JINDABYNE, una cuestión moral
Muchos de los que leen estas líneas habrán visto Short Cuts (Vidas Cruzadas) esa maravillosa película de Robert Altman en la que adaptaba varios cuentos de Raymond Carver. Uno de ellos, 'Tanta Agua tan cerca de casa' contaba la historia de unos amigos que salían de excursión para pescar y se topaban con el cadáver de una mujer. Lejos de cancelar sus planes y dado que la muerta ya estaba pues eso, muerta, los cuatro amigos seguían de pesca tranquilamente e informaban a las autoridades dos días después, algo que después acarrearía sobre ellos una tormenta de críticas y más de una crisis con sus parejas, incapaces de comprender su forma de actuar. Ray Lawrence, director de la espléndida Lantana, ha tardado cinco años en volver a ponerse detrás de la cámara y lo ha hecho para adaptar de nuevo este cuento de Carver que planteaba un muy interesante dilema moral, si bien se lo ha llevado a su terreno - Australia - y ha introducido alguna variante de su cosecha que enriquece y complica aun más la trama.
En efecto, la muerta de Jindabyne ya no es una mujer anónima como en el cuento de Carver y la adaptación de Altman, sino que la guionista Beatrix Christian le ha dado la característica de una mujer aborigen, una variación que introduce en la película una cuestión sumamente delicada como es la a veces difícil relación entre la población blanca y la raza originaria de aquel país. En cualquier caso, Jindabyne es una película sobre la propia moral y la propia responsabilidad, sobre cómo establecemos los límites y los vulneramos en el caso de la primera y sobre cómo aprendemos a asumir la segunda, llegando a comprender el alcance de nuestros actos. La película cuenta a su favor con una realización elegante y una fluida puesta en escena que jamás carga las tintas demasiado sobre los hechos que se cuentan, sino que prefiere preparar bien el terreno para todo lo que está por venir. Así, la minuciosa descripción de la importancia de la tradición anual que supone para estos cuatro amigos la excursión de pesca a ese río escondido en un parque natural en las montañas - casi un rito iniciático masculino - hace que el espectador pueda entender, que nunca justificar, la más que cuestionable actitud de los cuatro amigos. Su vida familiar, repleta de los pequeños grandes problemas que siempre están presentes en cualquier pareja de mediana edad, va entretejiendo una serie de heridas pendientes de cicatrizar que se volverán a abrir en toda su crudeza cuando se desate la tormenta de críticas que cae en aquella pequeña comunidad sobre ellos.
Magníficamente interpretada por la siempre solvente Laura Linney - otra seria candidata al premio de interpretación femenina - y por un no menos notable Gabriel Byrne cuyo personaje se maneja francamente mal con las consecuencias de lo que ha desatado, la película permite una pluralidad de puntos de vista en la que va alcanzando cada vez mayores niveles de complejidad según se va desvelando la historia pasada de esa pareja o se plantean interesantes cuestiones sobre el proceso de educación de unos niños sobre los que planea cierta obsesión con la muerte que asimismo hunde sus raíces en el pasado. Sin embargo, y pese a que Jindabyne es una película bien realizada y llevada en términos generales, patina en su insistencia en plantear la cuestión racial - ¿hubiera sido lo mismo si el cadáver fuera el de una chica blanca y no una aborigen? Carver y Altman ya demostraron que era irrelevante - que solo se justifica en aras de un alegato en pro de un mayor entendimiento entre ambas comunidades que por cierto desemboca en un final francamente poco logrado en opinión de quien escribe estas líneas y sobre todo, en la incomprensible insistencia de Lawrence en mostrarnos constantemente al asesino, como si la película fuera a ofrecer una resolución en ese sentido o pretendiera generar una tensión en el espectador completamente ajena a los intereses esenciales que persigue el filme y que provoca una duración de más de dos horas a todas luces desmesurado en un filme de estas características. Aun así, es de lo mejor visto hasta el momento en la Sección Oficial.
CIUDAD EN CELO, una de tango porteño
Si ayer hablando de Derecho de Familia hacíamos mención al hecho de que Daniel Burmann se gustaba a si mismo y se citaba sin ningún asomo de disimulo a la hora de afrontar el cierre de su interesante trilogía sobre las relaciones paterno-filiales, la segunda aportación argentina a la Sección Oficial es asimismo una de esas películas tan características de aquel país en los últimos años en las que prima el diálogo ocurrente, la búsqueda continua del gag verbal y la réplica afilada, tiñendo de un continuo humos una historia de sentimientos, viejas amistades alrededor de una mesa de café y ñoño sentimentalismo porteño que pretende tener la hondura de un buen tango y en el fondo no llega a ser más allá de un divertimento intranscendente con algún momento aislado brillante que sería una propuesta ideal para una sección como Punto de Encuentro pero en ningún caso para la Sección Oficial a concurso. Uno llega a preguntarse como una peliculita con tantas limitaciones ha llegado hasta aquí.
Película extremadamente localista y porteña – hasta el punto que uno de los personajes no tiene empacho en soltar una larga disertación sobre por qué cree que Buenos Aires es ‘una mina’ y no un varón – Ciudad en Celo se articula alrededor de un grupo de personajes que se reunen en un típico café donde se juntan para hablar de sus miserias cotidianas, casi siempre relacionadas con sus cuitas sentimentales. La sorpresiva muerte de uno de ellos provoca la unión de los viejos amigos (en plan Reencuentro, vaya) y el inevitable reverdecer de viejos amores y rivalidades alrededor de una cantante de tangos – Dolores Solà, vocalista del muy popular grupo La Chicana que hace su debut en el cine, y cumple bien – que pretenden dos de ellos, un escritor de guiones algo frustrado por su reciente separación y un tarambana vendedor de marcos. La película es una sucesión poco vertebrada de anécdotas, chistes, situaciones sentimentales y concesiones a lo lacrimógeno que no resiste un análisis serio y que denota a las claras que su procedencia es un guión para un cortometraje que entusiasmó tanto a su autor que se empeñó para nuestra desgracia en convertirlo en largo.
No carece de algún momento fugaz inspirado, incluso genial – el chiste a propósito de la oveja Dolly, el vertido de las cenizas en un lago donde moran unos patos curiosos… - pero ni el trabajo actoral, donde solo es reseñable la profesionalidad y cierta vena cómica bien entendida del veterano Claudio Rissi y la única presencia española en el reparto, Nuria Gago, queda reducida a una mera anécdota; ni los tangos que de forma un tanto intempestiva se marca Dolores Solà ni mucho menos las derivas argumentales de un guión que se descose por todos lados hacen de Ciudad en Celo una película defendible, sino un simple divertimento que se olvida al momento de terminar los títulos de crédito.
KZ, Una visión distinta del Holocausto
Con la tarde libre de compromisos con la Sección oficial y harto de los desmanes de Punto de Encuentro, resolví dedicar la tarde de hoy lunes a hacer una rápida visita a Tiempo de Historia, la sección documental que muchos consideran lo más valioso que aporta la Seminci al panorama cinematográfico. Allí vi a primera hora KZ, un muy interesante documental británico en el que el realizador británico Rex Bloomstein se afana en encontrar una nueva forma de acercarse a la enormidad del Holocausto sin caer en fórmulas largo tiempo agotadas ni en tremendismos. Su planteamiento es original: nos lleva de visita turística al campo de concentración de Mauthausen como si fuéramos parte de uno de esos grupos que lo visita regularmente y acompañamos a los visitantes por todo el tour guiado que se les da por el campo, sintiendo con ellos el horror progresivo que se va adueñando de sus corazones según van internándose más y más en los secretos de esta deleznable maquina de exterminar seres humanos. Así, resulta de lo más aleccionador ver como un grupo de alegres adolescentes que bromean y flirtean antes de iniciar la visita siguen sobrecogidos las explicaciones de su guía – un tipo inquietante que parece mismamente un cabeza rapada neonazi que sin embargo está allí cumpliendo los servicios sociales que en Alemania se exigen a los que no desean realizar el servicio militar – Es un nuevo tipo de acercamiento.
Al tiempo, Bloomstein ofrece una visión panorámica de lo que significa para los habitantes de Mauthausen ser originarios de allí y vivir con el peso de lo que esa palabra despierta en todo el mundo cada vez que salen. Lo cierto es que Mauthausen está radicado en un paisaje idílico, lleno de bosques e inmensos prados, con casitas de campo por todas partes… un lugar de ensueño en el que de repente y sin previo aviso aparece la gris mole de Mauthausen como un castillo maléfico. La puesta en escena del documental es muy contenida desde el punto de vista estilístico: no hay imágenes de archivo (ya están en el imaginario colectivo, parece decir Bloomstein), ni música ni voz en off de ningún tipo. Solo la cámara desnuda y los testimonios de los que guían a los turistas, aquellos que visitan el campo y relatan sus impresiones y los que se encargan de vigilar ese legado y evitar a toda costa el olvido. En ese sentido, es especial el momento en el que un grupo de militares alemanes visitan el campo y su mando les recuerda que ellos están para defender la democracia y evitar que tales crímenes vuelvan a suceder alguna vez. En realidad, es una película sobre un pasado terrible pero contada desde el presente, un presente en el que los seres humanos de ahora han de convivir con aquellos horrores y, con algo de suerte, evitar volver a cometerlos.
GOODBYE, AMÉRICA La cara oculta del abuelito Munster
¿Se acuerdan ustedes de la Familia Munster? Si, hombre, esa serie entrañable de televisión en blanco y negro de los años 50 protagonizada por una familia compuesta por el monstruo de Frankenstein, una mujer vampiro, un niño hombre lobo, un abuelete vampiro y una chica de lo más convencional… ¿Ya les suena? Bueno, pues resulta que Elías Querejeta y el director brasileño Sergio Oksman, estudiando un proyecto para un documental sobre una emisora de radio fundada en 1949 y aun en marcha hoy en día llamada Pacific Radio desde donde se le da una cera considerable al Presidente Bush y sus secuaces, descubrieron que el actor que interpretaba al simpático abuelote, de nombre Al Lewis, tenía allí un programa bastante cañero. Y es que el ya difunto Al Lewis fue un activista de izquierdas de toda la vida cuyas actitudes casi empequeñecen los logros de un Michael Moore cualquiera. Así que Oksman y Querejeta decidieron que sería una buena idea dedicarle a Al Lewis y a su faceta de activista un documental, para lo que utilizaron una idea estupenda: maquillarían por última vez al actor para interpretar una vez más al abuelo Munster y mientras el maquillador hace salir al monstruo amable que se oculta detrás del hombre, un Al Lewis de 80 años conduciría el documental con sus propios recuerdos, desnudándonos progresivamente al hombre que llegó a presentarse a Gobernador de California por el Partido Verde.
Les mentiría si no les dijera que este documental me entusiasmó. Y no solo porque uno simpatice más o menos con las ideas progresistas de este actor pero sobre todo ser humano insobornable que vivió la Caza de Brujas de cerca porque afectó a muchos de sus amigos y compañeros, que lideró imaginativas protestas contra la guerra de Vietnam (y en los últimos años contra Irak) o que llevaba desde su programa de radio una iniciativa para encontrarle a los presos alguien con quien pudieran escribirse desde la cárcel. No, lo que verdaderamente engancha de este documental es la tremenda coherencia y humanidad de este empedernido fumador de puros cuyo máximo terror no era otro que el caer en las garras terribles de la senilidad, un señor que ha vivido 80 años de la vida política americana y que las ha visto de todos los colores pero que siempre ha tenido claro su lugar en el mundo y cuales eran sus principios, aquellos por los que merecía luchar hasta el mismo final. Su historia es de esas que, como suele suceder, nos ayuda a entender el presente analizando las causas de lo que ocurrió en el pasado, sin entrar en falsas proclamas morales o juicios de valor pero cuestionando siempre la cultura del miedo, lo que dictaminan los Gobiernos o los intereses de los poderosos. Oksman presenta su documental como un acto de desnudez ante el espejo que transcurre paralela a su conversión en la imagen que todos guardamos de él como Abuelo Munster, un juego al que un Al Lewis siempre seductor se presta generoso, convirtiendo su documental en algo diametralmente alejado de la hagiografía al uso. No se la pierdan cuando se estrene en las salas comerciales: descubrirán algo sorprendente y se reirán a gusto con anécdotas tan sumamente salvajes como la protagonizada con Henry Kissinger en un avión, a la vez que disfrutan de momentos de pura emoción como la grabación de la emisión de su programa de radio el 11-S. Encantado de haberle conocido de nuevo, Mr. Lewis. Gente como usted hacen de este asqueroso mundo un lugar mucho más agradable.
Muchos de los que leen estas líneas habrán visto Short Cuts (Vidas Cruzadas) esa maravillosa película de Robert Altman en la que adaptaba varios cuentos de Raymond Carver. Uno de ellos, 'Tanta Agua tan cerca de casa' contaba la historia de unos amigos que salían de excursión para pescar y se topaban con el cadáver de una mujer. Lejos de cancelar sus planes y dado que la muerta ya estaba pues eso, muerta, los cuatro amigos seguían de pesca tranquilamente e informaban a las autoridades dos días después, algo que después acarrearía sobre ellos una tormenta de críticas y más de una crisis con sus parejas, incapaces de comprender su forma de actuar. Ray Lawrence, director de la espléndida Lantana, ha tardado cinco años en volver a ponerse detrás de la cámara y lo ha hecho para adaptar de nuevo este cuento de Carver que planteaba un muy interesante dilema moral, si bien se lo ha llevado a su terreno - Australia - y ha introducido alguna variante de su cosecha que enriquece y complica aun más la trama.
En efecto, la muerta de Jindabyne ya no es una mujer anónima como en el cuento de Carver y la adaptación de Altman, sino que la guionista Beatrix Christian le ha dado la característica de una mujer aborigen, una variación que introduce en la película una cuestión sumamente delicada como es la a veces difícil relación entre la población blanca y la raza originaria de aquel país. En cualquier caso, Jindabyne es una película sobre la propia moral y la propia responsabilidad, sobre cómo establecemos los límites y los vulneramos en el caso de la primera y sobre cómo aprendemos a asumir la segunda, llegando a comprender el alcance de nuestros actos. La película cuenta a su favor con una realización elegante y una fluida puesta en escena que jamás carga las tintas demasiado sobre los hechos que se cuentan, sino que prefiere preparar bien el terreno para todo lo que está por venir. Así, la minuciosa descripción de la importancia de la tradición anual que supone para estos cuatro amigos la excursión de pesca a ese río escondido en un parque natural en las montañas - casi un rito iniciático masculino - hace que el espectador pueda entender, que nunca justificar, la más que cuestionable actitud de los cuatro amigos. Su vida familiar, repleta de los pequeños grandes problemas que siempre están presentes en cualquier pareja de mediana edad, va entretejiendo una serie de heridas pendientes de cicatrizar que se volverán a abrir en toda su crudeza cuando se desate la tormenta de críticas que cae en aquella pequeña comunidad sobre ellos.
Magníficamente interpretada por la siempre solvente Laura Linney - otra seria candidata al premio de interpretación femenina - y por un no menos notable Gabriel Byrne cuyo personaje se maneja francamente mal con las consecuencias de lo que ha desatado, la película permite una pluralidad de puntos de vista en la que va alcanzando cada vez mayores niveles de complejidad según se va desvelando la historia pasada de esa pareja o se plantean interesantes cuestiones sobre el proceso de educación de unos niños sobre los que planea cierta obsesión con la muerte que asimismo hunde sus raíces en el pasado. Sin embargo, y pese a que Jindabyne es una película bien realizada y llevada en términos generales, patina en su insistencia en plantear la cuestión racial - ¿hubiera sido lo mismo si el cadáver fuera el de una chica blanca y no una aborigen? Carver y Altman ya demostraron que era irrelevante - que solo se justifica en aras de un alegato en pro de un mayor entendimiento entre ambas comunidades que por cierto desemboca en un final francamente poco logrado en opinión de quien escribe estas líneas y sobre todo, en la incomprensible insistencia de Lawrence en mostrarnos constantemente al asesino, como si la película fuera a ofrecer una resolución en ese sentido o pretendiera generar una tensión en el espectador completamente ajena a los intereses esenciales que persigue el filme y que provoca una duración de más de dos horas a todas luces desmesurado en un filme de estas características. Aun así, es de lo mejor visto hasta el momento en la Sección Oficial.
CIUDAD EN CELO, una de tango porteño
Si ayer hablando de Derecho de Familia hacíamos mención al hecho de que Daniel Burmann se gustaba a si mismo y se citaba sin ningún asomo de disimulo a la hora de afrontar el cierre de su interesante trilogía sobre las relaciones paterno-filiales, la segunda aportación argentina a la Sección Oficial es asimismo una de esas películas tan características de aquel país en los últimos años en las que prima el diálogo ocurrente, la búsqueda continua del gag verbal y la réplica afilada, tiñendo de un continuo humos una historia de sentimientos, viejas amistades alrededor de una mesa de café y ñoño sentimentalismo porteño que pretende tener la hondura de un buen tango y en el fondo no llega a ser más allá de un divertimento intranscendente con algún momento aislado brillante que sería una propuesta ideal para una sección como Punto de Encuentro pero en ningún caso para la Sección Oficial a concurso. Uno llega a preguntarse como una peliculita con tantas limitaciones ha llegado hasta aquí.
Película extremadamente localista y porteña – hasta el punto que uno de los personajes no tiene empacho en soltar una larga disertación sobre por qué cree que Buenos Aires es ‘una mina’ y no un varón – Ciudad en Celo se articula alrededor de un grupo de personajes que se reunen en un típico café donde se juntan para hablar de sus miserias cotidianas, casi siempre relacionadas con sus cuitas sentimentales. La sorpresiva muerte de uno de ellos provoca la unión de los viejos amigos (en plan Reencuentro, vaya) y el inevitable reverdecer de viejos amores y rivalidades alrededor de una cantante de tangos – Dolores Solà, vocalista del muy popular grupo La Chicana que hace su debut en el cine, y cumple bien – que pretenden dos de ellos, un escritor de guiones algo frustrado por su reciente separación y un tarambana vendedor de marcos. La película es una sucesión poco vertebrada de anécdotas, chistes, situaciones sentimentales y concesiones a lo lacrimógeno que no resiste un análisis serio y que denota a las claras que su procedencia es un guión para un cortometraje que entusiasmó tanto a su autor que se empeñó para nuestra desgracia en convertirlo en largo.
No carece de algún momento fugaz inspirado, incluso genial – el chiste a propósito de la oveja Dolly, el vertido de las cenizas en un lago donde moran unos patos curiosos… - pero ni el trabajo actoral, donde solo es reseñable la profesionalidad y cierta vena cómica bien entendida del veterano Claudio Rissi y la única presencia española en el reparto, Nuria Gago, queda reducida a una mera anécdota; ni los tangos que de forma un tanto intempestiva se marca Dolores Solà ni mucho menos las derivas argumentales de un guión que se descose por todos lados hacen de Ciudad en Celo una película defendible, sino un simple divertimento que se olvida al momento de terminar los títulos de crédito.
KZ, Una visión distinta del Holocausto
Con la tarde libre de compromisos con la Sección oficial y harto de los desmanes de Punto de Encuentro, resolví dedicar la tarde de hoy lunes a hacer una rápida visita a Tiempo de Historia, la sección documental que muchos consideran lo más valioso que aporta la Seminci al panorama cinematográfico. Allí vi a primera hora KZ, un muy interesante documental británico en el que el realizador británico Rex Bloomstein se afana en encontrar una nueva forma de acercarse a la enormidad del Holocausto sin caer en fórmulas largo tiempo agotadas ni en tremendismos. Su planteamiento es original: nos lleva de visita turística al campo de concentración de Mauthausen como si fuéramos parte de uno de esos grupos que lo visita regularmente y acompañamos a los visitantes por todo el tour guiado que se les da por el campo, sintiendo con ellos el horror progresivo que se va adueñando de sus corazones según van internándose más y más en los secretos de esta deleznable maquina de exterminar seres humanos. Así, resulta de lo más aleccionador ver como un grupo de alegres adolescentes que bromean y flirtean antes de iniciar la visita siguen sobrecogidos las explicaciones de su guía – un tipo inquietante que parece mismamente un cabeza rapada neonazi que sin embargo está allí cumpliendo los servicios sociales que en Alemania se exigen a los que no desean realizar el servicio militar – Es un nuevo tipo de acercamiento.
Al tiempo, Bloomstein ofrece una visión panorámica de lo que significa para los habitantes de Mauthausen ser originarios de allí y vivir con el peso de lo que esa palabra despierta en todo el mundo cada vez que salen. Lo cierto es que Mauthausen está radicado en un paisaje idílico, lleno de bosques e inmensos prados, con casitas de campo por todas partes… un lugar de ensueño en el que de repente y sin previo aviso aparece la gris mole de Mauthausen como un castillo maléfico. La puesta en escena del documental es muy contenida desde el punto de vista estilístico: no hay imágenes de archivo (ya están en el imaginario colectivo, parece decir Bloomstein), ni música ni voz en off de ningún tipo. Solo la cámara desnuda y los testimonios de los que guían a los turistas, aquellos que visitan el campo y relatan sus impresiones y los que se encargan de vigilar ese legado y evitar a toda costa el olvido. En ese sentido, es especial el momento en el que un grupo de militares alemanes visitan el campo y su mando les recuerda que ellos están para defender la democracia y evitar que tales crímenes vuelvan a suceder alguna vez. En realidad, es una película sobre un pasado terrible pero contada desde el presente, un presente en el que los seres humanos de ahora han de convivir con aquellos horrores y, con algo de suerte, evitar volver a cometerlos.
GOODBYE, AMÉRICA La cara oculta del abuelito Munster
¿Se acuerdan ustedes de la Familia Munster? Si, hombre, esa serie entrañable de televisión en blanco y negro de los años 50 protagonizada por una familia compuesta por el monstruo de Frankenstein, una mujer vampiro, un niño hombre lobo, un abuelete vampiro y una chica de lo más convencional… ¿Ya les suena? Bueno, pues resulta que Elías Querejeta y el director brasileño Sergio Oksman, estudiando un proyecto para un documental sobre una emisora de radio fundada en 1949 y aun en marcha hoy en día llamada Pacific Radio desde donde se le da una cera considerable al Presidente Bush y sus secuaces, descubrieron que el actor que interpretaba al simpático abuelote, de nombre Al Lewis, tenía allí un programa bastante cañero. Y es que el ya difunto Al Lewis fue un activista de izquierdas de toda la vida cuyas actitudes casi empequeñecen los logros de un Michael Moore cualquiera. Así que Oksman y Querejeta decidieron que sería una buena idea dedicarle a Al Lewis y a su faceta de activista un documental, para lo que utilizaron una idea estupenda: maquillarían por última vez al actor para interpretar una vez más al abuelo Munster y mientras el maquillador hace salir al monstruo amable que se oculta detrás del hombre, un Al Lewis de 80 años conduciría el documental con sus propios recuerdos, desnudándonos progresivamente al hombre que llegó a presentarse a Gobernador de California por el Partido Verde.
Les mentiría si no les dijera que este documental me entusiasmó. Y no solo porque uno simpatice más o menos con las ideas progresistas de este actor pero sobre todo ser humano insobornable que vivió la Caza de Brujas de cerca porque afectó a muchos de sus amigos y compañeros, que lideró imaginativas protestas contra la guerra de Vietnam (y en los últimos años contra Irak) o que llevaba desde su programa de radio una iniciativa para encontrarle a los presos alguien con quien pudieran escribirse desde la cárcel. No, lo que verdaderamente engancha de este documental es la tremenda coherencia y humanidad de este empedernido fumador de puros cuyo máximo terror no era otro que el caer en las garras terribles de la senilidad, un señor que ha vivido 80 años de la vida política americana y que las ha visto de todos los colores pero que siempre ha tenido claro su lugar en el mundo y cuales eran sus principios, aquellos por los que merecía luchar hasta el mismo final. Su historia es de esas que, como suele suceder, nos ayuda a entender el presente analizando las causas de lo que ocurrió en el pasado, sin entrar en falsas proclamas morales o juicios de valor pero cuestionando siempre la cultura del miedo, lo que dictaminan los Gobiernos o los intereses de los poderosos. Oksman presenta su documental como un acto de desnudez ante el espejo que transcurre paralela a su conversión en la imagen que todos guardamos de él como Abuelo Munster, un juego al que un Al Lewis siempre seductor se presta generoso, convirtiendo su documental en algo diametralmente alejado de la hagiografía al uso. No se la pierdan cuando se estrene en las salas comerciales: descubrirán algo sorprendente y se reirán a gusto con anécdotas tan sumamente salvajes como la protagonizada con Henry Kissinger en un avión, a la vez que disfrutan de momentos de pura emoción como la grabación de la emisión de su programa de radio el 11-S. Encantado de haberle conocido de nuevo, Mr. Lewis. Gente como usted hacen de este asqueroso mundo un lugar mucho más agradable.
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