemos bien de lo que habla esta parte de la película - que no es extraño que lleven por momentos a nuestro protagonista a sufrir cierta esquizofrenia existencial que combate dejándose arrastrar por los placeres más básicos; queda también el buen trabajo de una actriz tan solvente como Lily Taylor en su retrato de una mujer capaz no solo de entenderle sino de aceptar tan descolocado e irreverente modo de vida – su extraña, torturada relación llena de altibajos es de lo más salvable de la cinta – y el espejo que supone la contraposición de dicho personaje al de Marisa Tomei, también interesante aunque por distintas razones.
No basta con esforzarse, por muy buenas intenciones que se tengan, para encarnar a un icono tan tremendo como el alter ego del mismísimo Charles Bukowski en una de sus novelas, además, más autobiográficas y personales, por lo que el intento de Hamer, aunque simpaticón y bienintencionado – y hasta inspirado en algún momento aislado - parece estar condenado de antemano al fracaso... algo que paradójicamente quizás no hubiera desagradado al autor de frases como “Hacer algo aburrido con estilo es a lo que yo llamo arte” Bien, Hamer desde luego no carece de estilo y su Factotum me resultó a ratos bastante aburrido, así que... saquen sus propias conclusiones.


La película se ambienta precisamente a principios de los años 80, cuando la familia protagonista, como muchas otras, aun sueña con volver y con que sus hijos tengan una educación mejor que la que pueden recibir en sus nuevos lugares de acogida. Eso implica que no deben relacionarse con los “locales” (es decir, los habitantes de toda la vida) porque eso puede significar renunciar a esa posibilidad remota y quedarse atrapados allí para siempre. Nuestra protagonista es una chica normal de 19 años a la que presiona un padre extremadamente estricto que la vigila de forma constante. Pero Quinghong, que así se llama la chica, preferiría tener algo más de libertad en el sitio donde vive, que está naciendo a las nuevas cosas que, con cuentagotas, van llegando del mundo occidental, como la moda o la música: ella no sueña con Shangai, sueña con ser feliz donde está y librarse de la asfixiante presión de su padre. El conflicto es imparable, pues a la normal lucha generacional entre padre e hija se suma el peso constante de la culpa y el fracaso que ese padre, impedido de volver a Shangai y por lo tanto atrapado en ese lugar perdido del interior del país, siente sobre sus hombros: necesita creer que sus hijos van a poder disponer de una vida mejor, aun a costa de ahogar por completo la libertad de movimientos de su hija, imposibilitada de hacer, en la ya de por si extremadamente estricta sociedad en la que vive, lo que hacen los adolescentes de su edad.
Wang Xiaoshuai vivió una situación muy similar a la que se describe en la película, y de ahí que sepa muy bien de lo que está hablando. En la descripción detallada de la pesada atmósfera de ese lugar marcado por la absoluta falta de libertad de movimientos de sus habitantes encontramos motivos más que suficientes para entender tanto a ese padre estricto obsesionado con sacar a sus hijos de ese lugar al que nunca debieron ir como a las naturales ansias de vivir de una joven que, como cualquier chica a su edad, empieza a descubrir el mundo que le rodea. El miedo a que ésta se enamore y se quede embarazada de un joven “local” –algo que en la práctica equivale a una condena perpetua en ese sitio- es muy palpable y ese miedo pesa en cada uno de los tiránicos actos de ese padre controlador. Sus hijos, en cambio, aunque puede que nacidos en Shangai, no conocen otra vida que la que han llevado en su pueblo y no entienden por qué se les impide disfrutar de ella, sacrificando el presente por un futuro del que, aparte de que puede que nunca llegue, ni siquiera pueden alcanzar a entender su importancia: nunca han sentido una ciudad como Shangai como propia y, por lo tanto, jamás podrán compartir los deseos de sus padres.



Pero hete aquí que una noche, por un encuentro casual, se topa con el hombre que ejercía de manager de su madre, una famosa concertista de piano. Y de repente descubrimos que ese hombre violento y despiadado que escucha música electro a todo volumen en sus cascos, tiene una faceta que no conocíamos: sabe tocar muy bien el piano. Más que bien, incluso podría, de haber seguido estudiando en su momento, haber llegado a ser concertista. El manager le ofrece una prueba y de repente, la vida de Tom se transforma: con la misma pasión y la misma violencia con la que ejerce su ‘profesión’ Tom se dispone a prepararse para esa audición. Busca a alguien que le ponga a punto –lleva años sin tocar- y encuentra a una inmigrante china, eminente música, recién llegada a Paris y que no habla una palabra de francés. Su peculiar relación, marcada por la impaciencia y la frustración – señales inequívocas de la enorme rabia interior que tiene el personaje – hace que Tom se vea en la tesitura de servir a dos amos irreconciliables: su trabajo y sus ilusiones. Por mucho que lo intenta, Tom se ve sobrepasado por los acontecimientos.
Jacques Audiard, director de Un Héroe Muy Discreto y Lee mis Labios, ha llevado a cabo un remake muy personal de una película norteamericana (¡toma ya cambio de roles!) llamada Fingers que protagonizó Harvey Keitel en 1978 y que fue la opera prima del director James Toback, película que por cierto al parecer gustó mucho en su momento a Jean Luc Godard y que un servidor desconoce. Cuenta con una baza más que notable a su favor: la sobrecogedora interpretación de Romain Duris en el papel protagonista de una película que sigue a su personaje allá por donde va, de tal forma que éste aparece en todos y cada uno de los planos del filme. Duris, al que hemos visto en Exils, Arsene Lupin o en Una Casa de Locos y su secuela, Las Muñecas Rusas, hace una impresionante composición de un personaje dominado por una terrible frustración interna que se manifiesta en cada uno de sus movimientos. No obstante parece encontrar una salida a la espiral de violencia en la que se haya inmerso gracias a esa puerta que le abre la posibilidad de retomar sus estudios de piano y convertirse en concertista, un mundo por supuesto incompatible con la sordidez de sus negocios inmobiliarios.






