Que el cine africano, el gran olvidado incluso de la de la mayor parte de los festivales de cine de cierta importancia, tenga representación en la Sección Oficial de San Sebastián, siempre es una buena noticia incluso aunque su presencia fuera meramente testimonial. Lastrado por endémicos problemas de producción y por industrias que funcionan de forma paralela o clandestina respecto a los modelos de distribución y exhibición habituales del primer mundo, resulta toda una proeza conseguir que pierda su condición de invisible, algo de lo que todos somos conscientes pero que no nos preocupa demasiado. Al fin y al cabo, aquello que es invisible puede ignorarse sin mayor cargo de conciencia, como se ignoran de forma habitual tantas otros problemas del continente africano de mucha mayor importancia que esto del cine.
La Mezquita, producción marroquí dirigida por mi amigo Daoud Aoulad-Syad - fue colega de Jurado en Huesca este mismo año - es pues un raro plato incluso en un menú tan variado como el que nos está sirviendo Donosti este año. Y sin embargo, su planteamiento habría hecho las delicias de nuestros Berlanga y Azcona porque no cabe duda que tiene más de un punto en común con aquellas películas cuyos protagonistas eran héroes corrientes, tipos cotidianos enfrentados a problemas cuya resolución no estaba precisamente en sus manos, atrapados por una normas sociales que les condicionaban, corruptas autoridades y fatigosos trámites burocráticos que se imponían por encima incluso de las más elementales reglas del sentido común hasta llegar a situaciones absurdas que llevaban a callejones sin salida.
Es el caso de Moha, el atribulado protagonista de La Mezquita, que después de ceder unos terrenos de su propiedad en un pueblucho perdido en el desierto para que se construyera el decorado de una mezquita para una película se encuentra que cuando la gente del cine abandona el pueblo una vez finalizada la filmación todos los decorados son derribados… excepto el suyo, que el pueblo decide hacer suyo para mantenerlo como la mezquita oficial del pueblo. Como quiera que una vez que unos fieles creyentes deciden hacer de un sitio su lugar sagrado de rezos esa falsa mezquita se convierte en la Casa de Dios, al pobre Moha le va a resultar extraordinariamente difícil, por no decir imposible, recuperar un terreno que por otra parte necesita para alimentar a su familia.
Estirando quizás más de lo debido tan poderosa idea de partida, Daoud Aoulad construye una película muy sencilla pero por momentos estimable y divertida alrededor del calvario de hombre obsesionado por completo con recuperar lo que es suyo sin más más aliados que un aspirante a imán tenido por loco y apartado por el resto del pueblo, que prefiere como imán al actor que encarnaba dicha autoridad en la película rodada, en un ejercicio de delirante cinismo que dice más sobre la forma de entender la religión en Marruecos que cualquier libro al respecto. La Mezquita sufre de muchos de los defectos tópicos que aquejan de forma habitual al cine africano: esquematismo y simplicidad absoluta de situaciones y personajes, teatralidad excesiva en las actuaciones, naturalismo mal entendido que genera cierta impostura, reiteración de conflictos, etc.
Pero sería injusto despacharla en base a esos defectos cuando tiene a su favor un corrosivo y nada soterrado sentido del humor que se manifiesta de vez en cuando de forma memorable – obsérvese la visita de Moha a la autoridad religiosa en busca de soluciones y la forma en la que éste le despacha argumentando que por el bien que ha hecho ya será recompensado en el Paraíso – y una mirada mucho más crítica de lo que parece a la vida habitual en este tipo de poblados alejados de los grandes centros urbanos y casi dejados de la mano de Alá, incluyendo los pícaros de siempre – que gran personaje ese imán falso que se cree a pie juntillas su papel hasta confundirse con él – y los políticos interesados y aprovechados de turno, por no mencionar esa curiosa lectura del cine como elemento generador de riqueza o desgracia para el pueblo, según se mire. Y es que cada vez que Moha dice eso de “la culpa de todo lo tienen los del cine” – y lo repite mucho - uno no puede sino darle la razón al pobre tipo. Alguno despachará La Mezquita diciendo que es una simple anécdota estirada. Creo que un tal Azcona no estaría de acuerdo. Ni yo tampoco.
El realizador noruego Bent Hamer, que hace años nos regaló una joya del humor absurdo y tierno llamada Kitchen Stories, engarza en Home For Christmas una serie de historias paralelas (que no cruzadas) protagonizadas por varios personajes cuyo único punto en común es que todas suceden el día de Nochebuena. Pertenecen a las más diversas clases sociales y edades y abarcan desde un médico acomodado a una pareja de refugiados kosovares, un divorciado con ansias de ver a sus hijos en una noche tan especial, un mendigo que vivió tiempos mujeres, un adolescente sin demasiadas ganas de ir a cenar a casa o la típica amante abandonada por el hombre casado que no tiene la más mínima intención de abandonar a su mujer. Todo bastante visto con anterioridad, nada especialmente original.
Home For Christmas es una película taaaan bonita, taaaan suave y taan blandita que casi parece un remake endulzado – si es que tal cosa fuera posible – de aquel Love Actually de Richard Curtis que también transcurría en tan entrañables fechas, una de esas películas ideales para plantarse en televisión a la luz del árbol de navidad entre polvorón y mantecado y morir dulcemente de una sobredosis de azúcar y buen rollo navideño. Será que con los años me estoy volviendo mucho más cínico que antes o simplemente que no trago con la Navidad, detestable época del año donde siempre tengo a mano las saludables Bad Santa o incluso El Día de la Bestia para cuando me encuentro al borde mismo de la crisis nerviosa por la saturación de villancicos y buenos deseos pero pese a algún momento inspirado – la historia del tipo que se viste de Papa Noel para ver a sus hijos y el memorable gag de la cuna posterior – lo cierto es que esta pastelosa Home For Christmas no seduce demasiado. Más bien me repele semejante avalancha de buenas intenciones y complacientes resoluciones, tan alejada de esas tremebundas catarsis familiares a las que nos tiene acostumbrados el cine nórdico. Por alguna razón, Hamer ha querido convertirse en el Frank Capra noruego. Me parece muy bien y reconozco que la peli es una pildorita que se deja ver con agrado, está bien rodada e interpretada y no molesta en absoluto. Pero que quieren que les diga, a mi me toca un poco la moral tanto buen rollito.
Claro que nada mejor para solucionarlo que Elisa K, arriesgada y discutible en el buen sentido propuesta de Judith Colell y Jordi Cadena que aborda el espinoso tema de una violación de una niña de once años y su recuerdo catorce años después de ese trauma largamente reprimido hasta el olvido para crear una película que son dos propuestas formales opuestas y enfrentadas con el fin de provocar una reacción en el espectador semejante a la catarsis que sufre su protagonista principal. Toda la primera parte de la película, referida a tan luctuoso hecho, se narra con una omnipresente y para muchos cargante voz en off que no solo reproduce pasajes completos del original literario, sino que anticipa con palabras lo que luego el espectador va a ver en imágenes, lo que produce un efecto reiterativo que a muchos les ha sacado de sus casillas. Si a eso añadimos que toda esa primera parte está rodada en blanco y negro y composiciones estáticas en su puesta en escena lo que genera no poca frialdad en un espectador, parecería lógico que éste se desconectara de una historia que por la propia gravedad de los hechos que aborda quizás pediría un tratamiento más emocional.
Sin embargo, es algo buscado, premeditado. Así, en su segunda parte, con la víctima ya adulta, pasamos a un tratamiento de cámara al hombro, directa y nerviosa como un Winterbottom puesto de LSD, que nos enfrenta de golpe con dos catarsis: la que sufre en pantalla el personaje de Elisa – esplendida por cierto Aina Clotet – cuando ese trauma tanto tiempo reprimido aflora por fin a la superficie y provoca la lógica reacción entre histérica y desquiciada y la del espectador, que se ve de repente sin comerlo ni beberlo abocado a una película que nada tiene que ver con lo anteriormente expuesto. Ese buscado contraste será más o menos efectivo dependiendo de lo conectado o no que esté el espectador con la historia a esas alturas. Desde luego no ayuda gran cosa que aunque sea un evidente acierto dejar la violación en un pudoroso off, la situación en la que se da a entender que ésta tiene lugar sea difícilmente creíble, algo que sacará de inmediato de la película a los más exigentes con la coherencia interna del relato.
Personalmente, entiendo a aquellos que salieron enfadados con Elisa K. pero tal y como argumentaba el otro día al respecto de Blog, creo que hay que valorar los aciertos de una película que juega con los formatos narrativos – incluso se permite el lujo, en la escena del bar entre padre e hija que tiene lugar hacia el final, de guiñar un ojo pero no los dos oídos al afamado Tiro en la Cabeza de Jaime Rosales y de rematar con un plano que remite de forma ineludible al plano final de la película rumana Cuatro Meses, Tres Semanas, Dos Días de Christian Mungiu interpelando directamente al espectador - y que ofrece una alternativa a mi juicio nada desdeñable en su acercamiento a un tema harto difícil. Tampoco me parece mucho de recibo que gran parte de los ataques a la película se centren en la elección de esa voz en off omnipresente como recurso narrativo. Vale, a mi también me carga un poco pero a ver si va a resultar ahora - aunque el argumento, lo reconozco de antemano, sea una reducción al absurdo – que cuando Haneke lo utiliza en La Cinta Blanca es un genio y si lo hacen Colell y Cadena en Elisa K son unos impresentables. Tampoco hay que ponerse así, hombre.
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