A estas alturas es difícil
sorprender a cualquiera que conozca el cine de Bong Joon Ho sí se afirma que
hay pocas cosas que estimulen más al surcoreano que mezclar de forma endiablada
la más incisiva crítica social con el entretenimiento, a ser posible teñido
este último de un subversivo humor negro (o negrísimo) que haga hervir ferozmente
la mezcla hasta conseguir que la dureza de las temáticas que aborda en sus
películas sean dócilmente aceptadas por el público bajo los más extravagantes
disfraces del cine de género. Solo desde ese doble compromiso personal tanto
con el primer mandamiento del cine (“No
aburrirás”) como con la necesidad ineludible de darle al espectador algo
para procesar una vez salga de la sala, se entienden películas en apariencia
tan distintas como Memories Of Murder, The Host, Mother, Snowpiercer u Okja en
los que el thriller, el cine de monstruos, el cómic, la ciencia ficción o la
fantasía más delirante esconden en su interior venenosas cargas de profundidad
que hablan de la falta de libertades y derechos, de la crisis de la familia
como institución, del incondicional amor materno capaz de crear mosntruos, de
la lucha por la más elemental supervivencia o de la escasez de recursos del
planeta y la consecuente pérdida de valores que siendo generosos denominamos
‘humanos’ que obliga a hacerse ciertas reflexiones de calado más allá de su
solo aparente ligereza.
Resulta curioso que Parásitos, la
séptima película de Bong Joon Ho, la que le ha proporcionado la Palma de Oro en
Cannes y que muchos saludan como su mejor obra hasta la fecha, se emparente muy
directamente con su ópera prima, aquella Barking Dogs Never Bite, con la que se
dio a conocer en San Sebastián y que ya era una comedia negra que en el fondo
escondía una visión bastante salvaje sobre la división de clases sociales en
Corea del Sur que era fácilmente comprensible incluso fuera de su país.
Parásitos
comienza y prácticamente finaliza con un plano de unos calcetines (¿olerán?)
colgados cerca de una ventana que da al firme de la calle, lo que nos coloca en
el semisótano donde vive una de las dos familias protagonistas de la historia,
buscavidas, supervivientes de la pobreza pero con cierto ingenio que por un
golpe del destino, van a encontrar la oportunidad de sus vidas al topar con
otra familia, compuesta exactamente por el mismo número de miembros, pero
desmesuradamente opulenta, que vive en un enorme edificio modernista en uno de
los mejores barrios de Seúl y en cuya vida de lujo se infiltrarán
progresivamente a través de varios empleos – profesor de inglés, terapeuta
artística, chófer y doméstica del hogar – para lo cual tendrán que persuadir a
los señores de ser contratados o deshacerse previamente de quien previamente
ocupa esos empleos para poder, en efecto, ‘parasitar’ esa familia y disfrutar
de lo que la vida – y su baja posición social – les ha negado hasta entonces.
Con semejantes mimbres, Bong Joon
Ho tiene el terreno abonado para, durante el primer acto de la película, hacer
un maravilloso despliegue de recursos narrativos tanto visuales como de guión
mientras cuenta, con indisimulada sorna, este proceso de parasitación de una
familia por la otra. Eso le permite establecer una parábola más sutil y
acertada que la del tren horizontal de ‘Snowpiercer’ para hablar de uno de sus
temas favoritos, la lucha de clases, no ya entendida desde un punto de vista
marxista, sino reducida a una cuestión de ricos y pobres en la que la
ascensión, literal y figurada, de la familia pobre por la muy empinada rampa
que le conduce a una engañosa sensación de abundancia, resulta irreal por
cuanto no es propia, sino tomada prestada de los amos a los que sirven, con sus
inevitables condicionantes.
El juego se torna mucho más divertido (y cruel)
cuando la película gira sobre si misma e introduce sobre este riquísimo tapiz
de personajes, nuevos elementos que permiten aún más sabrosas y complejas
lecturas que les afectan a todos ellos tanto en sus comportamientos como en sus
múltiples juegos de apariencias, mientras el surcoreano se divierte no poco
sometiendo a sus criaturas a un vodevil frenético del que sobre todo salimos
beneficiados unos espectadores que seguimos lo que ocurre con los ojos abiertos
como platos ante cada nueva vuelta de tuerca de un artefacto realmente
endiablado e irresistiblemente divertido, por más que uno sea consciente de la extrema
gravedad de algunas de las cosas que Bong Joon Ho nos está contando.
La película desemboca en un
formidable tour de force narrativo alrededor de todo lo que sucede en una noche
de tormenta que convierte lo que podría ser una simple metáfora en algo
dolorosamente real y desdibuja los contornos de un relato que está continuamente
saltando entre géneros, noqueando hasta dejar fuera de combate y extenuado al
espectador con una película extremadamente brillante en su aspecto formal a la
que quizás solo le sobra algún subrayado innecesario pero que ata muy bien
todos sus hilos narrativos con una dosis extra de mala leche y un furibundo
pesimismo existencial.
Como quiera que Bong Joon Ho por un lado no hace
prisioneros y por otro huye de cualquier tipo de maniqueísmo, Parásitos acaba
por convertirse en un terrorífico cuento de los que hacen daño de verdad,
especialmente cuando uno cae en la cuenta que la brecha entre ricos y pobres no
deja de crecer de forma desmesurada en los últimos años no solo en Corea del
Sur, sino en todo el mundo conocido, lo que explica el éxito internacional de
una película prodigiosa en su concepción y ejecución que no deja sino una
sensación de infinito y angustioso naufragio. Una de las películas
imprescindibles de este 2019
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