A estas alturas de la película, algunos presumimos de tenerle cogido el truco a ese brillantísimo prestidigitador llamado Lars Von Trier. El hombre que se sacó de la manga el Manifiesto Dogma tras haber experimentado con multitud de formatos narrativos – algunos aun recordamos Europa como una demoledora experiencia - y golpearnos en la cabeza con la durísima Rompiendo las Olas para después abandonarlo sin miramientos tras Los Idiotas con el fin de subvertir las reglas del musical en ese ejercicio de sadismo encubierto llamado Bailando la Oscuridad, ya nos tenía acostumbrados a que podíamos esperar de él cualquier cosa cuando nos plantó a Nicole Kidman y un buen puñado de excelentes actores en un escenario pintado con tiza en Dogville, construyendo una provocadora fábula sobre el mal que podía llegar a desatar las simples buenas intenciones de una buena samaritana cristiana que, llegado el momento y en las condiciones propicias, podía echar mano del vengativo Dios del Antiguo Testamento y dejarnos estupefactos. Si a alguno le queda alguna duda sobre la capacidad de hacer el mal de este perverso a la vez que brillante cineasta solo tiene que echarle un vistazo a Las Cinco Condiciones y comprobar lo lejos que puede llegar en ese sentido.
Manderlay es la segunda parte de la trilogía ‘americana’ que el provocador cineasta danés ha construido alrededor del idealista personaje de Grace, que en Dogville tenía los rasgos de Nicole Kidman, aquí los de la joven Bryce Dallas Howard – que por cierto está francamente bien en su difícil cometido – y en la futura Wasington (así, sin h) aun no sabemos. Es Manderlay una película inteligente y brutal que trata temas tan dolorosos y polémicos en los EE.UU como la segregación racial, la esclavitud y el racismo, pero que también le da un buen repasito a algunos conceptos como la democracia, la libre elección y lo que el hombre es capaz de hacer con esa libertad que sin duda van a levantar numerosas ampollas no solo en la sociedad estadounidense, sino en cualquiera de las acomodadas occidentales, tan orgullosas ellas de lo que han conseguido a lo largo de las últimas décadas, olvidando que aun queda mucho camino por recorrer. La acción de la película, formalmente idéntica a Dogville – es decir, rodada en un único y enorme espacio interior, con un decorado compuesto de unos cuantos elementos sobrios y multitud de marcas en el suelo que delimitan las distintas estancias de la plantación donde se desarrolla la historia – arranca exactamente en el punto donde dejábamos a Grace y a su padre, tras haber arrasado por completo aquel pueblecito del interior de los USA salvajemente purificado de sus pecados.
Ahora se topan con una plantación en Alabama, la Manderlay del título, en la que, pese a que hace ya más de setenta años que la esclavitud fue abolida – estamos en 1933 –, todo sigue igual que entonces, con una población compuesta de varias decenas de negros y una vieja ama moribunda (Lauren Bacall, en un breve papel distinto del que hizo en Dogville, claro) que los gobierna. Grace, llevada por su inquebrantable espíritu idealista y bienintencionado, decide emprender una nueva misión tras la muerte del ama: enseñar a esos negros que no conocen otro mundo que el de Manderlay y ahora de repente manumitidos a disfrutar de las ventajas que les proporciona su nueva condición de hombres libres y dueños de su destino. Es aquí donde entran en juego conceptos como la democracia – la toma de decisiones de forma mayoritaria mediante votación en asamblea: ¿quién asegura que la democracia es la mejor forma de gobernarse? – la asunción de responsabilidades por sus actos – la libre elección conlleva un inconveniente: nadie te dice lo que debes hacer, así que has de ser lo suficientemente inteligente como para hacerlo por ti mismo – la forma en la que se debe autogestionar la plantación para que sus nuevos dueños puedan vivir de ella, etc. Las diversas fábulas morales de la película tienen además una lectura política actual sumamente inquietante, pues Grace no se queda sola en Manderlay, sino que su padre le proporciona unos cuantos gangsters bien armados para que ella tenga los recursos para llevar a cabo sus objetivos y aunque Grace no recurre a ellos salvo cuando es absolutamente necesario – no cabe duda que el personaje ha evolucionado desde Dogville, aunque reincida en viejos errores: ya no se limita a aceptar pasivamente lo que ocurre a su alrededor, sino que es parte activa de lo que sucede, aun cuando no comprenda del todo bien las implicaciones de sus actos -, no cabe duda que esa situación hace pensar en la forma en la que Bush y sus muchachos andan ahora por cierto país de Oriente Medio imponiendo por la fuerza esos conceptos de libertad y democracia. Este es un detalle que dista mucho de ser casual y menos conociendo como se las gasta el amigo Lars.
Volviendo a la trama de Manderlay, lo que si queda bien patente en esta nueva propuesta del juguetón realizador danés es que tiene una mala leche considerable. Su película explora de nuevo a fondo, en un tono acaso aun más cínico de lo que lo hacía en Dogville, como las buenas intenciones, el idealismo ciego desprovisto de un cierto pragmatismo, pueden de nuevo acarrear desgracias sobre aquellos a los que se pretende ayudar. No es apropiado hacer aquí, por razones de espacio, un extenso análisis sobre los muchos temas que toca Manderlay en esta magnífica película que, aun lidiando con el inconveniente de que su propuesta formal ya nos es conocida de Dogville y, por lo tanto, mucho menos impactante – algo de lo que el propio realizador es consciente, pues da por sabido que el espectador ya está más que familiarizado con ella y no incide más de lo necesario sobre el particular, lo que no significa que no le saque un considerable partido – tiene la ventaja de ser en mi opinión una película mucho más compacta que la primera, con un guión algo menos disperso y que elabora un contundente discurso que, sobre todo en su espléndida media hora final, que se sigue con los ojos abiertos como platos, no dejará a nadie indiferente.Algunos pueden argüir, no sin cierta razón, que Lars Von Trier sigue elaborando densos tratados filosóficos en lugar de películas, pero a un servidor le apasiona la forma en la que el realizador danés, sin concesiones, deja al descubierto muchas de las vergüenzas ocultas o disimuladas en nuestra cómoda manera de dejarnos llevar por una autocomplacencia nada recomendable. Su cine provoca reflexiones tremendas y remueve las malas conciencias de los espectadores, y a mi un cine que provoca tales perturbaciones siempre me parece digno de admirarse. Hace poco, a propósito de la reciente victoria de Hamás en las elecciones libres en Palestina, leí un chiste brutal que mostraba a un occidental muy enfadado que gritaba “¡Estúpidos! ¡No habéis entendido nada! ¿Qué coño os habéis creído que es la democracia? ¡Tenéis que votar lo que nos gusta a nosotros, no lo que os gusta a vosotros!” Consideren por un momento todas las implicaciones de esa idea básica que consiste en que por muy estupendo o justo que nos parezca un determinado modo de vida, es imposible imponérselo a sus destinatarios si no están por la labor o no están preparados para asumirlo. Manderlay está de plena actualidad. No hace falta volver a conmocionarse con las imágenes que acompañan al estupendo Young Americans de Bowie para darse cuenta de ello: basta leer cualquier periódico.
Ahora se topan con una plantación en Alabama, la Manderlay del título, en la que, pese a que hace ya más de setenta años que la esclavitud fue abolida – estamos en 1933 –, todo sigue igual que entonces, con una población compuesta de varias decenas de negros y una vieja ama moribunda (Lauren Bacall, en un breve papel distinto del que hizo en Dogville, claro) que los gobierna. Grace, llevada por su inquebrantable espíritu idealista y bienintencionado, decide emprender una nueva misión tras la muerte del ama: enseñar a esos negros que no conocen otro mundo que el de Manderlay y ahora de repente manumitidos a disfrutar de las ventajas que les proporciona su nueva condición de hombres libres y dueños de su destino. Es aquí donde entran en juego conceptos como la democracia – la toma de decisiones de forma mayoritaria mediante votación en asamblea: ¿quién asegura que la democracia es la mejor forma de gobernarse? – la asunción de responsabilidades por sus actos – la libre elección conlleva un inconveniente: nadie te dice lo que debes hacer, así que has de ser lo suficientemente inteligente como para hacerlo por ti mismo – la forma en la que se debe autogestionar la plantación para que sus nuevos dueños puedan vivir de ella, etc. Las diversas fábulas morales de la película tienen además una lectura política actual sumamente inquietante, pues Grace no se queda sola en Manderlay, sino que su padre le proporciona unos cuantos gangsters bien armados para que ella tenga los recursos para llevar a cabo sus objetivos y aunque Grace no recurre a ellos salvo cuando es absolutamente necesario – no cabe duda que el personaje ha evolucionado desde Dogville, aunque reincida en viejos errores: ya no se limita a aceptar pasivamente lo que ocurre a su alrededor, sino que es parte activa de lo que sucede, aun cuando no comprenda del todo bien las implicaciones de sus actos -, no cabe duda que esa situación hace pensar en la forma en la que Bush y sus muchachos andan ahora por cierto país de Oriente Medio imponiendo por la fuerza esos conceptos de libertad y democracia. Este es un detalle que dista mucho de ser casual y menos conociendo como se las gasta el amigo Lars.
Volviendo a la trama de Manderlay, lo que si queda bien patente en esta nueva propuesta del juguetón realizador danés es que tiene una mala leche considerable. Su película explora de nuevo a fondo, en un tono acaso aun más cínico de lo que lo hacía en Dogville, como las buenas intenciones, el idealismo ciego desprovisto de un cierto pragmatismo, pueden de nuevo acarrear desgracias sobre aquellos a los que se pretende ayudar. No es apropiado hacer aquí, por razones de espacio, un extenso análisis sobre los muchos temas que toca Manderlay en esta magnífica película que, aun lidiando con el inconveniente de que su propuesta formal ya nos es conocida de Dogville y, por lo tanto, mucho menos impactante – algo de lo que el propio realizador es consciente, pues da por sabido que el espectador ya está más que familiarizado con ella y no incide más de lo necesario sobre el particular, lo que no significa que no le saque un considerable partido – tiene la ventaja de ser en mi opinión una película mucho más compacta que la primera, con un guión algo menos disperso y que elabora un contundente discurso que, sobre todo en su espléndida media hora final, que se sigue con los ojos abiertos como platos, no dejará a nadie indiferente.Algunos pueden argüir, no sin cierta razón, que Lars Von Trier sigue elaborando densos tratados filosóficos en lugar de películas, pero a un servidor le apasiona la forma en la que el realizador danés, sin concesiones, deja al descubierto muchas de las vergüenzas ocultas o disimuladas en nuestra cómoda manera de dejarnos llevar por una autocomplacencia nada recomendable. Su cine provoca reflexiones tremendas y remueve las malas conciencias de los espectadores, y a mi un cine que provoca tales perturbaciones siempre me parece digno de admirarse. Hace poco, a propósito de la reciente victoria de Hamás en las elecciones libres en Palestina, leí un chiste brutal que mostraba a un occidental muy enfadado que gritaba “¡Estúpidos! ¡No habéis entendido nada! ¿Qué coño os habéis creído que es la democracia? ¡Tenéis que votar lo que nos gusta a nosotros, no lo que os gusta a vosotros!” Consideren por un momento todas las implicaciones de esa idea básica que consiste en que por muy estupendo o justo que nos parezca un determinado modo de vida, es imposible imponérselo a sus destinatarios si no están por la labor o no están preparados para asumirlo. Manderlay está de plena actualidad. No hace falta volver a conmocionarse con las imágenes que acompañan al estupendo Young Americans de Bowie para darse cuenta de ello: basta leer cualquier periódico.
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