sábado, octubre 06, 2007

PROMESAS DEL ESTE, Asomarse al abismo

Me resulta sorprendente que aun haya gente que se sorprenda por el camino que ha tomado en los últimos tiempos la filmografía de David Cronenberg. Y digo esto porque ya he leído en varios sitios opiniones que tratan de apoyar su entusiasmo por Promesas del Este – como si la propia película no se bastara y sobrara por si misma para defender su incuestionable calidad – en una presunta deriva hacia la madurez de su director, iniciada con Una Historia de Violencia hace un par de años y continuada ahora con esta película, una cruda mirada a las mafias rusas cómodamente instaladas en las trastiendas de nuestras sociedades occidentales. Y digo que me sorprende porque creo que a poco que rasquemos un poco su superficie, Promesas del Este no dista tanto en el fondo de muchas de las cuestiones que Cronenberg viene planteando a su público desde que empezó su carrera: el cuestionamiento continuo de la identidad de cada uno, que lo que verdaderamente nos defina sean nuestros actos o nuestras intenciones, un análisis bastante preciso de las pulsiones básicas que motivan al ser humano y la capacidad innata de cada individuo, más allá de razas, religiones, nacionalidades, creencias o incluso mutaciones de ser capaz de joderle la vida al prójimo por satisfacer nuestros más bajos instintos o por llevar a cabo aquello que creemos que debemos hacer.

No, Cronenberg no ha cambiado tanto como parece. Pero sí se ha hecho más maduro – o más listo, si se prefiere –, al menos lo suficiente como para deslizar en el aletargado panorama del cine actual un caramelo envenenado, en apariencia apto para el consumo de todo tipo de público pero en el fondo cargado de una tremenda malevolencia y mala hostia. Promesas del Este esboza un retrato sórdido y desesperado de unos seres que caminan peligrosamente cerca del lado más oscuro del ser humano. A Cronenberg le basta con tirar del hilo de uno de esos casos que se dan más frecuencia de lo que se piensa en nuestra sociedad, el terrible destino de una joven emigrante atraída con el cebo de una vida mejor a un infierno de drogas, prostitución y muerte para construir una magnífica historia sobre mafias rusas, tradiciones familiares, violencia, amenazas, sacrificios y difusos límites entre el bien y el mal que culminan en un final peculiar que, como pasa a menudo en el cine de Cronenberg, puede muy bien no ser lo que a primera vista aparenta.

En el centro de todo se sitúa la figura del personaje magníficamente interpretado por un escalofriante Viggo Mortensen, un chofer que intimida a todo aquel que se cruza en su camino con su sola presencia a la vez que seduce con su apariencia de ángel maléfico tanto al inteligente Padrino de la mafia a la que pertenece (un sobresaliente Armin Mueller Stahl, feroz lobo con piel de inocente cordero tan capaz de provocar terror como de inspirar ternura) como a su atolondrado y violento hijo (un Vincent Cassel algo pasado de vueltas, aunque el guión justifique los excesos de su personaje) pasando por esa desgarrada y tenaz comadrona (Naomi Watts, otra actriz superlativa que brilla a enorme altura) que con la vida de un bebé en juego y un diario que pide a gritos justicia por otro, desata toda una tormenta de imprevisibles consecuencias. Cronenberg maneja con habilidad el complejo material que pone en sus manos el guionista Steven Knight, que ya mostró la trastienda más oscura de Londres en Negocios Ocultos de Stephen Frears: la estructura argumental recrea el triángulo ‘Padrino de Mano de Hierro + Heredero corto de luces + Subalterno profesional más listo que el Hijo’ que Sam Mendes pusiera sobre la mesa en Camino a Perdición y se funde admirablemente con la precisa descripción de ese mundo que se rige por sus propias y terribles reglas que no es sino una puesta al día, con acento ruso, de lo que Coppola tan bien supo exponer en El Padrino, dando a toda la película una atmósfera característica, ominosa, en la que la violencia ronda de forma continua a los personajes y amenaza su existencia.

Los personajes de la película de Cronenberg, incluso aquellos como el de Naomi Watts que bordea peligrosamente los difusos límites entre distintos mundos llevado en parte por su sentido de la justicia y en parte por la fascinación que supone asomarse al abismo del mundo que intuye, se conducen con una frialdad tan extrema que provocan en el espectador una buscada sensación de desasosiego, el punto exacto donde Cronenberg quiere ambientar su sórdida historia. No es ya el habitual desprecio por la vida de los semejantes – a eso el cine nos tiene prácticamente acostumbrados – sino la metódica y calculada lógica con la que rigen sus actos, tan inapelables y carentes de mayor referente moral que el de las reglas de su propio universo. El desasosiego continuo del espectador, tan inerme ante la sordidez de la historia como ante esa violencia que amenaza continuamente con desplegarse a través de miradas, actitudes y provocaciones, es aun mayor cuando Cronenberg la muestra finalmente en pantalla, en unos fogonazos de brutalidad difícilmente soportables, de esos de los que uno querría apartar la mirada en cuanto adivina la intención del director, por más que éste haya dejado claro por donde van los tiros de su propuesta desde la durísima secuencia de apertura en la barbería.

Para la historia queda además una magnífica secuencia en unos baños turcos en la que Cronenberg consigue una vibrante mezcla de repulsión, fascinación, fuerza y fragilidad: la terrible violencia con la que se conduce el personaje de Viggo Mortensen, pura cuestión de supervivencia, contrasta en con la sensación de desamparo que produce que su personaje se enfrente a esa situación extrema completamente desnudo, una idea tan brillante como simple que provoca todo tipo de sentimientos en el espectador, incapaz de apartar su mirada pese a la dureza de lo que Cronenberg muestra que, insisto, no dista mucho de los puntos de vista a los que ha hecho referencia – con elementos muy distintos, eso si – a lo largo de su filmografía.

Alguno habrá que señale en contra de la película, no sin cierta razón, ciertas debilidades argumentales en su tramo final, marcado a fuego por uno de esos recursos narrativos que pueden resultar forzados pero que en el fondo desvelan la verdadera intención de los artífices de la película en su afán de plantear interrogantes mucho antes que ofrecer respuestas al espectador. No les hagan caso: Promesas del Este es una de las mejores películas de este 2007, tan repleta de argumentos a favor de verla que dejan muy atrás los escasos reparos que puedan ponérsele. Hay que tener la valentía de asomarse al abismo al que Cronenberg nos invita porque esa valentía se ve ampliamente recompensada con una generosa ración de buen cine elegantemente servido, ese cine que emparenta sin dificultad tanto con las negruras del Eastwood de Mystic River o el mejor Scorsese como con las añejas y sin embargo plenamente vigentes tesis de Sam Peckinpah.


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