El arranque de Ema es
apabullante. Y no me refiero solo a la fuerza de su primer plano, un semáforo
en llamas colgado sobre una calle vacía que da paso a nuestra protagonista
portando un lanzallamas. Es la forma en la que Pablo Larraín elige para
suministrarnos la información. Con un montaje sincopado en el que se
entremezcla una performance de un grupo de danza alrededor de una suerte de sol
en llamas con escenas de la vida cotidiana, nos vamos enterando que Ema, una de
las principales bailarinas del grupo y Gastón, su pareja y coreógrafo del grupo,
acaban de atravesar un momento particularmente duro: han devuelto al niño que adoptaron
un año atrás por verse incapaces de lidiar con él. Y el peso de la culpa,
además de la reprobación social general de un hecho tan tremendo, les afecta en
su relación.
Las tres primeras cosas que aprendemos
de Ema son que ama bailar por encima de todas las cosas, que está muy decidida
a ejercer su libertad en todo momento, por contradictoria, agresiva o
provocativa que pueda ser su conducta y que tiene muy claro que las reglas no
van con ella, ya sean las que emanan de la autoridad o simplemente por las que
suelen regirse las relaciones entre las personas, ya sean de trabajo, amistad,
afectivas o sexuales. Ema va a su ritmo, es un alma libre a la que resulta
imposible además de inútil tratar de poner límites. Y también sufre. Sufre lo
indecible por ese hijo al que ha devuelto por no estar quizás preparada para
ser madre, pero que le ha dejado un vacío imposible de llenar, un vacío repleto
de reproches, hacia su pareja y hacia sí misma. Busca su refugio en sus amigas,
en su grupo de baile con el que practica un reguetón que pone de los nervios a
su expareja y en una serie de relaciones en las que la seducción, el sexo,
juega un papel fundamental. Ema baila como folla y como se relaciona, con una
total libertad, dejándose llevar por el instinto y obviando las reglas. Su
conducta puede parecer errática e incluso incoherente, pero en el fondo es
consecuente con su forma de entender la vida. Otra cosa es que la vida se lo
permita. Luego está lo del lanzallamas, claro…
Pablo Larraín, retratista del
pasado reciente de Chile en una trilogía tan imprescindible como la que forman
Tony Manero, Post-Mortem y No y autor de un par de películas que huían como el
demonio de encajar comodamente en el género biopic como Jackie y Neruda, regresa ahora al
Chile actual para tomarle el pulso a una nueva generación que se abre paso no
ya a codazos, sino perreando a ritmo de un reguetón al que puede que no
volvamos a ver de la misma forma tras esta película, en la que un grupo de
chicas lo defiende frente no ya frente a otras formas más tradicionales del
baile sino con el mismo afán rupturista que Ema aplica a sus relaciones
afectivas, una ruptura que se escenifica en una divertida escena en la que
mientras Gastón carga contra el reguetón las chicas lo defienden colocándolo frente
al espejo de su propia frustración. Y ante la afirmación que encima ‘sabe rico’
y es como ‘bailar un orgasmo’, a ver quien es el guapo que argumenta en contra.
Larraín ama mucho al personaje de
Ema y por eso le hace el mayor de los regalos, que es hacerlo libre hasta sus
últimas consecuencias. Resulta muy interesante pensar en lo incómodo que puede
resultar para la audiencia el comportamiento agresivo de Ema en todos los
ámbitos cuando probablemente si su personaje fuera un hombre seguramente su
voluntad de forzar las cosas y cambiar su entorno de la forma en la que ella lo
intenta no sería juzgado de la misma forma. Pero hay una mirada en torno a un
furibundo individualismo que resulta de lo más actual y que invita a una
profunda y desprejuiciada reflexión, especialmente cuando la película progresa
al ritmo de los planes que Ema va desarrollando mientras, por el camino,
Larraín nos suelta un par de coreografías, verdaderos interludios musicales
incandescentes.
Es conmovedor asistir al
espectáculo que supone ver como Ema y sus amigas asaltan y se adueñan con total
impunidad del espacio urbano que les rodea – incluso si es para quemarlo hasta
las cenizas – mientras la joven, interpretada de forma maravillosa por ese gran
descubrimiento que atiende al nombre de Mariana Di Girolamo, va concretando
ante nuestros alucinados ojos sus planes de forma tan atrevida como
transgresora, dibujando un cuadro en el que la perplejidad e incluso cierta incredulidad
queda en el ánimo del espectador.
Sea como fuere, Ema hace gala de
un saludable desparpajo a la hora de abordar uno de esos personajes inolvidables
que quedan en la retina y en el corazón del espectador. A ello no es ajeno el
depurado trabajo de un Pablo Larraín muy aplicado aquí en huir de referentes
narrativos previos en su cine y saliendo airoso del reto rodar las escenas de
baile y de sexo como si fueran intercambiables mientras convierte los cruces de
reproches entre la pareja protagonista en una suerte de intercambio de directos
al alma de cada uno, más frágiles de lo que quieren aparentar, pero también fuertemente
decididos en su empeño, especialmente en el caso de esa Ema visceral, primaria
y salvaje a la que esta película le rinde un muy particular canto de libertad
destinado a demoler prejuicios.
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