miércoles, febrero 11, 2009

EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON, Reflexiones sobre la mortalidad y el tiempo

David Fincher consiguió desconcertar a todo el mundo hace un par de años con Zodiac, película deslumbrante para unos – entre los que me encuentro - y desconcertante para otros, que no acabaron de comprender muy bien la evolución del director de obras tan lineales y comprimidas como The Game o La Habitación del Pánico. Sin embargo, el autor de las muy perturbadoras Seven y El Club de la Lucha ya había dado muestras en todas sus primeras obras de ser mucho más que un poderoso forjador de imágenes. Si se analiza con cierto cuidado, el universo Fincher está compuesto de un sinfín de elementos melancólicos cuando no decididamente sombríos diseminados aquí y allá que llevaban mucho tiempo hablándonos de un autor con una visión pesimista de la existencia. Zodiac supuso para Fincher un gran paso adelante: sacrificó hasta tal punto los códigos narrativos y el desarrollo de la trama en su búsqueda de plasmar el estado de ánimo de unos personajes envueltos en un misterio tan irresoluble como frustrante y, en consecuencia, el de toda una ciudad - léase sociedad - en una determinada época que aun hoy muchos dudan entre considerar Zodiac como una obra maestra o una elaborada tomadura de pelo.
Y en esas estamos cuando, probablemente para incluso un mayor desconcierto, nos llega El Curioso Caso de Benjamín Button, que a primera vista parece una película académica, de corte clásico, lineal y grandilocuente, material oscarizable con estrellas cotizadas en su reparto, una premisa sugerente y una emotiva historia de amor en su interior. Pero las apariencias engañan, y si hablamos de David Fincher aun mucho más. Hasta tal punto que creo que Benjamín Button es, bajo todo ese ropaje luminoso, una película sombría sobre la soledad, el paso del tiempo, la imposibilidad de retener los escasos momentos felices y el duro precio que a veces hay que pagar por ellos y por supuesto, sobre la muerte. Del relato corto de F. Scott Fitzgerald apenas queda la premisa inicial, el relato de un hombre que nace siendo anciano y se hace progresivamente más joven según van pasando los años, un personaje que no es sino una anormalidad, una jugarreta del destino, un hombre desincronizado cuya peculiar situación, haciendo realidad el viejo deseo de Mark Twain de acumular años de sabiduría en un cuerpo joven y vigoroso no le servirá para escapar a las mismas frustraciones y sinsabores que la vida nos depara al resto de los mortales. Y aunque Benjamín Button lo sobrelleva bien porque, como él mismo afirma, no puede expresar lo que se siente rejuveneciendo con el paso de los años ya que “no conoce otra cosa”, su singularidad le convierte en un personaje trágico pese a que vive su vida con intensidad y consigue, a ratos, disfrutar de una cierta felicidad. Como todos nosotros. He ahí una de las claves para entender el alcance de la inteligencia de la propuesta de Fincher y su guionista Eric Roth: B. Button puede ser un hombre excepcional pero sus deseos, sus vivencias, sus ansias de felicidad y sus frustraciones no se diferencian demasiado de las nuestras, por lo que su carácter extraordinario se diluye en una vida que, objetivamente analizada, no deja de ser tan convencional como cualquier otra.En toda la filmografía de David Fincher planea de una u otra forma la sombra de la muerte, pero en ninguna otra se llega a los extremos que el director alcanza en Button, incluso desde la misma concepción de su estructura narrativa. Arranca con un prólogo brillante – la historia del reloj de la estación de tren y su creador, ya desaparecido, cuya motivación para hacer que el segundero gire en sentido inverso no es otra que recuperar a su hijo muerto en la I Guerra Mundial – en apariencia desligado del resto del filme y que se justificará en un último plano de largo alcance poético; Fincher adopta el punto de vista narrativo de una anciana, Daisy, agonizante en una cama de un hospital de Nueva Orleáns mientras fuera está a punto de desatarse la furia del huracán Katrina y del propio Button, igualmente desaparecido, a través de los diarios que lee Caroline, la hija de Daisy, en un ejercicio de continuos flashbacks que proporcionan al director la excusa ideal para dotar a la película de un aire onírico, irreal, que se justifica porque la realidad que vemos pudiera no ser tal sino los recuerdos de Daisy o la forma de visualizar los mismos de Caroline, una hábil forma de disimular la amargura vital que el filme transmiteYa sea en la infancia del personaje (en un asilo, nada menos, conviviendo con la muerte de forma habitual), en sus primeras experiencias laborales (su barco acaba participando en la II Guerra Mundial, con consecuencias funestas) o sentimentales (tanto el desarrollo de su aventura clandestina con Elisabeth en ese hotel desolado como su abrupto final desprenden una enorme tristeza) la película tiene así un constante hálito trágico que impregna todos sus planos por luminosos que estos sean, como una sombra permanente de la que uno a duras penas puede deshacerse. Incluso la parte más optimista del filme, aquella en la que Benjamín y Daisy viven su amor de forma intensa y despreocupada, viene precedida de un par de terribles desencuentros que condenan a la frustración y a la soledad a sus protagonistas durante muchos años y pese a su reencuentro, como el espectador sabe, ese amor desembocará por fuerza en una historia imposible, condenada de antemano al fracaso, que se escurre de forma implacable entre sus dedos hasta hacer inútiles o carentes de sentido sus esfuerzos.El Curioso Caso de Benjamín Button es una película notable, muchísimo más compleja de lo que parece a simple vista, en la que Fincher demuestra una vez más su impresionante talento tanto a nivel puramente narrativo o descriptivo como en la composición de ciertos planos de gran belleza. Sin embargo no faltarán quienes renieguen de ella por sus peligrosos coqueteos con la sensiblería de postal (que los hay, pero a los que yo contrapondría toda la parte final de la película, cuya brevedad en comparación con la detallada infancia de la primera parte se debe sin duda a su crudeza, con situaciones y planos tan bellos y evocadores como, en el fondo, terribles), por la inacabable disputa acerca de los discutibles valores narrativos de una reiterativa voz en off que en por momentos resta fuerza poética o dramática a las poderosas imágenes de Fincher, por algunas libertades narrativas de dudosa eficacia (la secuencia bélica o el encadenamiento de situaciones que precede al atropello que parecen pertenecer a otra película) o, en fin, por las lógicas y quizá algo injustas comparaciones con otro de los libretos anteriores de Roth, Forrest Gump, película en la que no por casualidad resulta imposible no pensar en demasiados momentosPero en cualquier caso pesan mucho más los aspectos positivos del filme: su capacidad de sugerencia es innegable, posee sutileza y un envidiable gusto por el detalle, emociona pese a su previsible resolución y se apoya en unos excelentes trabajos de Brad Pitt y Cate Blanchett – mejor ella, convincente en todas sus edades – al frente de un ajustado reparto y en la envolvente BSO de Alexandre Desplat para construir una interesante película que reflexiona en tono bastante amargo y a ratos algo desmedido sobre el paso del tiempo, la mortalidad y la enorme dificultad que entrañan esos breves instantes de felicidad, tan esquiva aquí como en cualquier película de, digamos, un Wong Kar Wai.

1 comentario:

raf dijo...

muy bella la forma de verlo... me encanta!!

un saludo