Resulta siempre complejo hablar de una película que, no habiéndote gustado lo suficiente como para recomendarla, uno sabe reconocer en ella una serie de valores que la hacen una obra más que estimable. La japonesa El Bosque del Luto pertenece plenamente a esa categoría de películas contemplativas, de ritmo más que cadencioso, que pretende llevar al espectador al estado apropiado para en su debido momento extraer del mismo gotas de verdadera emoción. Parafraseando la famosa frase de La Noche se Mueve a propósito del cine de Rohmer, si hay películas en las que se ve crecer la hierba, El Bosque del Luto es una de esas en las que la hierba parece estar viendo crecer la hierba. Y una propuesta así tiene sus riesgos, el primero de los cuales es no conseguir enganchar al espectador lo suficiente como para que éste entre en el juego que la directora Naomi Kawase propone y se desentienda del filme mucho antes de que éste muestre sus mejores bazas.
Kawase se toma su tiempo en construir la relación entre los dos personajes principales mientras nos muestra la hermosa naturaleza que los rodea – esos campos de trigo meciéndose con el viento, los árboles invitando a penetrar en sus secretos - y hace que seamos cómplices de la forma en la que la joven se va ganando la confianza del anciano a base de participar en sus juegos infantiles, deslizando suavemente la idea de que este último bien puede no estar tan mal de la cabeza como podría aparentar a primera vista, sino que sufre por el recuerdo de una pérdida lejana en el tiempo pero que él sigue teniendo muy presente.
Si uno consigue sobrevivir sin desconectarse a esa primera hora capaz de crispar los nervios a cualquiera, puede que vea recompensada su paciencia con unos cuarenta minutos finales en los que la película gana enormemente. Eso sí, hay que pasar de puntillas sobre la torpe forma en la que la autora justifica que ambos personajes acaben quedándose solos en el bosque y dé comienzo la parte más interesante del filme. Ahí se puede apreciar en lo que valen secuencias tan emocionantes como aquella en la que Machiko intenta dar calor a Shigeki en medio de una noche fría utilizando su propio cuerpo como abrigo o la forma en la que la directora visualiza el pánico de aquella a fracasar de nuevo y perder a otro ser querido por su culpa, lo que provoca que por primera vez el anciano rompa su habitual autismo y le demuestre que es consciente de su presencia.
Todo lo anteriormente expuesto sirve para que la directora llegue a un previsible aunque hermoso desenlace en el que Shigeki, como el personaje de Fernando Fernán Gómez en la película de Antonio Hernández En La Ciudad sin Límites, persigue de forma obsesiva la realización de un deseo que le lleva siguiendo como un fantasma durante años. Es un desenlace de enorme belleza. Pero quizás llega demasiado tarde para que una película de la que posiblemente se haya desconectado mucho tiempo antes remonte el vuelo. Y es una lástima porque, como queda dicho, la película no carece de muchas virtudes: no en vano fue Gran Premio del Jurado en Cannes y es dudoso que se vaya de vacío de la Seminci.
LOS FALSIFICADORES de Stefan Ruzowitzky: Un Holocausto Diferente
Dentro de ese género, Los Falsificadores, película enviada por Austria este año al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa, se configura como una obra de extraña originalidad. Parte de un hecho real poco conocido – el intento por parte de los nazis de quebrar las economías británica y americana a base de falsificar libras y dólares, para lo cual dedicó multitud de recursos y echó mano de los mejores “profesionales” del sector, muchos de los cuales eran artistas judíos que se hallaban en campos de concentración – para configurar una visión distinta del Holocausto, ya que los encargados de llevar a cabo tal operación son, además de supervivientes por el simple hecho de ser judíos, privilegiados dentro del campo y gente que se ven obligados día a día a convivir con el hecho de que más allá de las paredes de su pabellón especial, sus congéneres son sistemáticamente exterminados por aquellos a los que, paradójicamente, están ayudando.
Se toma así un tema habitual del Holocausto – como obviar los principios morales con el simple objetivo de sobrevivir el mayor tiempo posible en una situación de continuo peligro o, a posteriori, la culpa del superviviente – pero de una forma radicalmente distinta a como lo hicieron películas como La Tregua de Francesco Rosi o El Pianista de Polanski. Los Falsificadores busca la identificación del espectador con su protagonista principal, El Rey de los Falsificadores Salomon Sorowitsch (un soberbio trabajo del actor Karl Markovics), un vividor y pícaro cuya previsible evolución desde su inicial postura de superviviente nato capaz de cualquier cosa con tal de salvar el pellejo hasta la inevitable toma de conciencia según va calando en él el cúmulo de barbaridades de los nazis es perfectamente creíble, si bien al director se le va la mano en un horrendo tramo final en el que, posiblemente cegado por la búsqueda de un final algo más comercial que el que la película pide a gritos, destroza gran parte de los logros de una película sumamente interesante.
Aun así, hay multitud de elementos de interés en una película que cuenta con la complicidad de un buen trabajo de todo su elenco – no solo el incómodo Markovics raya a gran altura, también le dan buena réplica ese cínico comandante de las SS con una zanahoria en la mano y la amenaza constante de la Luger en la otra al que da vida Devid Striesow o la voz de la resistencia que representa el concienciado preso Burguer al que interpreta August Diehl – y un esplendido trabajo de fotografía a cargo de Benedict Neuenfelds al servicio de una historia diferente que huye de estereotipos, ofrece una historia sino distinta sí original respecto a lo que vemos habitualmente en las películas que tocan el tema del Holocausto y que de no ser por ese desacertado tramo final podría haber dado lugar a una de las grandes películas de la Sección oficial. Aun así, estoy convencido que gustará mucho al público cuando se estrene en las salas españolas: seguramente le beneficiará la sensación generalizada de que los filmes en lengua alemana están viviendo una muy buena época en los últimos años gracias a títulos como La Vida de los Otros, El Hundimiento, Sophie Scholl, etc.
CIEN CLAVOS de Ermano Olmi: radicalidad intelectual, pobreza visualEl principal sospechoso de la genialidad es un profesor de la Universidad, erudito y sensible, que parece haber descubierto recientemente aquello de “Que descansada vida, la del que huye del mundanal ruido” que decía Fray Luis de León y llegado a la conclusión de que la vida académica, el culto a los libros, interfiere con la verdadera libertad de pensamiento, con el redescubrimiento de los pequeños placeres mundanos y el contacto fundamental con otros seres humanos. Vamos, que la vida está ahí fuera y que el fundamentalismo intelectual, esa especie de pleitesía al saber escrito y transmitido a lo largo de siglos y siglos de palabra escrita no es sino una prisión artificial o una excusa generada por el hombre para escapar de su estado natural o lo que es aun peor, para someter la voluntad de los mismos. Ya les he avisado: radical como él solo.
El caso es que el protagonista de la historia, con un nada casual parecido físico con el Jesucristo tradicional, dirige sus pasos a un pequeño pueblecito asentado al lado de un río y se instala en una casa derruida que empieza a reconstruir. Pronto es observado con curiosidad por los simples habitantes del pueblo, que lo reciben de brazos abiertos y con un entusiasmo tal que los apóstoles con el redentor. El humor de Olmi es tal que incluso diseña escenas en las que los lugareños (tratados siempre con respeto dentro de su simplicidad, no nos confundamos) le piden que les refresque ciertas parábolas de la Biblia. Olmi no pierde ocasión de ridiculizar la forma en que la Iglesia Católica o las religiones en general se inmiscuyen en la forma en la que se supone que los seres humanos han de amar, vivir o relacionarse entre ellos. Y lo hace con la virulencia propia de un autor que a estas alturas de su vida (76 años) está más que de vuelta de todo. Tanto es así que su personaje principal, cuando un sacerdote le increpa diciéndole que tendrá que rendir cuentas a Dios en el Juicio Final, replica que más bien tendrá que ser Dios llegado ese caso quien tenga que rendir cuentas por lo mucho que ha hecho sufrir a los hombres. No vean como se las gasta aquí el amigo. Casi nada.
Con su divertida radicalidad y su insobornable sentido de la independencia artística y de la libertad personal, Olmi se emparenta en Cien Clavos a autores coetáneos como Manoel De Oliveira u Otar Iosseliani que no se rebajan por nada ni ante nadie. Bien es cierto que eso no es suficiente: a Cien Clavos le perjudican unos terribles altibajos de ritmo y el espectador ha de soportar estoicamente muchos minutos de tedio hasta llegar a los momentos más logrados de su propuesta (hay uno especialmente brillante cuando la policía pregunta al Profesor si ha pertenecido a algún grupo revolucionario o terrorista y éste responde que sí, que ha sido miembro muchos años del cuerpo docente) que, eso si, de vez en cuando es capaz de atravesar como un clavo la mente del espectador con su afilada ironía.
Anecdotario: La Seminci se está portando muy bien con aquellos entusiastas que año tras año se acreditan como prensa en el Festival viniendo con un presupuesto ajustado: los encuentros diarios a las 21:00 en El Salón de los Espejos del Teatro Calderón permite a estos la posibilidad no solo de departir con los (pocos) invitados que se han dejado caer por el certamen en un ambiente distendido, sino también de beber y comer de balde un pequeño aperitivo que me consta que a más de uno les está resolviendo la cena del día. Es un detalle. Por contra, en la abarrotada sala de prensa (¿Por qué hay solo diez puestos peleadísimos día a día para trabajar cuando es evidente que somos muchos los acreditados y espacio hay de sobra?) se suceden los comentarios que cargan contra el rumbo del Festival, pese a que casi todos reconocen que la Sección oficial de este año está siendo de lo más entretenida. Los chascarrillos sobre la falta de invitados de relumbrón (dejando los españoles aparte) se multiplican desde que la rumorología ha desatado la noticia aun no confirmada oficialmente de la presencia de Sophia Loren en la jornada de clausura para entregarle un premio a Alberto Grimaldi, productor al que se le está haciando una muy interesante retrospectiva... en DVD. Por lo demás, sigo negociando frenéticamente para cerrar la programación del II Festival de Cine Inédito de Mérida... Espero pronto poder confirmar la totalidad de la programación (My Blueberry Nights se ha caido, con todo el dolor de mi corazón: me pedían la friolera de 3000 € por ella y por ahí no paso, que es un auténtico abuso).
De momento hoy he tenido el enorme placer de presentarlo a nivel nacional nada menos que de la mano de Javier Tolentino en El Septimo Vicio de Radio 3. Una pasada... y más presión: ojalá que estemos a la altura.
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