El arranque de Up in the Air no puede ser más prometedor: ahí es nada meternos con vaselina a un tipo capaz de trascender los códigos sociales que entendemos como normales y proclamar con absoluta convicción su apego por una tipo de vida que a nosotros nos provoca escalofríos. Pasa la mayor parte de su tiempo viajando, se siente cómodo a más no poder en el aire, domina los secretos de esos espacios insufribles que son los aeropuertos, saca todas las ventajas posibles de su condición de viajero privilegiado y acumula millas más por el orgullo de batir records que por su posible utilidad futura. Por supuesto semejante modo de vida le obliga a funcionar en consecuencia en el terreno emocional, con lo que huye de cualquier tipo de compromiso afectivo, sus lazos con la familia son casi inexistentes y ha llegado a ese punto en el que disfruta a fondo de esa confortable soledad conquistada y no impuesta.
Lo más importante es el trabajo al que se dedica. Todo su innegable carisma, que no es poco, está al servicio de despedir a la gente. Es uno de esos tipos que se dedican a suavizarte el golpe, a convencerte que el despido no es una putada sino una oportunidad para dedicarte a lo que en el fondo siempre has querido hacer, a manejar con calculada humanidad, exacerbado cinismo y fría profesionalidad los tiempos y las palabras. En esto, como en todo lo anterior - o quizás lo uno es consecuencia inevitable de lo otro – hay reglas, un método, pragmatismo. Nuestro hombre hace tiempo que está más allá de molestas consideraciones morales. Y encima, si olvidas aunque sea por un instante las terribles implicaciones de su trabajo, te cae bien, el muy cabronazo.
¿Y que hace Jason Reitman con semejante bomba de personaje? Pues en su estupenda primera hora, mostrarte de forma primorosa su modo de vida, casi convencerte de que puedes identificarte con él. Al fin y al cabo, en estos tiempos despiadados hasta su método es preferible a que te den la patada a través de una pantalla de ordenador como sugiere la joven ejecutiva con aspiraciones a tiburón en los negocios y cándido cervatillo en lo personal – estupendo descubrimiento, esta Anna Kendrick – a la que arrastra por todo el país para enseñarle el oficio. También lo empareja con otra depredadora de altos vuelos con la que comparte modo de vida – acertada Vera Farmiga – y le obliga a enfrentarse con sus casi olvidadas raíces familiares.
Pero, ay, algo extraño ocurre con las películas de Jason Reitman. Construye personajes e historias que disfrutan con la trasgresión del orden establecido e incluso, durante un rato, nos llevan por caminos apasionantes, sacando de sus criaturas de ellos interesantes reflexiones que confrontar con nuestra propia percepción de la vida . Sin embargo, como ya le pasaba al cínico e inteligente portavoz de la industria tabaquera de Gracias por Fumar – que sigue siendo para el que esto escribe su mejor película – o a esa adolescente demasiado brillante y respondona para su propio bien que era Juno, este solitario vocacional, indeseable para nosotros pero complacido con su propia existencia va deslizándose de forma progresiva según avanza el metraje por una pendiente que de puro blanda y complaciente casi se diría sacada de otro género. De otra película.
Lo que Reitman le hace al Ryan Bingham de Up in the Air (y a nosotros de paso) no tiene nombre. Hace falta mucho, muchísimo más que los argumentos que utiliza la película para descomponer a un personaje con unos pilares tan sólidos como los que muestra – de forma esplendida, insisto, de ahí mi cabreo – en su tramo inicial y convertirle en una sombra de sí mismo. Hacia la mitad del metraje, la película gira de forma tan forzada sobre si misma que hace daño contemplar el estropicio. Y como quiera que no hay cosa peor que defraudar las expectativas que la propia película ha conseguido generar en su arranque, abandono la sala malhumorado, reflexionando sobre si hay un sentido oculto que se me escapa en ese ambiguo último plano, si es que a Jason Reitman le falta no sé si un conocimiento de la vida algo más profundo o simplemente mucho más atrevimiento y mala leche para seguir las huellas de, por ejemplo, su admirado Alexander Payne, que sin duda habría conseguido sacarle a esta historia todo lo que prometía.
Le agradezco a Up in the Air, eso sí, que me haga reflexionar sobre los límites de lo que un individuo puede alcanzar en su afán de construirse una vida lejos de ataduras emocionales, la naturaleza amarga que se esconde detrás de ciertos procesos de autoafirmación, que demuestre una mirada oblicua de lo más interesante sobre la crisis económica con su cínico refinamiento en los métodos empleados para despedir a los prescindibles, que me planteé la forma de medir el éxito o el fracaso en lo personal y en lo profesional, que me ponga sobre aviso sobre los peligros de las relaciones casuales que pueden no serlo nunca del todo. Todo ello es material de primera para hacer una excelente película. Up in the Air no lo es por su propia complacencia y la verdad, es una lástima que así sea.
Lo más importante es el trabajo al que se dedica. Todo su innegable carisma, que no es poco, está al servicio de despedir a la gente. Es uno de esos tipos que se dedican a suavizarte el golpe, a convencerte que el despido no es una putada sino una oportunidad para dedicarte a lo que en el fondo siempre has querido hacer, a manejar con calculada humanidad, exacerbado cinismo y fría profesionalidad los tiempos y las palabras. En esto, como en todo lo anterior - o quizás lo uno es consecuencia inevitable de lo otro – hay reglas, un método, pragmatismo. Nuestro hombre hace tiempo que está más allá de molestas consideraciones morales. Y encima, si olvidas aunque sea por un instante las terribles implicaciones de su trabajo, te cae bien, el muy cabronazo.
¿Y que hace Jason Reitman con semejante bomba de personaje? Pues en su estupenda primera hora, mostrarte de forma primorosa su modo de vida, casi convencerte de que puedes identificarte con él. Al fin y al cabo, en estos tiempos despiadados hasta su método es preferible a que te den la patada a través de una pantalla de ordenador como sugiere la joven ejecutiva con aspiraciones a tiburón en los negocios y cándido cervatillo en lo personal – estupendo descubrimiento, esta Anna Kendrick – a la que arrastra por todo el país para enseñarle el oficio. También lo empareja con otra depredadora de altos vuelos con la que comparte modo de vida – acertada Vera Farmiga – y le obliga a enfrentarse con sus casi olvidadas raíces familiares.
Pero, ay, algo extraño ocurre con las películas de Jason Reitman. Construye personajes e historias que disfrutan con la trasgresión del orden establecido e incluso, durante un rato, nos llevan por caminos apasionantes, sacando de sus criaturas de ellos interesantes reflexiones que confrontar con nuestra propia percepción de la vida . Sin embargo, como ya le pasaba al cínico e inteligente portavoz de la industria tabaquera de Gracias por Fumar – que sigue siendo para el que esto escribe su mejor película – o a esa adolescente demasiado brillante y respondona para su propio bien que era Juno, este solitario vocacional, indeseable para nosotros pero complacido con su propia existencia va deslizándose de forma progresiva según avanza el metraje por una pendiente que de puro blanda y complaciente casi se diría sacada de otro género. De otra película.
Lo que Reitman le hace al Ryan Bingham de Up in the Air (y a nosotros de paso) no tiene nombre. Hace falta mucho, muchísimo más que los argumentos que utiliza la película para descomponer a un personaje con unos pilares tan sólidos como los que muestra – de forma esplendida, insisto, de ahí mi cabreo – en su tramo inicial y convertirle en una sombra de sí mismo. Hacia la mitad del metraje, la película gira de forma tan forzada sobre si misma que hace daño contemplar el estropicio. Y como quiera que no hay cosa peor que defraudar las expectativas que la propia película ha conseguido generar en su arranque, abandono la sala malhumorado, reflexionando sobre si hay un sentido oculto que se me escapa en ese ambiguo último plano, si es que a Jason Reitman le falta no sé si un conocimiento de la vida algo más profundo o simplemente mucho más atrevimiento y mala leche para seguir las huellas de, por ejemplo, su admirado Alexander Payne, que sin duda habría conseguido sacarle a esta historia todo lo que prometía.
Le agradezco a Up in the Air, eso sí, que me haga reflexionar sobre los límites de lo que un individuo puede alcanzar en su afán de construirse una vida lejos de ataduras emocionales, la naturaleza amarga que se esconde detrás de ciertos procesos de autoafirmación, que demuestre una mirada oblicua de lo más interesante sobre la crisis económica con su cínico refinamiento en los métodos empleados para despedir a los prescindibles, que me planteé la forma de medir el éxito o el fracaso en lo personal y en lo profesional, que me ponga sobre aviso sobre los peligros de las relaciones casuales que pueden no serlo nunca del todo. Todo ello es material de primera para hacer una excelente película. Up in the Air no lo es por su propia complacencia y la verdad, es una lástima que así sea.
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