En cualquier caso, tiene que ser un buen augurio que la primera película que he visto dentro del marco del Festival sea de Woody Allen. No entiendo muy bien por qué ha habido tanta gente que ha despachado Vicky Cristina Barcelona tachándola de ser una obra menor, ligera, intrascendente, poco más que un divertimento para ilustrar una postal animada de Barcelona, la ciudad que dio cobijo al proyecto. Está bastante lejos de la realidad: la peripecia de ese par de turistas americanas – Scarlett Johansson atrapada en su rol sexual de costumbre y una Rebecca Hall de lo más estimulante - opuestas en carácter y actitudes ante el amor y la vida seducidas por ese pintor bohemio y bon vivant – un muy divertido Javier Bardem – capaz de tirarse en plancha y proponerles un menage a trois a los 30 segundos de conocerlas y la adición de una Penélope Cruz racial, contundente y algo gritona encarnando a la desquiciada ex del pintor es mucho más que eso. De hecho VCB es una reflexión bastante desoladora sobre la imposibilidad de encontrar determinados equilibrios en este tema tan complejo del amor por más que se intente de las formas más imaginativas posibles. Resulta interesante que poca gente haya mencionado el hecho de que esta es una de las pocas películas del director en la que ninguno de los personajes del filme es capaz de utilizar en su provecho la gran cantidad de cosas que les suceden en ese verano ¿hay algo más desolador que constatar que a partir de un determinado momento de nuestra vida nos cueste tanto progresar ya sea en nuestras relaciones personales o en nuestra actitud ante la vida? Woody lanza esta pregunta al espectador a través de una comedia aparentemente ligera e intrascendente que más allá de sus jugueteos de seducción y sus divertidos diálogos – imprescindible disfrutarla en V.O., los que no lo hagan así se perderán el juego que se trae Allen con los idiomas, una parte esencial de la propuesta – en el fondo esconde una reflexión bastante aterradora. Y Allen lo hace si bien no con la maestría de sus mejores obras, sí con una película bastante superior a muchas de sus últimas propuestas. Por cierto, permítanme que a título personal les confiese que ver de cerca de uno de mis ídolos cinematográficos sorteando con su inteligencia habitual las a veces muy estúpidas cuestiones que le plantearon en la rueda de prensa es uno de los recuerdos imborrables que me llevaré de S. Sebastián.
La Sección Oficial se abrió con la película iraní El Caballo de Dos Patas, cuarto largometraje de Samira Makhmalbaf tras La Manzana, La Pizarra y A Las Cinco de la Tarde. Sobre la familia Makhmalbaf pesa siempre la sospecha de ser una especie de clan cinematográfico que esconde a su patriarca Mohsen detrás de todas y cada una de sus propuestas. Esta es una película que a pesar de contar, como no, con un guión suyo, demostraría lo contrario aunque solo sea por la torpeza con la que está narrada un muy interesante punto de partida: por un dólar al día, un padre contrata a un chaval fuertote y con un muy considerable retraso mental para que transporte constantemente a su espalda a su hijo, que ha perdido las dos piernas. La película explora la relación de carácter casi sadomasoquista que se establece entre el cojo, un pequeño hijo de puta con no poca mala leche, déspota y caprichoso, y ese chaval inocentón que asume con tal entusiasmo su condición de montura que abandona progresivamente su humanidad para convertirse lo más posible en el caballo que su amo anhela. La película mantiene su interés durante la primera media hora, mientras presenta los personajes, contrasta sus vidas y comienza a esbozar la relación de dependencia creada. Hay algún momento brillante como el instante en el que, después de dejarle en el colegio, la montura ocupa el lugar que le corresponde... junto al resto de burros que llevan a los otros niños. Sin embargo todo su interés se volatiza rápido en cuanto el espectador se percata de dos cosas: la primera que la directora es capaz de reiterar hasta la exasperación las mismas situaciones una y otra vez, forzando las cosas en la errónea creencia de que la acumulación de humillaciones en las que la cámara se detiene hasta la nausea bastará para crear el drama necesario, cosa que por supuesto no ocurre, sino que provoca cierto hastío. La segunda es que Samira Mahkmalbaf está aun muy lejos de dominar el arte de narrar en imágenes: la película es una sucesión de despropósitos, de secuencias mal ensambladas que apuesta todo a la crudeza de la situación descrita y a que el espectador reflexione sobre el tipo de mundo violento e infame en el que deben criarse esos niños para comportarse de esa forma. Lo único que consigue es que, por comparación, su película sea poco más que un remedo que nos hace añorar joyas como Las Tortugas También Vuelan. Eso sí: les aseguro que el inocente juego de “montar a caballito” adquiere tras visionar esta película un significado terriblemente siniestro.
Tan complaciente y correcta como cabría esperar es la adaptación cinematográfica que Mark Herman ha hecho del best seller de John Boyne El Niño del Pijama de Rayas, alegoría sobre el Holocausto que narra la improbable amistad entre el hijo del comandante de un campo de exterminio y otro niño judío allí encerrado. Estamos ante una película comercial que no llega a los límites de La Vida es Bella de Benigni en su tratamiento de un tema tan delicado pero que lo bordea peligrosamente por momentos al ser incapaz, como probablemente también lo sea el relato original, de superar numerosas incongruencias. Hay en esta amable película buenas interpretaciones – hay que reconocer el acierto de casting con el niño protagonista, que soporta con envidiable entereza el peso del filme sobre sus hombros, aunque está bien secundado por David Thewlis y Vera Farmiga -, oficio narrativo y una buena progresión dramática hasta su inevitable resolución, pero también tal sobredosis de tópicos y estereotipos que a la postre este cronista queda con la incómoda sensación de que sería deseable exigirle bastante más compromiso a este tipo de propuestas y que no conviene escudarse en el hecho de que estemos ante una película comercial destinada a llegar al mayor público posible para disculpar la insoportable ingenuidad de la que hace gala en numerosos momentos de su metraje, por más que su punto de vista sea el de ese niño de ocho años incapaz de reconocer una cárcel por muy aficionado que se proclame a los libros de aventuras. Debo decir también que me produjo un considerable cabreo la BSO de James Horner, uno de los músicos más manipuladores de la actualidad, capaz con su trabajo de subrayar hasta el desespero las sensaciones que supuestamente debe sentir el espectador en lugar de acompañar las, insisto, correctas imágenes con las que Mark Herman ilustra esta fábula. En cualquier caso, la sonriente presencia del autor John Boyne junto al equipo de la película por la alfombra fucsia debe interpretarse como el beneplácito del mismo a la versión de su best seller, bastante literal, según los que lo conocen, con lo cual imagino que aquellos a los que convenció el libro saldrán encantados del filme. Desde luego, no es mi caso.
Más interés suscitó la película danesa No Me Temas, dirigida por Kristian Leving (uno de los firmantes de aquel invento del cachondo de Lars Von Trier llamado Dogma 95 con The King is Alive) y protagonizada por los siempre solventes Ulrich Thomsen y Paprika Steen. Su película narra la historia de un hombre de mediana edad hastiado de su confortable vida que decide participar en un experimento para probar un medicamento antidepresivo como conejillo de indias, con resultados particularmente inquietantes. Liberado gracias a la química legal de las represiones que normalmente atenazan a sus civilizados congéneres, el tipo comienza a dar rienda suelta a sus frustraciones y deseos, abandonando su habitual estado de calma y autocontrol por el que siempre se ha regido y sustituyéndolo por el mucho más estimulante deseo de hacer lo que le venga en gana en cada momento, por muy políticamente incorrecto o directamente psicópata que pueda resultar su comportamiento, para pasmo y alarma de todos los que le rodean. No sé ustedes pero servidor siempre que ve una película danesa se siente mucho más reconfortado de haber nacido en un país quizá en algunos aspectos algo menos civilizado pero con total seguridad mucho más saludable como el nuestro. Dicho de otra forma, cualquiera que haya seguido la filmografía danesa de los últimos años llegará a la conclusión de que no son precisamente la alegría de la huerta y este No Me Temas es una prueba más de que detrás de esa fina capa de civilización acecha un buen puñado de frustraciones y rabia esperando el momento adecuado para liberarse y dañar al prójimo o a uno mismo. Será una cuestión educacional o climática, vaya usted a saber. El caso es que, sin ser ninguna maravilla, No Me Temas es una película tan interesante como bien interpretada, aunque pueda provocar cierto hartazgo a los que ya estamos más que familiarizados con este tipo de temáticas. Apoyada en sus más que solventes intérpretes, en una notable fotografía y en algún que otro momento inspirado de su director – hay una conversación a bordo de una barca de remos particularmente bien resuelta desde el punto de vista narrativo – No Me Temas es una película que no provocará precisamente pasiones pero que es defendible pese a algunas inconsistencias en su tramo final que puede descolocar a más de uno. Ojo a Ulrich Thomsen, que ya se llevó de aquí un premio hace unos años por Hermanos y que es un firme candidato a repetir por su composición de ese inquietante padre de familia con ganas de liberarse.
Ya fuera de la Sección Oficial, conviene hacerse eco de la película israelí Los Limoneros que narra el inacabable conflicto palestino con un acercamiento cercano al de películas como Domicilio Privado o La Banda Nos Visita. Eran Riklis, director de The Syrian Bride, nos cuenta en ella la historia de Selma, una viuda palestina cuyo campo de limoneros tiene la desgracia de lindar con la nueva residencia del flamante nuevo Ministro de Defensa israelí, cuyos servicios secretos inmediatamente llegan a la conclusión de que dichos limoneros representan un peligro para su seguridad por lo que pretenden talarlos. Por supuesto Selma no está por la labor de que le arrebaten su medio de vida y la herencia que le dejó su padre alegremente, por lo que ayudado por un joven abogado palestino decide recurrir la decisión ante los tribunales de justicia israelíes. Los Limoneros es una película irresistiblemente simpática, que se gana al espectador gracias a la sencillez de su propuesta, que se limita a presentar su evidente alegoría de la situación de los Territorios Ocupados con la suficiente inteligencia como para huir de lugares comunes: en ambos bandos del conflicto hay tantas buenas intenciones como incoherencias y comportamientos censurables pero todo está presentado sin demasiada acritud por más que el regusto que le quede al espectador sea el de que será imposible que ambas culturas obligadas a convivir alcancen el deseable grado de entendimiento. Tanto la situación de Selma, atrapada por la arbitrariedad de una resolución injusta y por las convenciones bajo las que debe vivir por su condición de viuda en una sociedad tan despreciablemente machista como la palestina, como la de esa esposa del Ministro de Defensa que se debate entre su sentido de lo justo y su obligación para con la carrera política de su esposo y las comodidades de su vida, están narradas con sensibilidad, saber hacer y un finísimo sentido del humor que sin duda se convierte en la mejor arma para sobrellevar una historia que, contada de otra forma, sería un insoportable drama. Premio del Público en la sección Panorama del pasado Festival de Berlín (es fácil entender por qué) Los Limoneros es una película bienintencionada muy bien resuelta – los planos finales de la película son tan bellos como en el fondo desoladores – cuyo único pero es la existencia de películas que ya han ensayado acercamientos parecidos, algo que llevará a las inevitables comparaciones. Aun así, tomen nota de ella y acérquense a verla cuando se estrene en nuestras pantallas: les aseguro que no saldrán decepcionados.
La vida transcurre vertiginosa en este Festival. Hasta una escapadita para ver una joya de la comedia neorrealista como Policías y Ladrones en la retrospectiva dedicada al gran Mario Monicelli, con la presencia de David Trueba en primera fila disfrutando como el que más, es una excepción en una agenda demasiado cargada de eventos. Los invitados van y vienen sin que los que estamos interesados por el cine más que por cualquier otra cosa tengamos demasiado tiempo para dedicarnos a seguir sus pasos. Aun así, dejemos constancia del buen rollito general que presidió la entrega del Premio de Cinematografía a Javier Bardem y el premio Donosita a un tan simpático y accesible como siempre Antonio Banderas, así como el acoso al que una vez más se ve sometido por hordas de adolescentes el majete de Miguel Ángel Silvestre (ay, que tiempos aquellos en que pasó por Mérida con La Distancia en nuestro I Festival, cuando aun no era el Duque) que es de lejos la estrella más solicitada de la alfombra fucsia y que no puede desplazarse a ningún lado sin la sombra de sus dos fornidos guardaespaldas. Los cocktails en el Maria Cristina, los pintxos en cualquiera de los muchos buenos restaurantes de la ciudad y la buena climatología ayudan a que este festival esté siendo de momento una experiencia tan estimulante como cabría esperar. Que siga la fiesta.
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