Que el cine es algo lo suficientemente maleable como para poder adaptar a su antojo cualquier obra literaria hasta el punto de hacerla irreconocible es algo conocido y si me apuran casi hasta asumido dadas las numerosas tropelías que en nombre del sacrosanto entretenimiento comercial se llevan décadas haciendo. No se confundan, no soy un integrista de la fidelidad al material literario de partida, incluso creo que el cine, como el medio de contar historias absolutamente distinto a la literatura que es, precisa de cierta libertad a la hora de plasmar en imágenes lo escrito. En esa indisoluble y fértil asociación entre ambas disciplinas se basa gran parte del cine y uno ha de aceptar con tanta resignación como admiración que hay películas capaces de engrandecer libros vulgares y libros maravillosos que pierden gran parte de su magia al llegar a la gran pantalla.
Sin embargo, sí creo que se debe guardar un cierto respeto a la intención del autor del libro, que no hay traición más condenable que alterar los elementos de una novela hasta desvirtuar aquello que el escritor pretendía transmitir al lector. El Retrato de Dorian Grey, la única novela que escribió Oscar Wilde en 1890, era una ácida y cínica crítica contra la hipocresía victoriana, una inteligente forma de reivindicar cierto gusto por el placer encubierta bajo los ropajes de una historia moral que hacía de su narcisista personaje central un ser vanidoso, arrogante y extremadamente corrupto.
Por el contrario, El Retrato de Dorian Grey, la película perpetrada con pésimas intenciones por Oliver Parker, juega a convertir a dicho personaje en una victima, en un personaje maldito cercano a monstruos tradicionales como el Hombre Lobo o Drácula – los paralelismos del filme con la adaptación de Coppola de la obra de Bram Stoker son demasiado evidentes para ser ignorados – con lo que despoja a Dorian Grey de la mayor parte de su malevolencia y fuerza, haciendo poco menos que comprensible su descenso a los infiernos de la perversión y, en el colmo de los sacrilegios, le otorga al mismo una especie de redención moral final que Wilde jamás habría osado imaginar para su corrupta criatura.
Solo en los compases iniciales de la película uno puede mantener la ilusión de que Parker - autor por cierto de la adaptación al cine de otras dos obras de Wilde, Un Marido Ideal y La Importancia de Llamarse Ernesto, con lo que no puede argüir desconocimiento del universo del escritor – va a guardar cierta fidelidad a la obra original. Eso ocurre gracias al talento de Colin Firth que en su papel de Lord Henry Wotton es la reconocible voz del propio Wilde y consigue transmitir todo el cinismo, desencanto e inteligencia con la que el irlandés observaba a la decadente sociedad que le rodeaba.
Su causticidad y la guía en el hedonismo que supone para el joven Dorian conforman la parte salvable del filme de Parker, que se despeña en cuanto éste desaparece de la pantalla junto con el pintor Basil Hallward - un correcto Ben Chaplin - y dejan a solas con el peso de la película a un actor tan soso como Ben Barnes que pese a su belleza carece de los recursos suficientes para generar interés. No es solo culpa suya: el afán de Parker y su guionista Toby Finlay por hacer de la película un producto comercial vendible - que me llevó a pensar en más de una ocasión en esa inenarrable tontería para jovencitas llamada Crepúsculo, lo que es un pésimo síntoma – convierten a este Dorian Grey en alguien tan alejado del personaje original creado por Wilde que casi podría decirse que representa en el último tramo del filme la corrección política contra la que el irlandés luchó denodadamente toda su vida y por la que pagó un alto precio, una traición final que haría que se revolviese en su tumba.
Actualizar un clásico para hacerlo accesible a un público joven no debería significar traicionar su esencia. Uno puede entender – aunque no compartir – ciertos efectismos visuales o un lenguaje visual y un montaje cercano al gusto más moderno en ese afán de llegar al gran público. Pero de ahí a comulgar con un guión que por momentos va en contra de la intención original pretendida por Wilde va un largo trecho. Y por ahí no paso. Ni deberían ustedes.
Este artículo se publicó el lunes 28 de junio en el periodico gratuito Voz Emerita
Sin embargo, sí creo que se debe guardar un cierto respeto a la intención del autor del libro, que no hay traición más condenable que alterar los elementos de una novela hasta desvirtuar aquello que el escritor pretendía transmitir al lector. El Retrato de Dorian Grey, la única novela que escribió Oscar Wilde en 1890, era una ácida y cínica crítica contra la hipocresía victoriana, una inteligente forma de reivindicar cierto gusto por el placer encubierta bajo los ropajes de una historia moral que hacía de su narcisista personaje central un ser vanidoso, arrogante y extremadamente corrupto.
Por el contrario, El Retrato de Dorian Grey, la película perpetrada con pésimas intenciones por Oliver Parker, juega a convertir a dicho personaje en una victima, en un personaje maldito cercano a monstruos tradicionales como el Hombre Lobo o Drácula – los paralelismos del filme con la adaptación de Coppola de la obra de Bram Stoker son demasiado evidentes para ser ignorados – con lo que despoja a Dorian Grey de la mayor parte de su malevolencia y fuerza, haciendo poco menos que comprensible su descenso a los infiernos de la perversión y, en el colmo de los sacrilegios, le otorga al mismo una especie de redención moral final que Wilde jamás habría osado imaginar para su corrupta criatura.
Solo en los compases iniciales de la película uno puede mantener la ilusión de que Parker - autor por cierto de la adaptación al cine de otras dos obras de Wilde, Un Marido Ideal y La Importancia de Llamarse Ernesto, con lo que no puede argüir desconocimiento del universo del escritor – va a guardar cierta fidelidad a la obra original. Eso ocurre gracias al talento de Colin Firth que en su papel de Lord Henry Wotton es la reconocible voz del propio Wilde y consigue transmitir todo el cinismo, desencanto e inteligencia con la que el irlandés observaba a la decadente sociedad que le rodeaba.
Su causticidad y la guía en el hedonismo que supone para el joven Dorian conforman la parte salvable del filme de Parker, que se despeña en cuanto éste desaparece de la pantalla junto con el pintor Basil Hallward - un correcto Ben Chaplin - y dejan a solas con el peso de la película a un actor tan soso como Ben Barnes que pese a su belleza carece de los recursos suficientes para generar interés. No es solo culpa suya: el afán de Parker y su guionista Toby Finlay por hacer de la película un producto comercial vendible - que me llevó a pensar en más de una ocasión en esa inenarrable tontería para jovencitas llamada Crepúsculo, lo que es un pésimo síntoma – convierten a este Dorian Grey en alguien tan alejado del personaje original creado por Wilde que casi podría decirse que representa en el último tramo del filme la corrección política contra la que el irlandés luchó denodadamente toda su vida y por la que pagó un alto precio, una traición final que haría que se revolviese en su tumba.
Actualizar un clásico para hacerlo accesible a un público joven no debería significar traicionar su esencia. Uno puede entender – aunque no compartir – ciertos efectismos visuales o un lenguaje visual y un montaje cercano al gusto más moderno en ese afán de llegar al gran público. Pero de ahí a comulgar con un guión que por momentos va en contra de la intención original pretendida por Wilde va un largo trecho. Y por ahí no paso. Ni deberían ustedes.
Este artículo se publicó el lunes 28 de junio en el periodico gratuito Voz Emerita
Días de cine: El retrato de Dorian Gray
2 comentarios:
Muy bien argumentadas tus críticas, iré pasando por aquí a ver que nos muestras.
Saludines
Toda la razón. Oscar Wilde es uno de mis escritores favoritos y es lamentable lo que han hecho con esta versión.
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