sábado, septiembre 12, 2009

DISTRICT-9: La Poderosa Metafora del Alienheid

Sin duda una de las armas más poderosas de siempre de la ciencia ficción es su inacabable capacidad metafórica. Desde los inicios sus autores han aprovechado a fondo sus enormes posibilidades para disertar con amplios márgenes de libertad sobre problemas reales, muy cercanos a la condición humana. Uno de los temas recurrentes del género ha sido abordar las dificultades de una posible convivencia entre humanos y alienígenas, lo que ha dado pie a infinidad de obras que abarcan desde contundentes denuncias del racismo y la xenofobia hasta vibrantes relatos de supervivencia en los que la aniquilación del otro, del diferente, es una necesidad incuestionable.
District 9 no es pues una obra novedosa en ese sentido: describe la forzada convivencia de los habitantes de Johannesburgo con un millón de repulsivos alienígenas de apariencia insectoide que cual viajeros de una patera espacial inservible que flota amenazadora sobre la ciudad, han quedado atrapados en nuestro planeta, relegados a un ghetto que los sume en la indigencia, los deja a merced de las mafias y los convierte en un problema irresoluble para una sociedad que no tiene el más mínimo reparo en tratarlos como seres inferiores, más allá de los beneficios que pueda sacar de su tecnología o de su condición de refugiados.
Lo que sí es novedoso en District 9 es la forma en la que el sorprendente y talentoso realizador Neill Blomkamp nos cuenta todo esto. Su obsesión por crear una historia de ciencia ficción lo más verosímil posible le lleva a apostar en su apabullante primera hora por el falso documental: noticiarios, cámaras subjetivas siguiendo el proceso de evacuación forzosa de los aliens, expertos hablando a cámara… El espectador no puede sino maravillarse ante una historia fascinante expuesta de un modo tan brillante, en especial cuando, huyendo de las sombras habituales, los aliens aparecen en pantalla bajo el luminoso sol africano, haciendo sus quehaceres diarios con naturalidad. Al fin y al cabo, en ese mundo presentado de forma hiperrealista, llevan ya veinte años entre nosotros.
Por supuesto, que District 9 esté ambientada en Sudáfrica permite a su realizador, natural del país del apartheid, jugar con una serie de conceptos que conoce de primera mano y – ojo a las declaraciones de los sudafricanos de color sobre sus nuevos vecinos – blandir la sátira a diestro y siniestro. Los mejores momentos de la propuesta residen en la incomodidad que crea en el espectador la seguridad de que, efectivamente, si una situación como la que se describe en el filme llegara a darse, es más que plausible que nuestra deplorable especie se comportara con los alienígenas exactamente así. Blomkamp se apoya en unos efectos visuales impecables, una BSO esplendida del desconocido Clinton Shorter y una poderosa puesta en escena para sumergirnos por completo en ese degradado suburbio en el que, además de tan jugosas reflexiones, no faltan ni el elemento dramático ni el sentido del humor y por supuesto la acción desenfrenada según se aleja definitivamente del documental hacia un espectáculo más estilo Hollywood que, si bien no alcanza las cotas de brillantez de su impecable arranque, consigue por completo sus objetivos de mantener la tensión y entretener al espectador.
Sin actores conocidos – uno de sus puntos fuertes es el descubrimiento de Sharlto Copley, cuyo funcionario afrikáner, racista y burócrata, una suerte de Borat entrañable con un puntito inquietante que pasará de verdugo a victima por un azar del destino – District 9 es una de esas raras maravillas que aun teniendo en su interior un montón de referencias ineludibles como el canto al entendimiento entre razas de Enemigo Mío (Wolfgang Petersen, 1985), la fisicidad inmediata de Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008) o [REC] (Plaza y Balagueró, 2007), el malsano gusto por las transformaciones físicas de La Mosca (The Fly, David Cronenberg, 1986), la voracidad corporativa y el aire industrial de RoboCop (Paul Verhoeven, 1987) o incluso el sentimentalismo de un E.T (Steven Spielberg, 1982), consigue en todo momento dar la sensación de estar asistiendo a una película innovadora, original, incluso conmovedora y genial por momentos que además tiene la inteligencia de plantear una resolución abierta, ambigua, que permite al espectador reflexionar sobre lo que ha visto y sacar sus propias conclusiones. Como hacen las grandes películas.

Este artículo, levemente modificado, se publica el lunes 14 de Septiembre en el periódico gratuito Voz Emérita

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