Esta película que recibió el Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes y que está dirigida por Wang Xiaoshuai (La Bicicleta de Pekín) parte de un material autobiográfico para construir un drama sobre los conflictos generacionales de una chica de 19 años con su padre, fuertemente condicionados por unas muy especiales circunstancias políticas que afectan a la vida de esas personas de manera determinante. A mediados de los años 70, la China Comunista vivía inmersa en el miedo a un conflicto con la Unión Soviética, dado que sus relaciones en aquellos años no atravesaban precisamente una buena época. Por el miedo a una futurible invasión, el Gobierno chino dispuso que una serie de fábricas consideradas de cierta importancia para el país fueran trasladadas al interior, una zona mucho más pobre de la China Continental, para formar lo que entonces se denominó “La Tercera Línea de Defensa”. Por supuesto, un gran número de trabajadores abandonaron su vida en las grandes ciudades y se trasladaron con sus familias a los nuevos emplazamientos de dichas fábricas, lugares mucho más atrasados donde debían iniciar una vida que se suponía iba a tener un carácter temporal. El problema es que una vez allí, a los trabajadores se les impidió, salvo contadas excepciones, regresar a sus lugares de origen y esa nueva vida que, en principio, tenía carácter temporal se convirtió en definitiva. Tanto es así que muchos de los descendientes de aquellos trabajadores aun siguen en esas zonas del interior, aunque ya no sueñan con volver a sitios como Shangai algún día y se han resignado a su suerte.
La película se ambienta precisamente a principios de los años 80, cuando la familia protagonista, como muchas otras, aun sueña con volver y con que sus hijos tengan una educación mejor que la que pueden recibir en sus nuevos lugares de acogida. Eso implica que no deben relacionarse con los “locales” (es decir, los habitantes de toda la vida) porque eso puede significar renunciar a esa posibilidad remota y quedarse atrapados allí para siempre. Nuestra protagonista es una chica normal de 19 años a la que presiona un padre extremadamente estricto que la vigila de forma constante. Pero Quinghong, que así se llama la chica, preferiría tener algo más de libertad en el sitio donde vive, que está naciendo a las nuevas cosas que, con cuentagotas, van llegando del mundo occidental, como la moda o la música: ella no sueña con Shangai, sueña con ser feliz donde está y librarse de la asfixiante presión de su padre. El conflicto es imparable, pues a la normal lucha generacional entre padre e hija se suma el peso constante de la culpa y el fracaso que ese padre, impedido de volver a Shangai y por lo tanto atrapado en ese lugar perdido del interior del país, siente sobre sus hombros: necesita creer que sus hijos van a poder disponer de una vida mejor, aun a costa de ahogar por completo la libertad de movimientos de su hija, imposibilitada de hacer, en la ya de por si extremadamente estricta sociedad en la que vive, lo que hacen los adolescentes de su edad.
Wang Xiaoshuai vivió una situación muy similar a la que se describe en la película, y de ahí que sepa muy bien de lo que está hablando. En la descripción detallada de la pesada atmósfera de ese lugar marcado por la absoluta falta de libertad de movimientos de sus habitantes encontramos motivos más que suficientes para entender tanto a ese padre estricto obsesionado con sacar a sus hijos de ese lugar al que nunca debieron ir como a las naturales ansias de vivir de una joven que, como cualquier chica a su edad, empieza a descubrir el mundo que le rodea. El miedo a que ésta se enamore y se quede embarazada de un joven “local” –algo que en la práctica equivale a una condena perpetua en ese sitio- es muy palpable y ese miedo pesa en cada uno de los tiránicos actos de ese padre controlador. Sus hijos, en cambio, aunque puede que nacidos en Shangai, no conocen otra vida que la que han llevado en su pueblo y no entienden por qué se les impide disfrutar de ella, sacrificando el presente por un futuro del que, aparte de que puede que nunca llegue, ni siquiera pueden alcanzar a entender su importancia: nunca han sentido una ciudad como Shangai como propia y, por lo tanto, jamás podrán compartir los deseos de sus padres.
Xiaoshuai se aplica a la descripción de una historia bastante cargada de momentos dramáticos con una puesta en escena contemplativa y de ritmo pausado – acaso quizás demasiado en algún que otro pasaje a mitad del metraje – pero su propio ajuste de cuentas con el pasado no carece de valor ni de momentos inspirados, más allá de alguna que otra exageración en el relato. Son sumamente divertidos, para el ojo europeo, la forma en la que los jóvenes de ese pueblo van descubriendo e incorporando la moda occidental – para evidente disgusto de sus mayores – o se reúnen en la clandestinidad para escuchar lo último llegado de aquellos lares (¡cielo santo, Abba!) en unos inenarrables guateques clandestinos en los que la actitud lo es todo y la curiosidad, la norma. Hay un logrado trabajo de los actores (Yao Anlian, en el papel del sufrido padre, está esplendido) y quizás lo único que cabe reprocharle a esta interesante película es un cierto exceso de tremendismo en un relato que ya de por sí resultaba bastante dramático y que, por qué no decirlo, puede provocar en el espectador cierto hartazgo si llega a la conclusión de que le importa más bien poco todo lo que le están contando dado el innegable carácter localista de la propuesta.
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