Aunque a la mayor parte de los que lean esta crítica pueda importarle bien poco, resulta obligado señalar que en 1992 uno de los directores más personales y heterodoxos del cine contemporáneo, Abel Ferrara, hizo la primera versión de Teniente Corrupto, una alucinada y alucinante historia, provocativa, visceral y lisérgica que con la imborrable presencia de un Harvey Keitel entregado en cuerpo y alma, nos embarcaba en un descenso a los infiernos personales de un oficial drogadicto, chantajista y salvaje en busca de una improbable redención personal mientras intentaba resolver el caso de la violación de una monja. Era ese primer Teniente Corrupto una obra con un fuerte contenido religioso, áspera como una lija, perturbadora y magnética.
Ahora el mismo productor de aquella película inolvidable le ha encargado a otro director tan insólito, provocador y personal como Ferrara, el alemán Werner Herzog, que lleve a cabo una nueva versión de la historia, con un guión completamente nuevo y amplios márgenes de libertad para hacer lo que le viniera en gana. Herzog afirma no haber visto la película de Ferrara. Probablemente mienta como un bellaco, pero es cierto que más allá que su Teniente Corrupto tenga obvias similitudes en comportamiento y adicciones con el de Ferrara, ahí se acaban los parecidos entre dos películas de intenciones tan distintas como en el fondo complementarias y, cada una a su manera, terriblemente transgresoras.
Basta con ver los primeros planos de ese Nicholas Cage luciendo pistolón en la cintura y desplegando su habitual festival de aspavientos, tics y muecas plenamente consentidas por su director para darse cuenta que a Herzog le importa bastante poco la credibilidad del personaje o la verosimilitud del artefacto argumental que construye a su alrededor. No, a Herzog sin duda le divierte narrar el descenso a los infiernos de su Teniente, al fin y al cabo un personaje extremo más de los muchos que han poblado su filmografía, pero lo que verdaderamente le interesa es esa mirada entre alucinada y cínica a la sociedad estadounidense y más concretamente a esa terrible Nueva Orleáns post-Katrina, una ciudad devastada no solo en lo físico sino en lo moral hasta el punto que aun parece seguir ahogada, sumergida bajo las aguas. Los personajes que la pueblan no parecen abrigar ninguna esperanza de recuperación, vagan como fantasmas oprimidos por el recuerdo de lo que fue de la misma forma que al espectador con un mínimo de memoria cinéfila le cuesta reconocer en las sórdidas calles de esa ciudad la vitalidad y el encanto con el que tantos filmes la han retratado.
El interés de este Teniente Corrupto (desprovisto por cierto del más mínimo atisbo de ese profundo sentimiento de culpa católica que impregnaba la película mucho más religiosa de Abel Ferrara) está pues en ese retrato y no tanto en su estructura de thriller más o menos clásico o ver hasta donde es capaz de llegar su protagonista en su degradación moral para salir de los sucesivos embrollos en los que se ve envuelto. Para dejarlo claro Herzog introduce de vez en cuando algunas ideas desconcertantes que se dirían sacadas del universo de David Lynch – las lisérgicas visiones de las iguanas, el cocodrilo destripado en una autovía, el alma del gangster muerto bailando breakdance – que vuelan en pedazos el ritmo de una obra mucho más interesada en jugar con su atmósfera que en resultar creíble. En medio de semejante vertedero moral, el histriónico Cage se pasea con su nariz de oso hormiguero y sus ojos desenfocados, se revela más frío o suicida cuanto más desesperada resulta su situación y se aferra con determinación a su improbable tabla de salvación, ese milagro de la naturaleza con tendencia a liarse en la ficción con tipos chungos llamado Eva Mendes hasta que Herzog, en un supremo ejercicio de cinismo y provocación, lo aboca a una resolución que se descojona abiertamente de los habituales happy-ends, consiguiendo alejarse así por completo del original de Ferrara y haciendo de su Teniente Corrupto una película desconcertante a la par que transgresora en la que la risa final bien podría ser la del propio Herzog.
Esta crítica apareció en el periódico gratuito Voz Emérita el 11 de Enero del 2010
Ahora el mismo productor de aquella película inolvidable le ha encargado a otro director tan insólito, provocador y personal como Ferrara, el alemán Werner Herzog, que lleve a cabo una nueva versión de la historia, con un guión completamente nuevo y amplios márgenes de libertad para hacer lo que le viniera en gana. Herzog afirma no haber visto la película de Ferrara. Probablemente mienta como un bellaco, pero es cierto que más allá que su Teniente Corrupto tenga obvias similitudes en comportamiento y adicciones con el de Ferrara, ahí se acaban los parecidos entre dos películas de intenciones tan distintas como en el fondo complementarias y, cada una a su manera, terriblemente transgresoras.
Basta con ver los primeros planos de ese Nicholas Cage luciendo pistolón en la cintura y desplegando su habitual festival de aspavientos, tics y muecas plenamente consentidas por su director para darse cuenta que a Herzog le importa bastante poco la credibilidad del personaje o la verosimilitud del artefacto argumental que construye a su alrededor. No, a Herzog sin duda le divierte narrar el descenso a los infiernos de su Teniente, al fin y al cabo un personaje extremo más de los muchos que han poblado su filmografía, pero lo que verdaderamente le interesa es esa mirada entre alucinada y cínica a la sociedad estadounidense y más concretamente a esa terrible Nueva Orleáns post-Katrina, una ciudad devastada no solo en lo físico sino en lo moral hasta el punto que aun parece seguir ahogada, sumergida bajo las aguas. Los personajes que la pueblan no parecen abrigar ninguna esperanza de recuperación, vagan como fantasmas oprimidos por el recuerdo de lo que fue de la misma forma que al espectador con un mínimo de memoria cinéfila le cuesta reconocer en las sórdidas calles de esa ciudad la vitalidad y el encanto con el que tantos filmes la han retratado.
El interés de este Teniente Corrupto (desprovisto por cierto del más mínimo atisbo de ese profundo sentimiento de culpa católica que impregnaba la película mucho más religiosa de Abel Ferrara) está pues en ese retrato y no tanto en su estructura de thriller más o menos clásico o ver hasta donde es capaz de llegar su protagonista en su degradación moral para salir de los sucesivos embrollos en los que se ve envuelto. Para dejarlo claro Herzog introduce de vez en cuando algunas ideas desconcertantes que se dirían sacadas del universo de David Lynch – las lisérgicas visiones de las iguanas, el cocodrilo destripado en una autovía, el alma del gangster muerto bailando breakdance – que vuelan en pedazos el ritmo de una obra mucho más interesada en jugar con su atmósfera que en resultar creíble. En medio de semejante vertedero moral, el histriónico Cage se pasea con su nariz de oso hormiguero y sus ojos desenfocados, se revela más frío o suicida cuanto más desesperada resulta su situación y se aferra con determinación a su improbable tabla de salvación, ese milagro de la naturaleza con tendencia a liarse en la ficción con tipos chungos llamado Eva Mendes hasta que Herzog, en un supremo ejercicio de cinismo y provocación, lo aboca a una resolución que se descojona abiertamente de los habituales happy-ends, consiguiendo alejarse así por completo del original de Ferrara y haciendo de su Teniente Corrupto una película desconcertante a la par que transgresora en la que la risa final bien podría ser la del propio Herzog.
Esta crítica apareció en el periódico gratuito Voz Emérita el 11 de Enero del 2010
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