

Pero retrocedamos un poco. El argumento de I Saw the Devil es tan simple como efectivo: psicópata de libro de esos que además disfrutan con su hobby – Choi Min-Sik, al que muchos recordarán de la magnífica Old Boy, llevando a nuevos extremos su capacidad de crear personajes difícilmente digeribles por su violencia en la pantalla – que se carga en una primera escena repleta de una extraña poesía a la novia embarazada de un guardaespaldas profesional. El novio como que se lo toma mal y se pide vacaciones en el curro para, a través de sus contactos policiales – el padre de la asesinada es detective retirado – ir liquidando a los cuatro sospechosos del hecho, entre los que se encuentra el asesino. De forma tan expeditiva y con métodos tan contundentes que Charles Bronson sería algo así como una hermanita de la caridad a su lado.

No pasa ni una hora de metraje antes de que ambos hombres se encuentren. Y uno se pregunta bueno ¿y ahora qué? Pues el caso es que Kim Jee Woon se las ingenia para convertir el enfrentamiento entre ambos tipos en una inacabable sucesión de encuentros en los que abundan las palizas propinadas de uno a otro y las victimas colaterales. Todo rodado con una exquisitez y una sofisticación en la puesta en escena a la altura del otro gran manierista del cine coreano, Park Chan Wook, recreándose no poco en los detalles más salvajes y apuntando la necesidad de convertirse uno mismo en un monstruo, de bajar a su nivel de brutalidad, para poder combatirlo.


Los caprichos de la programación de este año, con esa genial idea de meter un pase de prensa de Sección Oficial a las tres y cuarto de la tarde, me han impedido disfrutar – y me impedirán recuperar – el que muchos dicen que es el ejercicio de dirección más brillante visto hasta el momento en Donosti, la asfixiante Buried de Rodrigo Cortés, que coincidía con tan caprichoso pase en el horario. Así pues me tocó ver en su lugar la película alemana Satte Farben vor Schwarz (Colours in the Dark) que narra la descomposición de un matrimonio que llevan juntos más de 50 años cuando a él le diagnostican un cáncer de próstata que no quiere tratarse porque quiere vivir sus últimos años con cierta calidad de vida y ella no asume su rebeldía, lo que entiende como un acto de negación de la realidad. Los protagonistas de esta ópera prima de Sophie Heldman son dos actores excepcionales, Bruno Ganz y Senta Berger, pesos pesados de la interpretación en su país, sobre cuyos hombros recae casi de forma exclusiva el peso de sacar adelante una película que, ya lo habrán adivinado, no resulta precisamente la alegría de la huerta.

La verdad es que el inicio de la película hace temer lo peor. Hay un problema de base y es que para nuestra mentalidad la forma de afrontar este tipo de problemas terminales que tienen nuestros vecinos del norte - ocultándole el hecho a los familiares cercanos, haciendo cosas a la espalda de la pareja, desechando la posibilidad de diálogo incluso aun cuando es evidente que ambos miembros de la misma se aman y se necesitan de forma desesperada - nos resulta tan lejana como si estuviéramos asistiendo al proceso de duelo entre dos alienígenas. Cuesta conectarse con una propuesta tan morosa, tan deliberadamente fría, que fía todo al interés que el tema pueda suscitar en el espectador y no a la empatía que generen sus dos algo antipáticos protagonistas, ensimismados cada uno en su propia demanda antes que en coger el toro por los cuernos. Pero es que además la película tampoco propone nada especialmente novedoso desde el punto de vista de la puesta en escena, tan funcional y aséptica como uno esperaría de los tópicos habitualmente asociados a los germánicos.

Así pues lo único que queda (que no es poco) es aferrarse con ambas manos a la interpretación de Bruno Ganz, tan inmenso como nos tiene acostumbrados y a la capacidad de réplica de su partenaire Senta Berger que la verdad es que no llega a la altura del reto que tiene enfrente. A favor de Colours in the Dark hay que decir que la película gana bastantes enteros en su tramo final, cuando se trata de entrar a fondo y resolver de una vez el conflicto planteado por esa herida que parte en dos a una pareja tan unida. Y hay también un elemento interesante que, aunque tratado de pasada, no debería caer en saco roto como es si existe o no por parte del enfermo el derecho absoluto a decidir sobre como vivir sus últimos días, sobre todo cuando el tratamiento de la afección no garantiza la recuperación y puede privar de paso al mismo de algo tan fundamental como el sexo, algo que ocurre con los que sufren de cáncer de próstata. Son solo apuntes, quizá no del todo bien desarrollados – aunque la postura personal de la directora es bien clara al respecto – pero que invitan a reflexionar sobre los mismos al final de una película bastante gris en términos generales.



La película arranca con fuerza pese a lo conocido de su temática. No cabe ninguna duda que Mullan está hablando de algo que conoce muy bien, que está narrando algo vivido en primera persona o visto muy de cerca. La potente descripción de ese ambiente suburbial, enrarecido, la necesidad de pertenecer a un clan, de enfrentarse continua y violentamente a otros aunque solo sean los vecinos del barrio de al lado para defender el territorio y hacer un ejercicio de afirmación de la personalidad son los motores de una historia a la que de repente y sin que esté del todo bien explicado en un chaval que ha dado en el primer tercio de la película sobradas muestras de su sensibilidad y su inteligencia, se va al garete en cuanto el muchacho sucumbe a las muy distintas presiones que sufre en su entorno e, incapaz de sobreponerse a ellas, se deja arrastrar por un torbellino irrefrenable de ira y violencia que no le lleva a ninguna parte.

Tuve la fuerte sensación viendo la película de Mullan que estaba tratando tan desesperadamente de huir de los modelos harto conocidos – la sombra de Ken Loach en especial es muy patente - para narrar su historia que introducía elementos que buscaban una originalidad que acababa por resultar tan forzada como poco creíble – la escena lisérgica con el Cristo crucificado, que bordea cuando no rebasa claramente la línea del ridículo, la a todas luces excesiva reacción del hijo tras el primer enfrentamiento físico con el padre – con lo que una película cuyo mejor baza era sin duda el conocimiento íntimo de la problemática que refleja y un magnífico trabajo de casting con unos jóvenes que resultan tan naturales como creíbles en sus papeles, se le va de las manos de forma imparable.


Un apunte final para reseñar Rompecabezas, película argentina de Natalia Smirnoff que narra con sencillez y suma efectividad la forma en la que una aburrida ama de casa, incomprendida y casi ignorada por su marido y sus hijos adolescentes, descubre que su excepcional habilidad para hacer puzzles le abre la puerta a una nueva forma de ver la vida. Su protagonista, María Onetto, está francamente bien en una de esas películas pequeñas, sin demasiadas pretensiones, pero que funciona con precisión porque tiene muy claro tanto lo que quiere contar como la forma de hacerlo. No es una película para despertar pasiones, pero resulta tan digna como conmovedora por momentos. Una buena forma de acercarse por primera vez en esta apretadísima agenda a esta sección de Horizontes Latinos que siempre nos depara alguna pequeña joya escondida.
1 comentario:
Excelente crónica, compa David, amplia y detallada, y dando buena cuenta de detalles y elementos relevantes de todas y cada una de las pelis de la sección oficial. Una referencia más valiosa que la que ofrecen las fuentes oficiales del mismo festival, con más enjundia y más sustancia, vaya que sí. A falta de la presencia personal (que es lo que me hubiera gustado, cómo no...), no es poco consuelo, no... Un fuerte abrazo y buena semana (y no te empaches demasiado de celuloide, aunque esto me imagino que es una petición en balde...).
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