Hay un momento especialmente brillante dentro de la ingente
cantidad de instantes inspirados que componen ‘De Repente, El Paraíso’ (It Must Be Heaven) que tiene lugar en
la oficina en París de un productor francés al que Elia Suleiman ha acudido
presumiblemente con la intención de conseguir financiación para su próximo
proyecto. El productor le informa, muy amablemente, que en efecto siente una
especial afinidad y simpatía por la causa palestina y que suele trabajar en esa
línea de películas ‘útiles’ a dicha
causa… pero que el proyecto que Suleiman les ha presentado ‘no es lo suficientemente palestino’ y que, de hecho, ‘podría estar ambientado en cualquier parte,
incluso fuera de Palestina’ por lo que no va a participar en el mismo. De
inmediato vemos el contraplano de un silente Elia Suleiman, que con apenas
media sonrisa que asoma por su amable pero hierático rictus, provoca de nuevo
la hilaridad y la infinita complicidad con el espectador que a esas alturas
lleva ya un buen rato paseando con él por las calles de París.
Un productor occidental diciéndole al director palestino más importante
de la historia que sus películas no son lo suficientemente palestinas es una
contundente declaración de intenciones – además de seguramente algo que el
propio Suleiman habrá tenido que vivir en sus carnes más de una vez y más de
dos – que resume a la perfección la esencia de su cuarto largometraje tras las
irresistibles (por favor, búsquenlas si no las conocen) Crónica de una Desaparición, Intervención Divina y El Tiempo que Nos
Queda con las que cimentó su bien merecida fama de digno heredero de grandes
como Buster Keaton, Charles Chaplin o Jacques Tati en las que contrapone una
mirada entre perpleja, socarrona y humanista al mundo generalmente absurdo que
le rodea, riéndose sin disimulo de la autoridad en todas sus formas y
cultivando el gag visual sin necesidad de palabras para construir un discurso a
la vez profundamente humanista y, aunque no lo parezca, rabiosamente político.
Porque el humor es una forma de resistencia.
En efecto, Suleiman comienza su película en su Nazaret natal,
pero rápidamente abandona Palestina para llevar esa mirada curiosa, tierna,
inquisitiva y en fin, desarmante, primero a París y después a Nueva York y
descubrir si allí las cosas tienen tan poco sentido como en su casa. Si las primeras
películas de Suleiman trataban de explicar lo que era Palestina y lo que
significa ser palestino al mundo sin necesidad de salir de su tierra pero
utilizando unas armas de la comedia absurda y sobre todo un tono que se sitúa
en las antípodas de las películas más ‘concienciadas’ el proceso es ahora a la
inversa: Suleiman sale de su país y recorre París y Nueva York paseando su
mirada lúcida e inquisitiva para demostrarnos por la vía rápida que la
insensatez, la falta de identidad propia, lo contradictorio, lo absurdo no es
ni mucho menos patrimonio de ese país y no-país a la vez al que pertenece, sino
que es un fenómeno global: todos somos Palestina y su circunstancia, todos
estamos rodeados de injusticia, de abusos de autoridad, de muros que no podemos
franquear, de desigualdades dolorosas y, por supuesto, del más completo de los
absurdos ¿Cómo se quedan?
Por supuesto todo esto nos cala como una suave lluvia de la
forma más entrañable y a la vez divertida, con Suleiman paseando – y
paseándonos – por los distintos espacios que habita, siempre observando, nunca
interfiriendo, jamás hablando (salvo en una ocasión, que también se convierte
en toda una declaración con solo dos palabras pronunciadas) y desarmando con su
simple mirada todo ese absurdo que hay a nuestro alrededor: su estilo es tan
depurado que Suleiman pertenece por derecho propio no solo a la hermosa
tradición de aquellos gigantes del cine clásico que nombraba antes, sino a esos
otros coetáneos suyos como Roy Andersson o Aki Kaurismäki que hacen lo que les
da la real gana con su cine sin encomendarse ni a Dios ni Amo, pero tampoco al
espectador, al que se limitan a invitar amablemente para que compartan su viaje
en sus propios términos y si les parece bien, estupendo. Y si no, pues también.
Por ese delicioso camino, una miríada de gags maravillosos y
otros quizás no tanto, pero todos disfrutables en lo que valen, un leve hilo
conductor que no es otro que el propio Suleiman guiándonos, una magnífica
selección musical que entremezcla de forma harto desprejuiciada temazos árabes
con Leonard Cohen o Nina Simone, un hilarante guiño a Extremadura y una carga
de profundidad a las imposturas del cine globalizado en el cameo de Gael García
Bernal en la otra productora neoyorquina que Suleiman también visita y un plano
final que nos recuerda que la esperanza del pueblo palestino y tal vez la
futurible solución del conflicto (“Habrá
Palestina” le dice en una escena anterior una y otra vez un vidente a
Suleiman mientras le lee las cartas “Pero
no será en su tiempo de vida. Ni en el mío” precisa) reside en sus jóvenes…
aunque igual éstos estén de momento a otras cosas tal vez más importantes.
Soy plenamente consciente que muchos de los que me lean no compartirán
mi desmesurado entusiasmo por esta pequeña maravilla del cine que nos ha
regalado Elia Suleiman y que hemos tenido la suerte y el privilegio de
disfrutar en Mérida, pero si les soy sincero, no es algo que me preocupe. Si no
le preocupa al propio director ¿Quién soy yo para preocuparme? Ojalá que la
vean y la disfruten tanto como yo lo he hecho. Sin más.
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