jueves, junio 05, 2014

CINES DEL SUR 2014 J03 I'm Not Angry! Ice Poison

I’M NOT ANGRY! – Demoliendo prejuicios, mostrando realidades

En febrero del 2011 tuve el privilegio de asistir en la Berlinale al estreno mundial de una de las películas probablemente más indiscutibles de los últimos años, Nader y Simin, Una Separación, del iraní Asghar Farhadi. Salí conmocionado, con el pleno convencimiento de que aquella dolorosa maravilla que acababa de ver, que luego conseguiría el Oso de Oro y hasta el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa, era una película importante, una de esas obras que podía justificar por sí sola esa extraña locura de desplazarse a un Festival de Cine a ver decenas de películas en pocos días sin una obligación laboral de por medio, sino por puro placer cinéfilo. Fernando Trueba dijo algo sobre la película que comparto plenamente: afirmaba que ver Nader y Simin Una Separación servía para hacerse una idea mucho mejor sobre la realidad de lo que ocurre en Irán, sobre cómo se vive, cómo sienten sus habitantes, cómo es esa sociedad, que ver treinta documentales sobre el país. Ese es el poder del cine y el sentido y la necesidad de Festivales como Cines del Sur que nos facilitan ver ese cine.


La película arranca con un primer plano sostenido de una mujer de rostro desencajado que grita cuando ve algo fuera de plano. Tras el corte al título de la película, conoceremos a Navid, un iraní de origen kurdo que trabaja en una fábrica textil cuyas máquinas y ruidos le descentran de forma evidente. Un momento. ¿Seguro que estamos en una película iraní? Parece que estuviéramos en un remake de Requiem por un Sueño de Aronofski. Hay planos de menos de una décima de segundo. Los personajes se mueven por la pantalla a toda velocidad, las transiciones son frenéticas, brutales, el montaje no da respiro al espectador. Ay, si Kiarostami o Panahi levantaran la cabeza. ¿Pero esto qué es? ¿Esto qué es?


Superado el susto inicial, pero aun frotándonos los ojos por el derrumbe de toda una mitología alrededor de lo que entendemos por cine iraní, nos adentramos en el argumento del filme. Navid tiene serios problemas para controlar su ira. Expulsado de la universidad por su activismo político en las elecciones del 2009 que perdieron los reformistas, su situación es muy precaria cuando pierde su trabajo en la fábrica textil por agredir a su jefe tras el enésimo abuso que éste ejerce sobre él. Sin trabajo, compartiendo piso con dos músicos tan tirados como él y sin perspectivas de que su situación mejore en un futuro cercano, Navid ve peligrar su compromiso con Setareh, hija de un próspero comerciante de muebles que le pide que se mantenga alejado de ella para no arruinar también su futuro. Desesperado, Navid se embarca a contrarreloj en una frenética búsqueda para poder conseguir un préstamo o un trabajo que le permita salir de esa situación pero con el paso del tiempo y sus sucesivos fracasos, la frustración va poco a poco transformándose en agresividad.


Reza Dormishian, nacido en 1981, consigue con su segunda película algo muy parecido a lo que Farhadi hizo con su monumental Nader y Simin: que nos embarquemos en un viaje profundo y honesto por el interior de la sociedad iraní actual, en la que disponer de un trabajo, un techo o la posibilidad de prosperar es la clave de la felicidad porque en caso contrario puedes asistir a cómo se desmoronan todos los sueños hasta que no te quede nada por lo que vivir. Navid y Setareh se quieren pero la espada de Damocles que el padre de ella hace oscilar sobre la cabeza del Navid consigue el doble efecto de desesperarle y hacerle encerrarse en sí mismo, pues no puede compartir con su pareja sus preocupaciones, lo que le lleva a una espiral inacabable de frustración y agresividad. Dormishian utiliza sus recursos narrativos de forma muy inteligente: cuando Navid está solo, buscando o reflexionando sobre su situación, la cámara y el montaje se vuelven frenéticos, demostrando su agitado estado mental. Solo cuando está junto a Setareh encuentra algo de paz y Dormishian lo hace patente con una puesta en escena mucho más tradicional, calmada.


El director está buscando su propio lenguaje narrativo para contar una historia que le toca de cerca no solo a él, sino a toda su generación en Irán. Pese a ciertos excesos perdonables, el resultado es muy notable: como en la película de Farhadi, las lecturas políticas y sociales son tan nítidas como contundentes. No es de extrañar que las autoridades iraníes hayan prohibido la película: es una durísima diatriba contra algo que va muy mal en aquella parte del mundo. Y una película soberbia pese a que uno abandone la sala laminado ante una resolución una vez más absolutamente coherente – y van tres en tres días – con todo lo que se ha expuesto. La realidad es lo que tiene. Que duele.


ICE POISON – La droga es mala


No recuerdo haber visto nunca antes una producción de Myanmar, la antigua Birmania. Los festivales como éste es lo que tienen, que te sirven para descubrir cinematografías ignotas. Esta co-producción con Taiwan dirigida por un tal Midi Z – no, no pregunten - que ya había presentado sus dos anteriores trabajos en Pusan y Rotterdam comienza con la historia de dos agricultores, padre e hijo, que tras una mala cosecha se ven obligados a bajar al pueblo para pedir un préstamo que permita al hijo adquirir una motocicleta desvencijada para trabajar como transportista de personas o mercancías, lo que se tercie. El padre dejará en garantía del préstamo la única posesión que les queda, una vaca. Samnei es una joven birmana obligada a casarse con un chino que regresa a su pueblo para asistir al funeral de su abuelo. No tiene la más mínima intención de volver a China pero necesita dinero para traerse de allí a su hijo, así que le pide a su hermano, traficante de drogas, que le deje entrar en el negocio como contrabandista. ¿Adivinan quien será su transportista?


Ice Poison es una de esas películas compuestas casi en su totalidad por planos larguísimos e inacabables de esos en los que te puedes salir a echar un café y volver a la sala antes de que haya terminado (el plano, no la película) sin que te hayas perdido gran cosa. La cámara apenas se mueve y cuando lo hace es todo un acontecimiento. Hasta ahí las bromas con su puesta en escena. Pero la historia sí puede enganchar lo justo si uno soslaya su minimalismo narrativo y que el acuerdo profesional entre el campesino metido a transportista y la chica metida a camello tarda más de una hora en producirse. A partir de ahí la película crece en interés y afortunadamente la cámara también vuelve a la vida y se mueve algo más.


Pero esa pátina de moralina que recubre una historia cuyo desarrollo uno puede anticipar con facilidad – ¿era necesario algo tan predecible como que ambos, mototaxista y camella, se enganchen al material que distribuyen para huir de sus frustrantes realidades, por mucho que la droga abunde en esa zona del mundo? – hace que la propuesta se quede en muy poquita cosa, más allá de una resolución tan desolada como impactante que no evita que uno se pregunte si la película no viniera de un país tan exótico como Myanmar tendría cabida en una Sección Oficial de tanta calidad como ésta que estamos disfrutando.


O quizás, perdonenme, es que aun estaba bajo el impacto de la película iraní y de un segundo visionado de esa joya estrenada este año que es La Imagen Perdida de Ritty Pahn que vi a continuación de I’m Not Angry! en una de esas imprescindibles secciones paralelas que recuperan títulos ya estrenados comercialmente pero que no han podido verse en su momento en Granada. ¿A que me sonará esto? El caso es que Ice Poison lo tenía muy complicado con semejantes compañeras de viaje.


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